Caracas

Autor: Oliverio Coelho

                                     

     Tursi desvió la cabeza en cuanto sintió sus ojos reflexivos, algo ansiosos y sin temblor. Miró sus sandalias, sus pies alargados y morenos, y cuando alzó los ojos para tantear su cara, ella ya se había apartado y observaba uno de los tantos cuadros de la exposición. Tenía un perfil llamativo, hombros altos y relucientes, una espalda que se angostaba en curvas bien marcadas a la altura de la cintura. Pensó que esa piel morena tenía el tono exacto, un color carnoso y fiel que se emparentaba con las proyecciones exigentes de su deseo. Además la vestimenta ligera, un pantalón de lino y una musculosa, ponían en evidencia, según supo indagar con una discreción de la cual no estaba seguro, el atributo más revelador: ella no usaba ropa interior.

La mujer fue alejándose hacia otros cuadros y Tursi pensó que ella, sus hombros y su piel casi lujosa, sus ojos aliviantes, eran la excusa que necesitaba para creer en la búsqueda del amor, la búsqueda que durante tanto tiempo le había ofrecido una sensación incontrolable de indigencia y desesperación. Aún no se había alejado y podía abordarla; no había razones para aceptar la timidez que lo desahuciaba en cuanto pensaba en sí mismo, en su inclinación innata hacia padecimientos juveniles. En la mirada que ella le había dirigido estaba propuesto todo. Los grandes hombres, se dijo, son grandes porque no dudan ante nimiedades. Dio unos pasos hacia ella, simulando observar algunos cuadros, con la mano en el mentón ancho y flojo, como si evaluara las posibilidades de un cálculo. Se detuvo, sospechó que tal vez ella lo hubiera mirado alarmada por su cara: los ojos sofocados, esas facciones algo esquivas y arrebatas que había heredado de sus abuelos napolitanos. Raro y prometedor: nunca se había creído tan indigno de una mirada. Le sorprendió no haber advertido antes que una cámara fotográfica de tamaño considerable colgaba desde su cuello con una oportuna correa que recalcaba contra la musculosa la superficie hinchada de los pezones. La miró caminar de espaldas, despacio, dominante. Cerró los ojos y la imaginó en la misma situación, deslizándose desnuda, completa, mágica bajo sus ojos retractados de amante...

Ella ya no estaba en la sala. Tursi giró en torno a sí, solo con los cuadros que parecían multiplicar su desconcierto, su soledad descubierta: la premonición de una fuga. Se desprendió el impermeable, emparejó con un gesto de solitario el cuello de la camisa y repaso sin interés las abstracciones que tenía frente a sí. Meneó la cabeza sin poder recordar cómo había llegado al Museo Nacional de Bellas Artes. Había estado en un café cercano, arreglando un préstamo, luego había cruzado plaza Francia, lerdo, aturdido, observando entre la niebla brillante del verano las piernas de las señoritas que pasaban a su lado; había cruzado la avenida Libertador por una razón inexplicable, y con el aire parco y empañado que le daba el alcohol, había subido unos escalones hasta la puerta del museo. Lo que había ocurrido después pertenecía al presente.

La mujer volvió a pasar frente a él, está vez sin mirarlo, buscando la salida con un poco de urgencia. El hecho de que ella lo hubiera ignorado legitimó la necesidad de hablarle y, sobre todo, probarse que todavía tenía derecho a las mujeres a pesar de los años, el ultraje de las deudas y la temprana decadencia física. Fue tras ella, confundido por la posibilidad de perderla sin haberle echado un último vistazo. Un guardia le impidió pasar a otra sala alegando que ya estaban cerrando.

 - Estoy buscando a mi mujer.

 - Lo mejor es esperarla afuera – le aconsejó el guardia con una sonrisa conformista.

