Autor: Sebastian Russo

Oda a la cacerola                                                           
                                          13-01-2002

Espumaderas. Cucharas soperas. Sartenes. Jarritos para la leche. Ollas. Cacerolas. Hasta hace un mes, todos utensillos inseparables de la cocina argentina media. Hoy, las armas más temidas por gobiernos de turno. De
elementos de cocina, a instrumentos desestabilizadores de ordenes políticos. Vaya derrotero. Ni al más osado de los escritores de ciencia ficción se le hubiera ocurrido tremendo itinerario. Claro, la cocina argentina,
desvencijada y ya inolora, venía sufriendo los avatares de la crisis (eterna, reciclada, hermana) Pero fue cuando las ollas rebalsaron de frustración, amoralidad, abatimiento, engaños (todos ellos, elementos
intangibles, y por lo tanto contribuidores para una buena acústica), que sucumbieron ante un inimaginable protagonismo. Ayer (o anteayer) podía encontrarse en las ollas al menos un pollito, o una sopita, que claro, al
golpeteo poco sonido producían (más allá de la dificultad de acarrear una sopa cuarenta cuadras hasta el congreso de la nación) Además, qué sentido tiene golpear una cacerola a fuego lento, se habrían preguntado los comensales apetentes de aquel pollito, de aquella sopita. Pero al vaciarse, la pregunta fue otra, qué sentido tiene ese utensillo que está ahí abajo (y que hasta olvidé como nombrarlo), sino hacer música. Y la música, cuando se la practica de a muchos, se vuelve armónica. Pero tienen que ser muchos, unos veinte pueden desafinar, pero cinco mil seguro que no lo harán. Y la música promovida por hambre suena más homogenea aun. Más allá que el hambre sea de pollitos, de políticos, de justicia, o incluso de armonía. No nos dan armonía (o sea, paz), entonces la buscamos nosotros. ¿Cómo? Desarmonizando la fuente de inarmonía. Menos por menos, más, resultado: un chin-chin ensordecedor, solidario, emotivo, poderoso, y armónico. Un chin-chin, que se transformó en un chan-chan. Un desgarrado final de un tango, que de triste e impiadoso había tenido ya mucho. ¿Qué pensará Chichita de Erquiaga que en sus manos sostuvo durante muchos años (y fueron muchos) el elemento, que a partir de su sonar, un ministro de economía, un presidente, vieron flaqueadas sus fuerzas, y finalmente, tras golpe de cucharón, huyeron cual cucaracha tras cucarachicida? Diría que no lo podría entender. Y no porque a Chichita no le dé para entender (bueno, evitemos el tema), no por ello, sino más bien por el solo hecho de imaginar que un golpe (la forma más primitiva de comunicación humana), o varios de ellos, o miles de ellos, puedan lograrlo hoy, año dos mil dos, tiempo en que los estados son maquinarias burocráticas complejas, que diluyen (neutralizan) cualquier tipo de interferencia a sus actos, en los intrincados vericuetos que ellos mismos han creado. La sencillez, contra lo enmarañado. El acto, contra la retórica. Lo crudo, lo escueto, contra el embrollo (en nada ingenuo) Un nuevo lenguaje, ante la (aparente) perdida de significación de la palabra.  Chin-chin. Esto de lo cíclico de lo humano, vaya si se da en la Argentina de hoy. Nuestra nueva forma de expresarnos es el golpe, el ruido. Un recurso prehistórico, reconfigurado, es en estos días el arma predilecta para mostrar descontento. Y son estos golpes, con su ancestral historia, los que impulsan y desempolvan otro concepto (no menos ancestral) El de `comunidad´.
Así como miles haciendo música suenan armónicos, el codearse, mirarse, observar la cacerola del otro, une, y armoniza lo que parecía destinado a la disgregación alienante. La sociedad (como grupo de gente asociada) se convierte en comunidad (gente en común acuerdo) Al menos por un rato. Se sabe, somos sociales. Aunque nos quieran enfrentar unos contra otros, competencia mediante, y progreso individual y más luego social como cebos que se desmascaran artificiales. Somos sociales, es decir, somos a partir del, y con el otro. Y no importa si la cacerola del de al lado es de teflón, de acero inoxidable o de aluminio. El chin chin es el mismo. Y tampoco importa si el que llega a esa esquina (aquella, donde las cacerolas confluyen,  se encuentran y dialogan) arriba en camisa, remera, o con el torso desnudo, ni si es flaco, ni si golpea el bombo que tiene por panza. El chin chin sigue siendo el mismo. Ni si viene en auto, camioneta o caminando. Lo que partidos políticos de cualquier bandería, organizaciones de todo tipo, asociaciones de toda calaña, no pudieron, el chin chin parece lograrlo. Al menos de a ratos, al menos hasta que la mesa esté servida. Y claro, es una cacerola. Por más protagonismo que haya adquirido, no se puede otorgarle el bastón, ni la banda presidencial. Imagino un mensaje al pueblo por cadena nacional. Quedaría muy evidente quien le da letra, sería imposible esconder la mano que la hace hablar, y todos querrán saber de quién es esa mano, que por qué usa una espumadera y no un cucharón, que a qué intereses responde, y (de paso, nunca está demás preguntar) si hubo o no  infiltrados. Y no, las cacerolas están para otra cosa. Pero como esa otra cosa se vuelve día a día una práctica más y más exclusiva, de paso cañazo (expresión que me encanta, aunque nunca supe que quiere decir) y ante el temor en caer en desuso, musicaliza el dolor de ya no ser de algunos, y la esperanza de comenzar a serlo de otros. Y de paso cañazo (ya es vicio) los reúne en la misma esquina, los obliga a mirarse, a rozarse, a sonreirse, y  por qué no, a emocionarse. ¡Se ha formado una pareja! O varias de ellas. Pero esta vez, y ante la triste e irremediable ausencia del Galan de Roberto, es la cacerola la que oficia de celestina. Y se sabe, hay ley de divorcio, las parejas se separan, pero tambien se sabe, y esto es asi (el saber popular es irrefutable) `donde hubo fuego, cenizas quedan´. 


