1955

Autor: Pablo Banegas

Nos habían dicho que no saliéramos, en realidad a mi tío loto le habían dicho que no saliéramos:

- Ni que fuera a llover- contestó guiñándome un ojo.

Y salimos. Caminamos hasta la esquina por donde pasaba el tranvía: la calle estaba desierta, las vidrieras de los negocios tenían las cortinas bajas y se escuchaba como un zumbido de abejas que llegaba desde el cielo. - Vení, vamos caminando que ya va a aparecer...

Recorrimos la primera cuadra mirando para atrás, esperando verlo doblar la segunda miramos menos y el resto las hicimos casi corriendo. Pero en el cruce de la avenida escuchamos el ruido y la vibración en los rieles. - Viene lleno- dijo mi tío Tofo.

Era algo más que lleno, porque la gente estaba colgada de los estribos, asomaba en racimos por las ventanas y se apretujaba arriba del techo; el tranvía parecía aplastado y apenas podía avanzar. Caminamos media cuadra a su lado, estudiándolo para encontrar un hueco por donde meternos, mi tío hasta dio una vuelta completa a su alrededor.

- ¡Por acá!- gritó.

Y el grito retumbó y se multiplicó en la calle, porque salvo el ruido del motor o el de las ruedas golpeando contra los rieles, todos estaban muy silenciosos, nadie se quejó cuando empujamos para hacer lugar y hasta conseguimos asiento. Me senté contra la ventana donde se sucedían las caras de los que iban colgados: algunos llegaban a pegar con la nariz de tal forma que hacían temblar el vidrio.

El tranvía se mecía como una cuna y la gente acompañaba ese movimiento amodorrada, proyectando su aburrimiento con la vista en la solapa de algún traje, o en una señora que comía un sanguche de milanesa. Mi tío, apoyado en el respaldo dormía, la gomina ya estaba seca y el pelo empezaba a parársele dejando espacios por donde se veía el cuero cabelludo. Un salto del tranvía lo despertó:

- ¿Llegamos?

- No sé- en realidad no sabía adonde íbamos. Trató de mirar por entre los que estaban colgados del estribo y dijo:

- ¡Huy...! Todavía falta. Una mujer que viajaba apoyada en su asiento le preguntó si iba muy lejos:

- Sí, hasta el bajo ¿y usted...?

- A visitar a mi hermano al hospital, pero no sé si llegaremos, dicen en la radio que el centro es un lío... Una señora con sombrero le preguntó:

-¿Su hermano está herido? La mujer no entendió la pregunta.

-¿Lo hirieron en la revolución?- insistió la señora con sombrero.

-No, lo operaron. Ayer lo operaron, es diabético y le tuvieron que cortar una pierna. Mi tío cuando escuchó eso le miró la pierna derecha a la mujer.

-No, la otra. Hasta acá...- y se tocó la pierna izquierda a la altura de la rodilla. Mi tío se puso de pié y le dejó el asiento como si fuera ella la amputada. La mujer me empujó más contra el vidrio y me miró con fastidio (olía a talco y naftalina), seguramente no creía que yo venía con la persona que le había dado el asiento y por eso me dijo:

- ¡Córrete un poco más nene!

Enseguida puso la cartera sobre su falda y se inclinó hacia adelante, se levantó un poco la pollera y desenrolló las medias descubriendo la piel blanca, una línea azulada marcaba donde le había estado apretando la liga y volvió a bajar la pollera. De golpe, el tranvía se detuvo y todos nos fuimos hacia adelante. Al principio nadie habló, suponíamos que había frenado para que subiera alguien. Pero un murmullo que nacía en la parte de adelante mostraba lo equivocado que estábamos. Un hombre que se abrió paso entre la gente gritaba:

- ¡Se bajó! ¡El maquinista se bajó!

Eramos náufragos de un tranvía inútil. En las ventanas aparecieron los zapatos de los que viajaban arriba del techo. La mujer que iba al hospital se largó a llorar y agarró a mi tío de un brazo: - ¿Dígame, ahora que hago?

