Pretérito imperfecto

(Novela)

 

Primera apartada

 LA CAUTIVA

 

Este diario que ayuda a mi pasión (el aislamiento)

                      Osvaldo Lamborghini

                                                  Éramos la ilusión que llamamos recuerdos

             Yves Bonnefoy

 

I

No me explico cómo es que estaba en el hall de entrada del diario leyendo a Yeats, como si en lugar de una redactora fuera una ocasional cliente. Detrás, a un volumen casi imperceptible, pero por cierto manifestándose como una presencia acogedora, sonaban los cuartetos de Beethoven. Jamás me siento en esos sillones, y mucho menos a leer escuchando a Beethoven, distendida, igual que si estuviera esperando turno para entrar al consultorio de un médico. Las palabras tienden trampas que son como ventanas. Escribí “como si estuviera esperando”, y me pregunto si en verdad no es lo que estaba haciendo, si acaso no me había sentado cómodamente en uno de los sillones individuales a leer el libro rojo de Yeats (cuando en realidad debía estar trabajando en la redacción) porque oscuramente sabía que ella iba a venir, y debía esperarla.

Sentí el ruido de la puerta abriéndose, levanté la vista del libro y la vi. Fue un segundo, un disparo diminuto que me produjo un dolor ínfimo (menos que el recuerdo de un pinchazo), un oscuro presagio portando la fuerza inesperada de una certeza. Era ella, una visita inesperada, de algún modo largamente esperada. Me asombra haberla reconocido tan inmediatamente, pese a que llevaba puestos anteojos oscuros.

Antes la había visto sólo en una oportunidad. Nos habíamos cruzado en el cuarto de la clínica donde habían internado a Marcos, la vez que la vieja le disparó una bala en la pierna derecha. Cuando Marcos la vio entrar, me pidió que los dejara solos unos minutos. Sin mirarme, ella se acercó a la cama y se sentó en la silla que le dejé libre. Esperé en el pasillo, apoyada contra una pared de azulejos blancos y helados. Aturdida, miraba pasar a enfermeras y parientes silenciosos. Luego de una hora, la vi cruzar la puerta y marcharse. Ella no me vio.

 Esa vez, en la penumbra del cuarto y luego saliendo y marchándose de espaldas por el pasillo de la clínica, había sido la única vez que la había visto. Sin embargo, me bastó el relámpago de un segundo para saber que era ella otra vez.

Sin mirarme, cerró la puerta, atravesó el pequeño pasillo entre los maceteros de cemento, y se acercó a la mesa de entrada. Parada de espaldas, inmóvil frente al mostrador vacío, no daba muestra alguna de ansiedad, como si estuviera dispuesta a esperar una eternidad. Ensimismada e imperturbable, creo que ni se había percatado de mi presencia. La observé detenidamente, con precisión quirúrgica, como si tratara de encontrar un indicio que la vinculara a un crimen oculto, sórdido, seguramente inexistente. El pelo oscuro, de un brillo tenue, cayendo suelto por sobre la espalda, me produjo una inquietud cercana  al miedo. Llevaba puesto un par de jean azules y un sobretodo de paño negro; calzaba unos borceguies marrones, sucios con barro. Va a preguntar por Marcos, eso es seguro, pensé; pero, a juzgar por su vestimenta, no da la impresión de venir a una cita amorosa. Supongo que más que un pensamiento prejuicioso fue una expresión de deseo. Lo cierto es que decidí atenderla, aunque más no sea para salir de la duda y enterarme personalmente qué es lo que pretendía. Pasé por detrás suyo, di vuelta al otro lado del mostrador y, con mi mejor cara de recepcionista, la saludé, me disculpé por la tardanza y le pregunté qué era lo que deseaba.

-Quisiera publicar un aviso fúnebre –dijo.

Supongo que su sorpresiva respuesta habrá descompuesto por un instante mi máscara de recepcionista eficiente. Fue un segundo, pero fue como si el muerto fuera alguien cercano y la noticia me dejara muda. Ella quebró el incómodo silencio alcanzándome una hoja de papel donde estaba escrito el texto que quería publicar. Tomé el papel y conté rápidamente las sílabas del texto, sin leerlo, para después fijarme en la planilla de tarifas y poder cobrarle. Le hice una factura, le cobré y le dije que saldría publicado en la edición del día siguiente.