Tursi aprobó el consejo,  dio las gracias, como siempre, con tono indefenso, impersonal. Si aún no había salido, esto es, si no estaba perdida, la mejor alternativa era esperarla afuera, ver sus piernas desenvolverse en los escalones mientras el pelo desmechado iba borrando y recomponiendo sus facciones inhabitables. Poco después, cuando la luz había declinado y caía una llovizna de verano, la vio salir y desplegar un mapa. Entre ellos, unos turistas de caras escurridas y pálidas deliberaban en inglés preparando la retirada. También es turista, pensó Tursi desalentado, pero enseguida, cuando los otros se retiraron y ella notó su presencia y le dirigió una mirada desasida y calurosa que expresaba el mismo alivio y las mismas expectativas, él se reanimó:

- Veo que no sos de acá. Si puedo ayudarte, con gusto... – y apenas pronunció la última palabra lamentó haber comenzado su acercamiento de ese modo, ofreciendo un auxilio que cualquiera podía darle. Intentó sobreponerse, resurgir de las cenizas, respiró el aire paladeando el calor sucio del verano, percibió el principio forzado de la noche, los faros y el rumor de los autos rozando el asfalto mojado; se palpó la cara, supuso que hacía días no se afeitaba, y volvió a la acción -: Vení abajo del techo, nos estamos mojando.

Ella sonrió con una holgura casi compasiva. Retrocedió mordiéndose los labios y balanceando una y otra vez la mirada desde el mapa hacia la cara de Tursi. Esto va mal, pensó él tomándose las manos y apretándose los nudillos fuertes y venosos, este silencio, ella que ojea el mapa y después me mira divertida y no contesta pero obedece mis consejos.

-¿Caminamos? – preguntó ella plegando de repente el mapa que parecía haberle concedido algo, un placer efímero o el veneno impensado para el extrañamiento.

 - Por su puesto.

Avanzaron y él, como arrepentido, sopesó el volumen de su orgullo, el paso arrasador de los matrimonios fugaces, los divorcios descarnados y bochornosos, la placidez avara de habitar una soledad sin testigos, sin bordes, a los cuarenta años.

- Bajo los árboles no llueve. Vamos enfrente.

Cruzaron trotando, guiados por la maraña de luces que se pronunciaba rápida a lo lejos. Tursi, en tanto,  se avocaba a determinar el origen de su compañera –¿México, Colombia, España, Puerto Rico?- y con avidez miraba el movimiento de sus piernas, las rodillas a cada paso vencidas por un escrupuloso apuro. Pisaron el cordón y él dedujo que por la pronunciación empalagosa y ágil, debía ser caribeña.

Una vez amparados bajo un árbol, él la observó descaradamente. La penumbra dividida, el aire repartido en torno a ellos que no llegaba a tocarlos, volcaba en el sitio, en ese cilindro de sombra, de olores doblados, de ruidos breves e inclinados sobre las hojas, una intimidad apresurada, ilegible. La mujer tenía la boca tenue, entreabierta, la línea de dientes contenidos en una funda carnosa de brillo. Con agobio y una incomprensible sensación de remordimiento, Tursi pensó que estaba obligado a besarla, que la propuesta de esos labios era innegable y ambiciosa. Midió el peso de sus manos, la inclinación de su cuerpo para alcanzar primero el cuello, retroceder hacia los pómulos, la frente cargada de presentimientos, y luego colmar la quietud de la boca. Ella, como si hubiera escuchado sus pensamientos, sonrió despacio, pueril y cómplice. Tursi aflojó los pensamientos y miró desalentado hacia la avenida, las luces desteñidas contra el asfalto, el cielo devastado por la tormenta que en segundos, minutos, vendría a interponerse entre su boca y el cuello. Y como si todo eso, el paisaje esfumado, la noche iluminada, justificara la voluntad y la intención de un futuro inmediato, se inclinó hacia ella, casi agachándose, y alcanzó el cuello, quizás asombrado de que fuera de hueso y carne y contuviera la tibieza de todas las mujeres. Siguió hasta el filo de los labios. La besó poniendo un cuidado absurdo en cada roce. Ella le había cedido los labios como se cede una mano, y con una tendenciosa dejadez se había mantenido ilesa, sin deseo. Tursi se retrajo, persuadido de que todo había sido un equívoco y lo más viable era despedirse o disculparse.

- No, está bien – dijo ella ladeando un poco la cabeza hasta rozar el hombro de él.

