A Willy, por su amistad y por 

                                                                los favores prestados

EL CARICATURISTA

Autor: Santiago Mármol

Mientras vagaba semiperdido por las hermosas calles de París, dejándome sorprender por la belleza arquitectónica que se esconde detrás de cada esquina, se me ocurrió que sería muy oportuno aprovechar ese aire de inspiración melancólica que se siente por casi toda la ciudad y que sirvió, entre otros, a Cortázar, a escribir cuentos que tantas alegrías me dieron. Fue entonces cuando decidí meterme en el cuerpo y la piel de Julio y me dejé llevar por donde sus pies quisieran para ver lo que sus ojos veían. No recuerdo exactamente cómo, pero presiento que esa especie de movimiento sonámbulo que me guiaba, fue lo que me llevó sin conocer el camino, hasta el barrio de Montmartre.

Superado  el terrible martirio del ascenso por escaleras hasta la basílica del Sacre Cœur, prendí un cigarrillo y me quede contemplando la fascinante  vista que desde allí se aprecia. París se presenta amigable e imponente, con Notre Dame recostado sobre el río, con la avenida Champs Elysees uniendo el museo del Louvre y el arco del triunfo, con el mágico sena atravesado por decenas de espectaculares puentes, y con la torre de Eiffel que desde su estructura metálica vigila y protege a la ciudad, dejándose hacer cosquillas por los miles de turistas que le recorren el cuerpo obnubilados de tanta belleza.

Una vez que recuperé el aliento, el azúcar de mi cuerpo clamaba a gritos un resarcimiento por el esfuerzo anteriormente realizado. Por suerte, los vendedores de crepes se esparcen por toda la metrópolis, embriagándonos con los dulces aromas de su cocina, y regocijando nuestros estómagos con innumerables delicias.

Una ola humana me tomó afectuosamente de ambos brazos y tirando de ellos me condujo hasta la plaza du tertre donde los pintores dejan de ser bohemios artistas de sueños, para convertirse en simpáticos comerciantes que por unos cuantos francos ponen a disposición del adinerado cliente, un  típico paisaje, un retrato o una divertida caricatura.

Conseguí librarme de ese enjambre de personas que me arrastraba entre flashes y risas, y me senté en un banco increíblemente vacío, bajo la protección de un noble árbol. A mi lado, centenares de hormigas se dedicaban a la carga y almacenamiento de kilos de migas de pan y galletitas que los ocasionales visitantes iban dejando esparcidas por todo el lugar. Inmediatamente relacioné el movimiento de los pequeños insectos con el que los hombres y mujeres realizaban a mí alrededor. Me dio mucho placer entonces, recordar un cuento que escribió mi hermano sobre los hombres-hormigas.

Mientras rememoraba dicha narración, me percaté que uno de los caricaturistas se dirigía, desde la otra punta de la plaza, hacia donde yo me encontraba. Supuse que vendría a sentarse para descansar de tantas horas de permanecer de pie, pero al distinguir entre sus cosas, un banquito que parecía bastante cómodo, me di cuenta que sus intenciones eran otras y que seguro me abordaría con una sonrisa para convencerme de posar para él. El pánico se apoderó de mí. Si no me ponía firme, me vería obligado a comprarle mi caricatura y verme, por el resto de mi vida, como un ser de escasos pelos, enormes orejas y grotesca nariz.

La distancia que nos separaba se achicaba vertiginosamente, por lo que debí dejar de lado rápidamente los pensamientos que hasta ese momento tenía en mi cabeza, para ponerme a tramar mi estrategia defensiva contra el eminente ataque del artista.

Las posibilidades eran muchas, sólo necesitaba deliberar cual era la mejor de todas.

Lo primero que atiné a hacer fue pararme e irme de la plaza. Esta idea fue rechazada inmediatamente. No había sido fácil encontrar ese banco vacío, por lo que representaba una posición de privilegio que no estaba dispuesto a ceder.