-Claro –dijo ella. Se despidió bajando apenas la cabeza y salió.

No fue preciso que leyera el papel: la muerta no podía ser otra que la vieja, su madre, la que le disparó a Marcos en la pierna y lo convirtió en el rengo Guevara. De esa historia nadie sabe demasiado; yo, apenas lo poco que eligió contarme Marcos. Según me dijo, había encubierto a la hija en una escapada para ver a otro hombre, un muchachito mucho más joven que ella. Un par de horas mas tarde, la vieja se  apareció enfurecida en la puerta del diario y, a los gritos,  lo acusó de mentiroso y maricón.

-No pudo acostarse con ella y la ayuda para que se acueste con otro: eso es ser un maricón, porque usted aparte de ateo es un maricón –parece que le dijo.

-Y usted es una vieja cornuda, que apenas ve a su marido dos o tres veces al año. Una vieja pajera, o quizás ni eso – le dijo Marcos.

Según tengo entendido, todo ocurrió en esos segundos, superponiéndose a sus últimas palabras. Marcos contó su versión de un final quizás demasiado cinematográfico:

-Yo la miraba a los ojos y creo que fue por eso que no vi cuando sacó el revolver. Sentí el disparo, un pinchazo en la pierna y me caí encima de ella. 

Eso fue todo lo que dijo el amanecer lluvioso de la noche que nos conocimos y acostamos por primera vez. Lo contó sin demasiados detalles, anticipándose a mis preguntas, sabiendo que tarde o temprano iba querer conocer la historia de su renguera. Cuando terminó, me pidió que no volviéramos a hablar del asunto.   

Ahora la vieja estaba muerta y ella, su hija, se valía del artilugio del aviso fúnebre para enterarlo a Marcos de esa muerte. Esta mina es una enferma hija de puta, tanto como él, pensé. Un detalle coronaba la puesta en escena: el destino había elegido que yo, justamente yo, fuera quién debía intermediar entre ellos dos, llevando la nota a modo de correo sentimental. Me pregunté si ella me habría reconocido y si su perversidad llegaba al punto de otorgarme deliberadamente un rol denigrante en su pantomima. Supongo que no sólo no me reconoció sino que, de haberlo hecho, me hubiera ignorado tanto o más que como lo hizo. Mi paranoia, una vez más, no era más que la expresión de un deseo: la pretensión de ser considerada, aunque más no sea como víctima. Ahora entiendo que hay veces en las que no nos está permitido ni siquiera dar lástima: simplemente estamos afuera, fuera del juego.  

Me resigné a mi rol de mensajera, sabiendo que con la entrega de ese papelito todo iba a modificarse definitivamente. Lo venía presintiendo; no me refiero a la aparición de ella y su madre muerta conjuradas para un final, sino al final en sí, que venía barajándose como irremediable. Precisamente eso fue lo que sentí parada en la recepción del diario, mirando sin mirar el nombre de la vieja en ese papel arrugado: estaba ante una situación irremediable y daba lo mismo ser o no ser la celestina casual de una cita en un velorio; de cualquier modo iba a terminar siendo la pobre chica abandonada.

Quizás me estaba anticipando demasiado a los hechos, pensé. Lo cierto es que sentía necesidad de llorar y autocompadecerme, pero también rabia al verme sometida por la vulnerabilidad de esos sentimientos. Me acerqué a la ventana y vi afuera el vaivén violento de las ramas de un árbol; el viento era una metáfora sin sonidos. Me dije: este invierno va a ser largo y muy frío, como todos los inviernos en esta ciudad. Hacía algo más de un año que había venido a radicarme en Necotxea, la ciudad de mis abuelos, y aquel primer invierno había sido un crudo recibimiento. El lugar me mostraba sus caras con la franqueza brutal de un salvaje.

Todos los veranos de mi infancia los pasé en Necotxea, y la idílica mitología personal a la que llamo mis recuerdos de aquellas épocas fue decisiva a la hora de elegir este lugar. Cada año, ni bien terminaban las clases, viajaba en tren desde Buenos Aires con mi mamá y mi hermano Alejandro. Nos instalábamos en el caserón de mis abuelos; y esa casa antigua de paredes altísimas y la playa y el río y también nuestros primos eran, creo recordar, el territorio de ese misterio improbable al que llamamos felicidad.