Mi tío me hizo señas que saliera por la ventana donde ya no había vidrio y le contestó a la mujer:

- No sé señora, no esperará que la lleve alzada.

Cuando toqué con los pies el adoquinado v¡ a la gente que se desperdigaba en todas las direcciones. Mi tío me agarró de la mano, cruzamos la calle y entramos en una lechería que tenía la cortina a medio bajar. El local era amplio, en penumbras y con azulejos blancos: el dueño estaba apoyado en el mostrador con la oreja pegada a una radio de madera.

- ¿Qué dicen?- preguntó mi tío. El hombre nos miró un poco extrañados, no nos había oído entrar:

- Nada, pasan música clásica.

- ¿A usted le gusta esa música?

- Y si no hay otra cosa...

Un ruido nos sobresaltó, alguien se había llevado la cortina de lata por delante y después entró una bocanada de gente. La violencia de la multitud me separó de mi tío y di una vuelta completa al local; medio asfixiado iba agarrado a un sobretodo y un vestido, apenas veía el techo y las columnas. De golpe, todos se quedaron quietos y en silencio, desde abajo y por el espacio que dejaba la cortina, oí el ruido de los caballos que pasaron al galope y también sentí el olor a bosta. - Ya se fueron- dijo alguien.

Me arrastraron hasta la puerta, la persiana de lata ya no estaba y quedé parado en el medio de la vereda. Mi tío salió de la lechería con los bolsillos llenos de vainillas y las comimos en la esquina, una tras otra, sin parar, hasta que se acabaron.

A medida que nos acercábamos al centro había más gente: apurada, como si no quisieran llegar tarde a algún lugar. Autos, tranvías y colectivos sin conductores estaban abandonados por todas partes. En una esquina un hombre se había encadenado a una columna de luz y gritaba sin ser escuchado. Yo estaba cansado y las vainillas me habían dado sed:

- Tengo sed. ¿Falta mucho?

Mi tío, que ya iba descalzo, con los zapatos colgados del cuello, me señaló una grúa que sobresalía entre unos edificios:

- Ya llegamos.

Cada vez había más gente que corría por el medio de la calle; aparecían policías persiguiendo a los que quemaban papeles y rompían vidrios. Doblamos en una esquina y todo cambió, se volvió silencioso como si estuviéramos en otra ciudad. Apenas si escuchábamos los gritos y las sirenas. Hicimos dos cuadras hacia el bajo y nos paramos en una esquina. Mi tío sacó un papel, lo consultó y miró a su alrededor para orientarse.

Unos metros más allá, en la puerta de un taller mecánico, había dos hombrea una mujer gorda que les cebaba mate. Los hombres, cubiertos de grasa, descansaban en un asiento de auto apoyado contra la pared. Uno era joven, con los pelos parados y el otro más viejo y canoso. La mujer tenía puesto unos zapatos con tacos muy altos y finos.

- Es ahí- dijo mi tío señalando el taller. Desde afuera parecía la boca de un homo, todo estaba negro de grasa y aceite.

- Buenas...- dijo mi tío.

- Buenas- contestó el mecánico viejo.

Mi tío se quedó callado, como si se hubiera decepcionado del recibimiento que le daban. El mecánico lo miraba con los ojos entrecerrados, seguramente buscando entre todas las caras que tenía en su mente si la de mi tío correspondía a la de un conocido.

- A mi me manda mi cuñado, un buen amigo de ustedes, Antonio Andreu...

- ¿Antonio Andreu, a ese quién lo conoce...? - dijo el joven.

- ¡Un amigo de toda la vida! - dijo el viejo.

Cuando se levantó para darte la mano a mi tío, los resortes del asiento salieron afuera por unos agujeros que había en lo cuerina. El otro también se levantó y antes de saludar trató de limpiarse las manos en la ropa sucia.

Con Antonio nos conocemos de hace una punta de años, yo vendía repuestos por las chacras, él tenía un camión con parlantes y organizaba bailes ¿También pasaba cine...? ¿No...?

- Sí.

- ¿Qué es de la vida de Antonio?

- Está viviendo acá, se vino con la familia.