La observó desconcertado. Ahora ella tenía la cara vuelta hacia el piso, la mirada fija en el pie que alisaba la tierra con un movimiento regular. Él se acercó otra vez y le apoyó una mano en la nuca. De pronto lo invadió la imagen de sí mismo, profanándola con caricias todavía increadas, y se detuvo sin retirar la mano. Hallaba un encanto noble en mantenerla sobre la nuca, posponiendo un acto que ella tal vez anhelara porque debía estar resarciéndose con toda la necesidad inservible, con todo el impulso satírico que había en un hombre solo.

- Desde que lo vi supe que era un hombre encantador.

Tursi se mantuvo en silencio, ajeno, el cuerpo contraído en la ropa vieja que flameaba en los días de viento. Se sentía fuera de la escena, descolocado, una bestia capaz de romper con un movimiento una cristalería entera. ¿Qué decir? ¿Cómo no contradecirla si cuando hablara con soltura mencionaría sus penas ? Tarde o temprano no podría evitar hablar de sí mismo, promover compasión. Había perdido o sustituido involuntariamente el poder de la seducción. Preferible el silencio tímido e imprevisto que los había acercado. Recién entonces notó en su cuello el peso de una cicatriz diagonal que se esfumaba hacia el mentón. Es una viajera, no una turista, pensó. Encima de la bruma, cruzando los gajos movedizos del cielo, irrumpieron unos relámpagos. Los dos miraron con interés:

- Parecen ramas iluminadas – dijo él. 

- ¿Ramas? No, cuerdas, cuerdas de un barco.

- Por su puesto – concedió él, sonriendo distraído:- Hay que creer en lo que ve una viajera, uno está tan encerrado en la ciudad que pierde las sensaciones. 

     -  Oh, no, no, yo no soy ninguna viajera – corrigió, un poco ofendida por la humildad impostada de él-. Palabra que es la primera vez que salgo de Caracas.

     Caracas, pensó él, una razón más para creer en la necesidad de este diálogo.

     - Vamos, antes de que la tormenta empiece de veras – propuso ella, y sin esperar respuesta se puso de pie y guardó la cámara en una cartera de charol que llevaba abollada bajo el brazo.

Tursi superó la indecisión, fue tras ella, y apeló al hecho de que fuera extranjera y hasta el momento mostrara una ingenuidad provocativa, para creerse menos expuesto, menos vinculado al destino del Tursi que ignoraba por qué había entrado al museo. Transitaron las calles en silencio, ella hacía a veces observaciones que él aprobaba mecánicamente, con un cansancio piadoso que provenía, no de escuchar, sino de buscar y no encontrar respuestas.

- Sabe, en cuanto vi su cara recordé a Al Pacino en sus mejores épocas. El padrino, por ejemplo... ¿La vio?

Tursi no supo si debía sentirse halagado u ofendido, pues la frase podía ser la evidencia del sarcasmo que había motivado todas las escenas desde el principio, o bien la observación mimosa de una colegiala. Finalmente, con un tono seco, agradeció el cumplido. Ella, celebrando su seriedad, lo reanimó:

- No ponga esa cara de abuelo, no quise ofenderlo. ¡Cuántos quisieran que una mujer les diga semejante cosa! Ahora vamos, diga su nombre.

Tursi pensó que el asunto se estaba transformando en un juego inofensivo y estimó que ella debía tener veinticinco años a pesar del ceño extenuado y las ojeras claras, chatas, como trazadas con cera, reflotando sus ojos verde ambarino.

-   Tursi, prefiero que me llamen por el apellido. Doctor Tursi y basta – y al pronunciar el vocablo doctor, fantástico, excesivo y protector, recuperó un poco de ese orgullo aplazado por demasiadas perdidas.

-  No me gusta nombrar a las personas por su apellido... Es... es... cómo explicarle... peligroso... inseguro... alguien como usted merece ser llamado por su nombre.

A Tursi la consigna le sonó a anunció puclicitario; disgustado decidió inventarse un nombre: Ramón, Ricardo, Epifanio, Dardo, Marcelo... Marcelo podía sonar bien: Doctor Marcelo Tursi. No, mejor un nombre que sentenciara juventud, contenida arrogancia, la invención de un fututo correcto: Martín... Sí, Martín Tursi sonaba a mártir relegado de la patria, a nombre de calle abandonada cerca del puerto de la Boca.