Mirando la violencia muda del viento a través de la ventana, recordaba una siesta lejana en la que Alejandro y yo dormíamos en una misma cama, en el cuarto que alguna vez había sido de nuestro padre. Frente a la cama solitaria estaba la biblioteca. Era un mueble de roble, monumental y misterioso. Detrás de sus puertas de madera tallada con vidrios de opalina, estaban guardados los secretos de nuestro padre. Las puertas estaban cerradas con llaves y teníamos terminantemente prohibido abrirlas del modo que fuera. Yo dormía y no sentí cuando Alejandro se levantó y salió de la cama. Lo cierto es que desperté y él no estaba a mi lado. Adormilada y confusa, entorné la vista y lo busqué a mí alrededor. Sentado en el piso, Alejandro miraba a través de unos largavistas hacia un lugar en la pared: miraba el reloj de péndulo con forma hexagonal que estaba a la derecha de la biblioteca (ese reloj, pienso ahora, marcaba las horas de la juventud de nuestro padre). La puerta central de la biblioteca estaba abierta; alcancé a ver libros, una caja de zapatos y  revistas apiladas. Cuando vi que Alejandro giraba la cabeza con los largavistas hacia donde estaba acostada, cerré los ojos y me hice la dormida. Permanecí inmóvil, nerviosa, sintiendo como guardaba los largavistas y cerraba la puerta de la biblioteca. Ni en ese momento, ni después, cuando éramos mayores y ya no tenía importancia,  le conté que esa tarde lo había visto y que sabía que él había encontrado el modo de acceder a lo que escondía la biblioteca.

Ahora mi padre estaba muerto y mi hermano era un señor calvo y gordo viviendo con su familia en algún lugar recóndito de Manhattan, olvidado de su hermana, del caserón de sus abuelos en Necotxea y del par de largavistas en la biblioteca de su padre. Me dije: debería escribirle una carta a ese gordo tonto y contarle aquel secreto. Los hermanos, pienso, deberían juntarse y confrontar sus mutuos recuerdos, quizás para corroborar que lo que llamamos pasado no es mucho más que otra mentira en la queremos creer.

Pensando en mi hermano Alejandro, recordé el cinismo desencantado con que Marcos había definido la relación que nos unía. Desnudo, buscando una media entre las ropas apiladas en el piso, me había dicho que éramos algo así como una pareja de hermanos levemente incestuosos. Fingí festejar el supuesto chiste y él fingió creer en mi supuesta indiferencia. Me pregunto por qué no tuve deseos de putearlo, y en cambio sentí que estaba tomando algo de él que no me pertenecía. Desde hacía unos días tenía un sentimiento esquivo, confuso, que me escamoteaba su verdadera índole. Cuando me dijo que éramos como hermanos, logré desentrañar ese enigma: sentía el dolor de comprender que había vivido esa historia de prestada, apropiándome momentáneamente de algo que no era mío.

Palpé la textura rugosa del papel donde estaba escrito el nombre de la muerta y comprendí que eso tampoco me concernía. Esa señora, o mejor dicho el cadáver de esa señora, pertenecía a Marcos. Me encaminé hacia la redacción para entregarle el papel; a él le correspondía elegir sentirse dolido o feliz. No imaginé que fuera a entristecerse, como lo hizo, ni que fuera a urdir la venganza tardía que llevó a cabo con la hija de la muerta. Comprendo con rencor que esa chica y Marcos fueron siempre más perversos que mi triste imaginación. Pero estoy adelantándome a los hechos y ni siquiera sé si quiero contar la historia de esos dos.