- Y el desgraciado no es capaz de pasar a visitarme... Mientras hablaban, yo entré al taller: era un galpón tan grande como una estación de trenes, apenas iluminado por unas lamparitas que colgaban del techo agujereado. Piezas de hierro formaban montañas desparejas por todas partes, era extraño que no se desmoronaran cada vez que abrían la puerta. En la única pared de ladrillos, sobre un tablero con herramientas, había una foto de Oscar Gálvez y alrededor hojas del Gráfico con llegadas de carreras.

-Toma, ya no está tan caliente- dijo la mujer que se había acercado en silencio. Me dio un mate que debo haber tomado con desesperación porque enseguida me dio otro.

- Se ve que tenías sed.

-Sí...

-¿Te gustan las carreras de autos?

-Si.

Me sonrió.

- ¿Usted es la esposa del dueño?- le pregunté.

- ¿Tan vieja te parezco?

En ese momento me di cuenta que era una chica muy joven, con los cachetes y los labios muy colorados y que no dejaba de sonreír en ningún momento.

- No, yo trabajo acá, llevo los papeles del taller.

Como interrumpiendo algo, aparecieron mi tío y los mecánicos. El viejo traía en brazos un gato amarillo con rayas blancas, el gato estaba todo engrasado y cada caricia que le daba el mecánico lo engrasaba un poco más:

- Mira- le venía diciendo a mi tío -, la usé una pila de años y nunca me dejó. Es un modelo viejo pero yo le hice el motor nuevo ¿cuándo fue que le hicimos el motor...?

- Hará dos años, cuando vine de la colimba. Me tocó marina- dijo el joven con orgullo.

- A mí también- dijo mi tío.

El viejo soltó al gato que se metió entre unas ruedas apiladas.

- Te la muestro así nomás, si estás interesado la sacamos a la calle- y aclaró rápidamente-. Hoy no, otro día.

Corrieron unas puertas de autos sueltas y apareció: era una furgoneta medio cuadrada que había sido blanca. Mi tío la empezó a revisar: abrió la puerta (adentro estaba llena de telas de araña), giró el volante y las ruedas ni se movieron porque estaban desinfladas. Después se tiró al piso y se metió debajo: cuando salió tenia tantas telas en la cabeza que parecía que se había puesto una peluca. - ¿No podes ponerla en marcha?

La respuesta no se escuchó, porque en ese momento fue como si mil autos arrancaran a la vez adentro del taller. No sabíamos qué era y corrimos a la calle: miramos para arriba y casi raspándose las panzas con las terrazas de los edificios pasaban aviones. Era imposible seguirlos con la mirada, en cuanto uno parpadeaba desaparecían y en su lugar aparecían otros. No sé cuánto habremos estado mirándolos, pero de golpe se hizo un silencio forzado, el mismo que se produce cuando se nos llenan los oídos de agua. - Si habré andado en estos aviones- dijo el mecánico joven.

Cuando entramos, la chica había hecho huevos fritos, a mi me dio cuatro o cinco y el plato parecía lleno de margaritas.

- ¿Quieren más?- preguntó la chica.

- No gracias, ya nos vamos- dijo mi tío. El mecánico viejo se paró, caminó hasta un escritorio y anotó algo:

- Acá está el teléfono, si la camioneta te interesa llámame con tiempo, así la pongo en marcha.

Ya habían cerrado el portón y tuvimos que salir por una puertita baja. Las calles estaban muy oscuras, ni siquiera en las ventanas de los edificios se veía luz. Salvo por alguna sirena que lo interrumpía, el silencio ese, el que dejaron los aviones, seguía.

- ¿La vas a comprar?- pregunté.

- No. Eso no sirve para nada.

Seguimos por las veredas desparejas sin hablar una palabra. En el camino y a pesar del cansancio, pensé que a mí la furgoneta me gustaba mucho: encima del techo tenía un farolito con forma de bala y debajo, escritas con pintura azul las palabras El aguilucho, también pensé en la chica que llevaba los papeles del taller y su sonrisa casi colorada.

 

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