- Martín. ¿Te gusta?

- Desde luego... Todos los nombres masculinos me gustan. Por eso le pregunté el suyo. 

Tuvo la impresión de que sus tentativas, el beso, la caricia detrás de la nuca, la creación de un nombre, estaban destinadas al fracaso, al ridículo incontenible que esa mujer, a quien prefería llamar Caracas, promovía de un modo abusivo cada vez que se refería a él o bien comparándolo con Al Pacino o bien rebajándolo al resto de los hombres.

- Este es mi hotel – dijo ella, deteniéndose en la puerta, cruzando los brazos humedecidos y frotando las palmas contra las muñecas flacas, como desprendidas.

A esa altura Tursi no sabía dónde estaba, qué rumbo había tomado guiado por ella quizás premeditadamente. Cualquier hombre astuto, se dijo y enseguida se incluyó en el género, sabe que acá hay gato encerrado. Ella cruzó el umbral y lo llamó.

- Venga, sígame, no va a decir que hizo todo este camino y no me va a acompañar unos minutos.

     Tursi admitió que el juicio era razonable: estaba obligado a subir por un deber que no sabía si aludía a su martirizada virilidad o a su pospuesta paternidad. El hotel era gris, de corredores deslucidos, paredes enchapadas en madera mal barnizada, techos descascarados con arañas tuertas, alfombras enrolladas junto al borde polvoriento de los zócalos. Subieron por un ascensor quejoso y espejado, sin decir palabra, él observando de soslayo cómo Caracas parecía acomodar con los ojos algunos rasgos en su cara.

-  Es por aquí  - dijo ella, otra vez risueña y arbitraria, mientras salían a un corredor frío, de paredes ocres y empapeladas.

Tursi respiró hondo, avanzó con la mirada apoyada en el suelo, y sospechó que el derroche de simpatía era más una virtud venial que una cualidad personal. Una vez adentro, le alivió descubrir que era el cuarto monótono de una pasajera y no el de una puta sofisticada. Caracas le señaló la cama y él se desplomó ahí, sin acostarse, y preguntó dónde estaban, cuánto habían caminado.

- Once – contestó ella, cadenciosa, imitándolo-. Cerca de la estación... Caminamos veinte cuadras derecho por una avenida... Pueyrredón.

     Tursi asintió, pero el cansancio, ahora que sabía cuánto habían caminado, en vez de ceder se había agravado, las facciones le parecían derramadas, los brazos sueltos, impropios, arrancados por su propio peso, las piernas vergonzosas y densas echadas como un enorme gato al pie de la cama.

- Dejame descansar un poco... Disculpá... Todo el día caminando – y miró en torno a sí, y no vio más que una cómoda, una puerta y una ventana con cortinas sucias y descorridas que mostraba, contra la luz de la calle, los filamentos oblicuos de la lluvia.

 

Despertó en la misma cama, en una posición compleja, lastimado por una luz. Despegó los párpados e intentó tapar con una mano las muecas desproporcionadas del despertar. Enfrente vio a Caracas apuntándolo con algo que al principio creyó un arma. Un reflector colocado a un lado, según le explicó ella, daba matices y sombras a su cara. Tursi se incorporó y fue hacia el baño sin comprender qué había ocurrido mientras dormía. Se enjuagó y se vio la cara achatada, de muecas compactas y facciones de enano, repetida en un espejo rancio. Caracas se apoyó en el marco de la puerta y lo observó con ternura:

-  Estas siestas son las más difíciles – y otra vez la sonrisa servil le invadió el rostro-. No se preocupe, el espejo funciona mal.

Me detesta, todavía me trata de usted, pensó Tursi mientras se secaba la cara con una toalla mojada. Pero en cuánto salió del baño recibió sucesivas señales de que entre ellos no mediaba el desprecio, sino un cariño algo maníaco que no podía precisar. Sentado en la cama con la cabeza ardiente, sintió las manos de ella aflojadas sobre su nuca, luego el cuerpo encendido pegado al suyo y las piernas que caían bordeando su cintura. Sin cambiar de posición, sin poder observarla, escuchó cómo ella, voz calma y manos cada vez ambiciosas que ya lo abrazaban, le confesaba que fotografiaba rostros de hombres durmiendo.