La redacción bullía en su caos habitual. Las tardes en la redacción de El faro transcurren en la repetición (que en verdad es siempre variación) de ciertos rituales cotidianos que van configurando una identidad vacilante.  Identidad que es como un libro en el cual, página tras página, se sucede una serie monótona de mapas parecidos. Al atardecer, cuando el grueso del trabajo está hecho y sólo están a la espera de alguna noticia repentina, Guevara y Alcorta se encaminan hacia la minúscula oficina del  director de circulación, el negro Figueroa. De tarde en tarde, me sumo al grupo, pero trato de no intervenir en sus conversaciones. Prefiero observarlos en el ejercicio de esa disciplina un tanto amariconada que es la amistad entre varones. De comienzo a fin, ritualizan cada encuentro al límite de la parodia. El negro, cuando los ve acercarse, deja lo que está haciendo y saca el termo amarillo de la gaveta de metal que está a sus espaldas. Prepara el mate con meticulosa paciencia, siguiendo una serie de pasos que, según dice, son indispensables para garantizar el buen sabor. Mientras conversa, les va cebando y acercado mate tras mate, siempre endulzados con miel; en un viejo grabador de un solo parlante suena sin fin un mismo cassette de Zitarrosa. Pero es en los fingidos debates donde la mitología masculina aflora con más obsceno exhibicionismo. Es un juego de nenes, disfrazado de varonil galantería. Cuando los observo discutir con apasionamiento desmedido por nimiedades que olvidan a los diez minutos de terminada la discusión, siento piedad, desprecio y envidia. Al rato de escucharlos, me aburro y los dejo solos.

Esa tarde, cuando entré con el papelito en la mano buscando a Marcos, discutían acerca del exorcismo. Alcorta había lanzado una apología del diablo sustentada, según dijo, por ciertos escritos de un hombre profundamente cristiano como lo era Giovanni Papini. Para el negro, sin embargo, no había defensa posible para el anticristo.

 -Seguramente ese señor Papini era un mal cristiano y usted, por otra parte, bien es sabido que es más ateo que esta máquina de escribir; así que no hable de lo que no le concierne –dijo el negro, pretendiendo sonar enojado. Su figura corpulenta, maciza, lo hacía parecer indefinidamente ridículo. Esa cómica visión, ante la mirada de sus interlocutores, terminaba desautorizando sus argumentos. El tamaño del escritorio acentuaba esa impresión, era un  mueble demasiado pequeño en relación a su cuerpo desproporcionadamente grande. Alcorta, apoyado contra una gaveta de metal, sonreía irónico, satisfecho de haber provocado la perorata fervorosa del negro, a quién lo enfurecían sus blasfemias gratuitas.

-Y usted, Guevara, ¿qué opina? –lo increpó el negro.

-Nada. Las contiendas religiosas me traen malos recuerdos. La última en la que participé me valió la bala que me dejó rengo –dijo Marcos  

-Alguna vez debería dignarse a contar esa historia. Aunque usted Alcorta seguramente la conoce –dijo el negro, alcanzándole un mate.

-Pídale entonces a Alcorta que se la cuente –dijo Marcos.

-Creo que la señorita Murray lo requiere –lo interrumpió el negro y señaló hacia el vano de la puerta donde yo estaba parada. Marcos dio vuelta la cara y me saludó con una sonrisa.

-Vení, tengo una noticia que supongo te va a interesar –le dije.

Marcos salió de la oficina del negro y juntos caminamos hasta los ventanales del fondo del salón, los que miran al parque del diario. La vista no era más que un rectángulo perfecto, despojado de toda alteración, mostrando tan sólo la inquietante lisura verde del pasto recién cortado: una muestra de la pampa en miniatura.

-¿Cuál es la noticia? –comenzó a decirme Marcos. Ya sé, no me digas nada, leíste el cable de las chicas que exorcizaron a su padre dándole  cien cuchilladas. Precisamente hablábamos del diablo a raíz de esa noticia. Lo extraordinario es  que esa chica, mientras masticaba una mejilla del padre, decía una y otra vez con voz ronca: esto no es real, esto no es real. Justamente en estos días, cuando hasta la ficción se pretende real.

Había leído la noticia hacía un par de horas y a mi también me habían interesado en sobremanera esas palabras de la chica: eran una metáfora macabra de la lógica de nuestros días y una síntesis de la culminación de nuestro pensamiento. Lo pensé y pensé en decírselo a Marcos, y esa era la oportunidad de hacerlo, pero el papelito en mi mano era impostergable.