Vida, muerte y resurrección de Perogrullo
17-01-2002

Todo totalitarismo, es malo. Todo intento de abracarlo todo, equivoca el rumbo. Todo analisis que proponga nuncas o siempres, es falso. Tanto estas, como otras frases relativizadoras, son verdades que el saber popular maneja casi cotidianamente. Verdades de perogrullo, las llaman. Pero lo que este muchacho, Perogrullo, no sabe, es que sus afirmaciones solo son pronunciadas, `nunca´ internalizadas, `siempre´ banalizadas. De hecho las palabras siempre y nunca se usan tanto o más -la oración anterior puede atestiguarlo- que términos como `en algunos casos´, `a veces´, neutralizando   y volviendo impotentes a las frases del amigo (Perogrullo) Es decir, se puede escuchar a Tota, mi vecina del cuarto piso, decir que quien mucho abarca poco aprieta, y treinta y dos segundo después, que si no pagamos la deuda externa nunca nadie jamás volverá a confiar en nosotros, los perogrullenses (o argentinos, como se guste decir) La contradicción totista (de Tota) se basa en que puede desdeñar ampulosamente al que lo quiere todo, al mismo tiempo que imagina un futuro absoluto signado por el rechazo de todos (acreedores ellos, la reencarnación de satán para Tota) ¿Qué pasa con esto? Digo, con superponer enunciados relativistas y absolutos. Pasa, que el
extremismo siempre gana.  Satán se regodea entre tridentes deseosos de pinchar culos. Y claro, si la disyuntiva se plantea entre: un futuro incierto, construible, negociable, y un futuro a elegir entre el caos o la
paz, la opción elegida será la estruend osa, la del todo o nada. Para ser más explicito, si se hace creer que el no pago de la deuda externa provocaría muerte súbita, dejo de pensar, pago. Una alternativa extrema causa pánico, y el pánico es el revés de la euforia. Resultado: entremos en pánico, que a la vuelta de la esquina nos espera la euforia, y cruzando la calle el pánico se impacienta, y así. Segundo resultado que provocan las afirmaciones extremas: parálisis (mental, física, emotiva) Resultado, ahora de la triple parálisis:
muerte (social, política, económica) Algunos los llaman dogmas, digo, a los comentarios totalizantes. Y cuando hay dogmas, hay dogmas. Hay imposiblidad de creer -y crear- mas allá del dogma. Se construye una barricada imaginaria (pero inviolable) que impide el discernimiento. Si hay dogma, hay dogma. Si
el no pago de la deuda nos aniquila, el no pago de la deuda nos aniquila. Pensamiento único, como dicen hoy. ¿Y Perogrullo? ¿y sus dichos? Bueno, nada, que circulen. Mientras no socaven el dogma, que vaguen por la boca de Tota, el oido de Cacho, o hasta un ratito por la cabeza de Tito. Que más dá. Si hay dogma. "¿Sabés que decían unos pibes, allá por el 68, y allá por Francia?", le pregunta conversador Cacho a Tota, leyendo un suplemento cultural destinado horas más a ser fuego de chorizos. "Seamos realistas, exijamos lo imposible" Ja!, y es verdad, dice Tota, mientras se acomoda el calzón que se le escapa por atrás. Perogrullo reverdece. "Y había un tipo...", sigue diciendo Cacho cebando un mate ya frio, "...un tipo, un tal Camus, que decía algo así como que las tareas sobrehumanas, o sea las imposibles..", le aclara a una Tota algo dispersa, "son aquellas que se cumplen en un tiempo algo más largo" "Ja!, tiene razón che ese Cabus", y el calzón que todavía chorrea. 
Un buen día, diría Dickens o Cohelo, pasó lo inesperado, lo imposible -hubiera aclarado Cacho-: uno de los presidentes argentinos, el ultimo (al menos hasta la hora en la que escribo este texto), dijo que la deuda externa no se pagará, y que la convertibilidad (el otro dogma que apuntalaba el imaginario total) se dejaría de lado, y que (ya que tiramos, tiramos) se devaluaría la moneda. Cacho, Tota y Perogrullo (sentado algo más alejado, ausente) se miraron entre sí. Qué barbaridad dijo uno, qué barbaridad dijo otro, y ahora quién podrá defendernos dijo un profesor jirafales que pasaba por ahí. El dogma, los dogmas, se habían derrumbado, y aun seguían vivos.  Esa noche hicieron el amor varias veces, seguros de su pronta muerte. Pero 
no, pasaron 3 meses de aquel discurso desdogmatizante y nada, no morían. Perogrullo, que por casualidad pasaba por ahí, vió luz y subió. Para su sorpresa, sus nuevas verdades (publicadas dias atrás en el boletín oficial de Perogrullo) habían comenzado ya a circular. "Cárcel a los corruptos ", "Los que se llevaron la plata, la van a tener que devolver", "La Corte suprema de Justicia, lo que menos imparte es justicia". Y siguió su camino. Tranquilo. Sabedor de que trasvasados los dogmas anteriores, se construirán nuevos. Y que sus dichos siempre servirán de catarsis. Una catarsis que enceguece y conforma. Nuevos equilibrios, sobre  nuevas estructuras dogmatizadas, `imposibles´ de conmover, `nunca´ destruibles, por `siempre´ respetadas. Claro, hasta que, irrespetuosamente, se conmueven y destruyen. 

 

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