-  Debo tener la colección más completa de la tierra. ¿Quién se va a dedicar a coleccionar caras de durmientes? Todo tipo de hombres; viejos, feos, borrachos, adolescentes. Y la mayoría no fueron amantes.

- No necesita decirlo.

- ¿Qué cosa?

- Lo de los amantes –precisó un poco desilusionado, no sabía si de escucharla hablar, o por haber sido incluido ya en el conjunto de los que no fueron amantes..

La risita de ella esta vez le rozó la oreja y a él le pareció, a diferencia de antes, una risa pecaminosa, lastimada, sin juventud, sin recuerdos.

- Usted es tan bondadoso... – y la voz, ahora melosa, se fundió a la risa deformándola-: Además me gusta tanto cuando se fastidia –y apretándose contra su espalda apoyó la cabeza sobre uno de sus hombros.

 Tursi se mantuvo inmóvil, paladeando la caricia de esa boca insustituible. De pronto no pudo o no supo soportar más y quiso darse vuelta, actuar, ocupar el hueco que crecía en esa mujer.

- No, por favor - exclamó ella con un espanto persuasivo-. Quédese quieto. No le pido más nada.

Obedeció a medias. Se removió ansioso en su lugar, intentando obtener una parte de su cuerpo, cualquiera, para ocuparla con una caricia. Evitó, en cambio, volverse, y se fue entregando a la rara y abarcadora pasión que creaba entre ellos un vínculo servil. En cierto momento, después de un rato en la misma posición, sentado al borde de la cama como un penado, sintiendo aquel cuerpo chorreado contra su espalda, contra sus hombros y su nuca,  le resultó insano ese placer invisible, viciado de gemidos, que inflamaba su sexo con un dolor intolerable. Intentó volverse y ella reaccionó:

- No, por favor, quieto... Qué le cuesta...

- No puedo, no puedo soportarlo, dejame...

E intempestivamente se liberó de sus manos, se precipitó sobre ella con agitación de moribundo para desasir la ropa de su cuerpo. Le quitó la musculosa y los senos pequeños y recalcados vibraron en la penumbra, y cuando él buscó con la boca los pezones, ella de un salto se incorporó al costado de la cama, retrocedió con una sonrisa espaciada por los suspiros, y se lamentó contorsionando el cuello:

-  No, eso no Martín, no podemos... Es suficiente.

Cruzó los brazos, como para subrayar la negación, y enseguida los dejó caer a los costados y se sentó en la cama, la desnudez tensa de la espalda entre las láminas lustrosas de pelo negro. En cuanto sintió las manos de Tursi repasando otra vez sus hombros de un modo alevoso, soltó un gemido de agobio y meneó la cabeza. Él se retrajo con un desconcierto que alcanzaba la preocupación, y apreció la belleza inmerecida de ese cuerpo. Entonces comprendió. Moviendo los ojos ahogados buscó una respuesta a su presencia, a su deseo, allí, en el cuarto manchado de oscuridad y susurros.

Se tendió en la cama con el consentimiento de Caracas, que en escorzo le dirigía una mirada audaz, consoladora, y casi sin moverse, meneando las caderas, se desprendía el pantalón, lo deslizaba con fingido pudor, retiraba los pies menudos, los oprimía con las manos ablandándolos y completaba la desnudez acuclillándose en la cama, el borrón de vello renegrido sobresaliendo entre las piernas brillantes.

-  ¿Por qué? Por favor, carajo, ¿por qué me hacés esto?

Meticulosa, como si se consagrara a un enfermo postrado, le levantó los brazos flojos y pálidos, le desprendió la camisa y desvistió su torso, los hombros adelantados, el vientre parcelado por franjas sonrosadas de gordura. Tursi, paralizado por el contacto, ojos cerrados y respiración de animal acechado, sintió un dedo que repasaba la abolladura del ombligo.

- ¿Por qué? No me importa lo que hagas después, decime por qué, nada más. 

     Caracas lo instó al silencio apoyándole un dedo sobre los labios. Tursi la sintió más cercana, implacable, percibió su piel tibia y contra el hombro sus pezones como ganchos; entonces un nudo de desesperación, sangre agolpada, la conciencia de una impotencia involuntaria, remataron la angustia, el gemido derrotado que emitió e hizo retroceder a Caracas.