-Leé esto, es un aviso fúnebre que vinieron a publicar hace un rato. Se que no te va a ser sencillo averiguar si para vos esta muerte es real o ficticia, quizás porque es una muerte que de algún modo te corresponde –le dije y le extendí el papelito.

-La trajo esa mujer, la hija de la muerta –agregué, mientras él leía el papel.

-¿Qué dijo? –me preguntó.

-Nada, pero entiendo que esa nota fúnebre es su manera de avisarte.

-Me voy, cualquier cosa cubrime, haceme el favor –dijo y caminó hasta su silla y tomó su saco del respaldo.

-¡¿Acaso pensás ir al velorio?! –le pregunté, asombrada.

-Claro –me dijo, y se fue.

 

II

Tres días después que viera entrar en la recepción del diario a aquella mujer, murió mi abuela. Era algo previsible: tenía noventa y dos años y su corazón debilitado había sufrido dos infartos. Nadie la vio morir porque murió durmiendo, sola, en su cama matrimonial de toda la vida. Mi abuelo la encontró y la creyó su hermana. Me llamó por teléfono, creyéndome su madre, y me dio la noticia.

-Es extraño –me dijo-, pero te creía muerta, y ahora resulta que estás viva y tengo que darte la triste noticia de que ha muerto tu hija.

-¿Quién murió, abuelo? –pregunté. a la vez que comprendí que la muerta bien podía ser mi abuela.

-Soy tu hijo, Jorge, y ha muerto mi hermana –decía él y lloraba. O bien la muerta era mi abuela o bien era otra alucinación de la demencia senil de mi abuelo.

Pedí un remís y atravesé la ciudad desde mi departamento en la playa hasta el caserón de mis abuelos en la cuidad vieja. Silenciosa y retraída, no estaba nerviosa sino ausente, mirando las casas, los árboles, quizás la aparición repentina de algún caminante solitario.

Encontré a mi abuelo en su cuarto, sentado frente a su escritorio de madera, leyendo y subrayando un párrafo con fuerza, podría decirse con rabia (o dolor), como si esa oración lo lastimara.

-¿Qué estás haciendo? –le pregunté.

-¿Cuántas veces, antes y entonces y después iba a recordarse como aquel que no había sido? –dijo, mordiendo las palabras.

-¿Qué? –pregunté intrigada.

-¿Cuántas veces, antes y entonces y después iba a recordarse como aquel que no había sido? –volvió a recitar, con la entonación ceremoniosa y autómata de un poseído. Supuse que se trataba del párrafo que estaba subrayando. Lo comprobé más tarde, después que se lo llevaron y lo internaron en el hospital. Volví a entrar en su habitación y encontré el libro sobre el escritorio. La frase era la misma que él repetía y el libro era uno de Héctor Tizón.

Lo dejé repitiendo su frase y fui hacia la habitación de mi abuela, en el otro extremo de la casa, junto a la galería que da al viejo jardín, ahora despoblado. Mi abuela estaba acostada con los ojos cerrados, pero no parecía dormida. Rígida e irreal, estaba muerta. Seguramente había sido él quién le había cruzado los brazos sobre el pecho y había colocado una vela prendida sobre  la mesa de luz. Me acerqué hasta el borde de la cama y coloqué los brazos al costado del cuerpo: la figura pareció relajarse. Cuando la toqué, la textura rugosa de las manos se ablandó como agua entre las mías. Esto no es real, pensé, y apagué la vela con un soplido leve.

 

III

Tres días más tarde, cuando mi abuela ya estaba enterrada y era menos que un recuerdo para los parientes que rondaban como moscas, le dieron el alta en el hospital a mi abuelo y pudo volver al caserón. Sorpresivamente, supimos que sabía que la abuela estaba muerta. Cuando entró en su habitación, llamó a todos a los gritos:

-En mi ausencia han entrado ladrones en esta casa. Es extraño, porque uno supone que roban por que tienen hambre...

-Papá, no entró ningún ladrón –intentó explicarle mi tío Martín.

-Cómo no, se han enterado de la muerte de Tini y de mi internación, y han aprovechado para entrar a robar un libro. Estaba aquí mismo –dijo, y señaló el escritorio.

Nadie había querido contarle acerca de la muerte de mi abuela, además creíamos que pensaba que la muerta era su hermana. A veces pienso que no siempre delira, sino que también suele mentirnos intencionalmente; de cualquier modo no es mucha la diferencia: en ambos casos se trata del relato circunstancial en el que vive y del que nos ofrece imágenes fugases, ajenas, como paisajes de los que sólo hemos oído hablar. Un relato no es más que un mecanismo lógico, y la lógica de los suyos nos desconcierta, dejándonos afuera, incapaces de comprender las reglas del juego. Ahora, cuando nadie lo esperaba, parecía estar de nuestro lado y su muerta era la misma que la nuestra; pero no era más que otro indicio falso en el que pretendíamos creer, quizás para descansar, aunque más no sea por un momento, de la invasión constante de su mundo extranjero. Lo vi rondar por la habitación, buscando el libro que yo le había quitado, y sentí impotencia y piedad al verlo tan solo e inaccesible, mucho más de lo que era capaz de imaginar. Aquel libro de Tizón, ahora en mis manos, es un testimonio sustancial del universo en el que vive mi abuelo, la aparición en este mundo de un objeto de ese universo; algo parecido a lo que ocurre con los objetos de Tlönn en el cuento de Borges.

 Intentar imaginar semejante soledad me produjo una angustia intensa, paralizante, como si repentinamente hubiese perdido la facultad de comprender. Algo parecido me había pasado cuando se accidentó mi amiga Mónica. Ocurrió al poco tiempo de venirme a vivir a Necotxea. Me llamó Marcela, su hermana, y me dijo que el taxi en el viajaba había chocado de frente con otro auto; Mónica estaba internada en terapia intensiva y no sabían si iba a volver a despertar.

-Es como si estuviera  acostada sobre hojas secas o bajo el agua  –me dijo su hermana, intentando disimular la desesperación. Las palabras de Marcela me recordaron aquella historia con la que fantasea el protagonista de El poso, la novela de Onetti: un hombre habitando una cabaña en el bosque de un país nórdico, afuerna nieva, y cada noche llega la mujer y desnuda se acuesta en la cama de hojas secas.

Durante tres días no pude pensar en otra cosa que no fuera el cuerpo dormido de Mónica, habitando un lugar inalcanzable. Poco me importaba la supuesta poesía de ese lugar; sólo quería que Mónica volviera, que abriera los ojos, mirara el día y fuera capaz de pronunciar una palabra en esta otra orilla. Todas las tardes, cuando comenzaba a anochecer, llamaba a Buenos Aires para enterarme de su evolución. Al tercer día la voz de Marcela sonó cristalina, parecida a la de siempre:

-Despertó, jugó con mi anillo y respondió a su nombre –me dijo.

Esas palabras bastaron para disolver en la nada la inquietud que me acosaba, como si ese sentimiento obsesivo no hubiese sido mas que un espejismo inquietante.

Mónica había logrado regresar, pero para mi abuelo no parecía haber retorno.

Sin meditarlo, como quien juega o habla sólo por el placer de escuchar el sonido de las palabras, me ofrecí a cuidarlo. Quizás fue por el dolor intenso, instalado alrededor del estómago, subiendo por el tórax y recorriéndome los pechos, que sentí al verlo tan desolado, buscando el libro perdido como quién busca una respuesta que no existe. Quizás fue el mezquino dolor de saber que Marcos había desaparecido, seguramente con esa mujer, y no había sido capaz ni de hacerme una llamada telefónica. Tal vez simplemente necesitaba inflingirme un castigo y mi abuelo no era más que el pretexto necesario. Lo cierto es que cuando mi madre y mis tíos discutían sobre qué hacer con el pobre viejo, les propuse llevarlo a vivir conmigo al departamento.

-Después de todo soy la única que vive en Necotxea –argumenté, como si necesitara convencerlos.