-  Duérmase tranquilo...

Con una obediencia irreflexiva, Tursi apretó los ojos, soportó en los párpados una película ondulante de colores, sintió el calor necio de Caracas, su desnudez impecable y asfixiante, aunque enseguida dudó de su proximidad, de su espesor ya inalcanzable, y supuso que el contacto se daba entre las partes anestesiadas de su propio cuerpo o era una mera eventualidad de pensamientos inconexos, segregados por el sueño.

 

Durante la noche sintió contra la cara estallidos, colores pronunciados que se derramaban en mallas fosforescentes y dejaban una repentina oscuridad. No supo si aquellos planos relumbrantes fueron parte de los sueños o parte de algo que ocurría a su alrededor. Soñó, sin embargo, con Caracas. Estaban en el mismo cuarto, la misma luz granulada, el anochecer que iba asentándose. Él, escondido en un cubo sin luz, espiaba a través de un orificio amplio. Ella sudaba, desnuda, torciendo la boca desalineada por los vicios y la saña, y lo insultaba. Luego iba despedazando el cuarto con la intensidad de los gritos, hasta que se hacía silencio y sólo se escuchaba una respiración sonando como un tambor en el cubículo. Él retrocedía a medida que ella avanzaba con ojos vengativos. Las puertas se abrían y Tursi se veía en el interior de un ropero, tiritando contra una esquina, diminuto y arrodillado. Ella lo atraía hacia sí, lo sostenía boca abajo por los tobillos, lo acariciaba como a una presa; luego, con una azarosa ternura, iba arrancando sus miembros de muñeco, uno por uno. En el suelo quedaban, sin orden, pétalos desteñidos que una brisa perezosa iba removiendo.

 

Despertó desnudo, unido a una sensación de abandono, ebriedad, borrada placidez. La luz diurna, manchada por restos de la tormenta,  agregaba a su aturdimiento una sensación indefinida de estafa. Se incorporó y miró la habitación solitaria, los intervalos tiesos de sombra que parecían vestigios de Caracas. Mientras se vestía sintió el peso humillante de su virilidad. El aire mantenía impresiones prensadas por el encierro: el perfume viciado de un cuerpo inmaduro, el gusto repulsivo en la boca insolada por la sed. No había rastros de Caracas. Ni ropa, ni una valija, ni el reflector. Sólo ese olor erróneo, a virginidad conquistada, a pesadilla calma, que tal vez hubiera entrado con la mañana. No quiso pasar al baño, cualquier necesidad podía posponerse ante la urgencia de abandonar el cuarto que había agrandado la confusión de ser Tursi.

Bajó y en la recepción del hotel un hombre encorvado y de expresión mutilada lo llamó por su nombre. Tursi dudó. Supuso que ya no podía ignorar el llamado porque se había detenido y en ese lapso había pensado, había mostrado que pensaba y sabía el por qué del llamado: Caracas no debía haber pagado la cuenta, una cuenta que podía abarcar toda su estadía en la ciudad. Bajo la certidumbre mezquina de no tener dinero y no estar registrado en el hotel, avanzó hacia la recepción dispuesto a no pagar. El hombre se agachó y entreabriendo la boca diminuta, endurecida en un gesto agraviante de asombro, le extendió un sobre.

-  Para el señor Tursi.

Al escuchar su apellido pronunciado con tanta elocuencia por una boca esclava de un gesto, le arrancó el sobre de las manos, atravesó el hall tropezando con jirones desprendidos de alfombra y con visitantes de aspecto clandestino. Enfrentó la humedad caliente de Buenos Aires, el asfalto parpadeante, los edificios etéreos que rodeaban la estación de Once. Avanzó. Empujó su soledad desmantelada atropellando cuerpos de una pesadez artificial. En una esquina se detuvo y tanteando con los ojos el sol desmenuzado y gris, vació el sobre en un cesto de basura. Unas fotos flotaron en el aire relleno y quedaron apoyadas en el agua del cordón. Tursi ya se había perdido en la muchedumbre, bajo la luz servida del mediodía.       

 

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