     

IV

Las situaciones extremas (la muerte siempre lo es, por más que se trate de una anciana de noventa y dos años con serios problemas cardíacos) quebrantan los pactos implícitos y tornan a la familia en un obstáculo omnipresente, insalvable, pródigo en situaciones absurdas y siempre, absolutamente siempre, molesto. Llamo familia a ese cúmulo impreciso de primos hermanos, tías segundas y silenciosos y desconocidos parientes políticos que, con la forzada intención de ofrecer su ayuda o compañía, no hacen más que incomodar. La semana siguiente a la muerte de mi abuela, obedeciendo a esta regla, abundó en parientes y situaciones incómodas. Varios se instalaron en mi departamento, lo que me obligó a dejar de lado esa entelequia pretenciosa a la que llamo mi vida, para someterme a los designios de la invasión. Fui paciente, resignada e incluso por momentos amable.

La máscara a la que estaba obligada al menos me libraba de pensar en Marcos, que en esos días ya estaba viviendo con la hija de la vieja muerta. Me lo confirmó Alcorta, que por una vez fue piadoso y hasta trató, a su manera, de consolarme. La mañana siguiente a la muerte de mi abuela, había llamado por teléfono al diario para pedir licencia por una semana; pero cuando se cumplió ese plazo, no quise volver. El lunes temprano a la mañana pasé por el diario con el absurdo propósito de rogarle a Lastra que me permitiera tomar vacaciones por adelantado.  Nombré a mi abuelo y dije que estaba agotada, pero tanto Alcorta como el gordo Lastra sabían que el verdadero motivo era que no quería encontrarme con Marcos. El gordo es  dueño del diario y, nadie sabe cómo, pero todo lo sabe. Fingió escuchar los argumentos de Alcorta y concedió a que abandonase momentáneamente la redacción, a cambio de que entregase semanalmente una nota para el suplemento de la mujer, otro para el cultural, más un reportaje a algún personaje célebre de la ciudad. El plazo que me daba para que volviera a reincorporarme a la redacción era inamovible: un mes, ni un día más ni un día menos, según me dijo, con la suficiencia habitual  y el tono mandón de su voz aspera de fumador asmático.

Cuando salimos de la oficina del gordo, le agradecía a Alcorta su inesperada ayuda y le pregunté por Marcos.

-Ese está, pero no está. Al menos no pidió licencia y de vez en cuando viene. Mirá piba, por lo que logro entrever, mirando de reojo y sin prestar demasiada atención, tanto Guevara como vos están viviendo esa penosa coyuntura existencial que es dejar de ser joven. Lo más recomendable es que no estén juntos. Es una opinión, nada más. Ahora, si lo que vos me preguntás es si está con la otra o no: si, está con ella, están viviendo juntos –me dijo Alcorta sin ironía, teniéndome lástima o quizás envidia.

-Y vos, ¿cuándo tomás tus vacaciones?, me imagino que mi licencia no interferirá en tus planes.

-De ninguna manera –dijo Alcorta sonriendo-. A partir del domingo, como estaba previsto, desaparezco por treinta días. Vos viste, Lastra últimamente está hecho una seda, se deja convencer por cualquiera; sobre todo vos, que vos sos debilidad.

-Es un gordo simpático –acoté, porque es lo que pienso.

-Y un reverendo hijo de puta al que lo único que le importa es hacer buenos negocios.

-¿Te parece?, no se, quien sabe...-dije, y ambos hicimos silencios, distraído por el ruido de objeto que se acababa de caer-. Bueno, me voy, te dejo.

-Suerte –me deseo sinceramente Alcorta, como si estuviese despidiendo de mí por un largo tiempo, o incluso para siempre.

El domingo siguiente al entierro de mi abuela, logré embarcar a mi madre de regreso a su casa en Buenos Aires. Era la última invasora que quedaba y, cuando quedé sola, parada al borde de la plataforma de salida de los ómnibus, sacudiendo una mano que ya no saludaba a nadie, me sentí aliviada, feliz y gozosamente cansada, como al final de una caminata que llegó a parecernos interminable. En ese instante, parada inmóvil en medio de la terminal, con el viento agolpándose en mi cara con helada insistencia, sentí que un oscuro temor me recorría el cuerpo adoptando la forma de un escalofrío intenso. Fue palpar y a la vez rechazar un presentimiento sórdido, íntimo, paradójicamente melancólico. Además, recordé que en el departamento me esperaba mi abuelo y esa noche íbamos a pasarla juntos, solos por primera vez. 

 

Retornar a Página de Novelas