Enseguida busqué amparo en la mentira. Podría aludir una falsa carencia de efectivo por el uso exclusivo de mi tarjeta de crédito. Pero esta solución tampoco me complacía debido a la abundancia de cajeros automáticos que existen en esa zona.

Una tercera opción consistía en hacerme el desentendido con la excusa de no comprender el idioma. Evidentemente, ésta fue la peor de todas puesto que hasta un idiota entiende cuando un señor, rodeado de caricaturas, con un lápiz en una mano y un papel en la otra, nos dice monsieur, une caricature pour 100 francos.

Cuando los metros que nos separaban no superaban un puñado, opté por enfrentarlo con la verdad. Pondría el más amargo de mis gestos y con sarcasmo le diría que conocía perfectamente los defectos de mi rostro y que no me hacía la menor gracia que un extraño lucrara con ellos.

Tamaña fue mi sorpresa cuando se detuvo a sólo dos pasos frente a mí y luego de observarme un instante me señalo con su dedo índice y me dijo: -¡¡¡¡barba de diablo!!!!

Me relajé y le regalé una sonrisa. Al final, resultaba que sólo se trataba de un loco y decidí seguirle el juego.

      -   Barba de oveja- le dije en mi pésimo francés, haciendo alusión a su inmensa barba blanca.

También él me sonrió y se sentó a mi lado. Tomó mi mano izquierda con las suyas y me susurró.

      -   Sí, soy yo, lo estaba esperando.

      -   ¿Perdón, usted me conoce?

      -   No, pero me avisaron que vendría.

      -  ¿Quién le avisó?- le pregunté mientras me soltaba con la excusa de encender un cigarrillo rubio.

Se dio media vuelta y me señaló un afiche donde un gato negro y delgado, de grandes ojos amarillos, anunciaba “le tournée du le chat noir”.

No pude evitar soltar una carcajada por lo absurdo de su respuesta, pero enseguida me disculpé pues no era mi intención ofender a quién cada vez me parecía más simpático.

      -   Regáleme un cigarrillo- me inquirió entonces y luego de darle la pitada mas larga que vi en mi vida, me miró y me dijo- usted viene de América y lo que más anhela es encontrar una buena historia para narrarla en forma de cuento.

Tuve un momento de terrible confusión. Por un lado tenía claro que la persona que ahora me acompañaba estaba desequilibrada, ya que cualquiera que asegure que un pedazo de papel pintado le dice cosas, o es un demente o esta jugando una mala broma. En este caso, el tono con que me hablaba mi interlocutor me hizo descartar la segunda hipótesis.

Por otro lado, la firmeza y convicción con que me dijo mi procedencia y el porqué de mi presencia en esa plaza, me hacía dudar del estado de su locura. Como podía saber esas cosas de mí si nunca antes nos habíamos visto. Si bien es cierto que podía adivinar que yo era extranjero, puesto que en Montmartre el noventa por ciento de los caminantes son turistas, las posibilidades que acertara también el motivo exacto que me había llevado hasta ese lugar, eran remotas.

Su inmutable presencia, su insoportable silencio y su mirada de desdén no hacían otra cosa más que acentuar mi confusión e incomodarme. El cuerpo me comenzó a picar como si todas las hormigas se me hubiesen subido sin que me diera cuenta y ahora se dedicasen a recorrerme e inspeccionarme, a hurgar por los recovecos de mi anatomía.

Necesitaba tranquilizarme y para ello era fundamental que prescindiera de la compañía de tan increíble personaje. Le sugerí entonces, seguir la charla por la noche en un bar. De esta manera, el no perdería clientes y yo tendría tiempo para pensar claramente y disfrutar del lugar. Quedamos en encontrarnos a las once  en el bar “Que pasa” sobre la rue de Lappe, muy cerca de La Bastilla. Me dio las indicaciones pertinentes para que pudiera llegar con el metro sin problemas y nos despedimos.

Mientras se marchaba, la calma empezó a regresar y mis ideas se fueron haciendo más claras, pero todavía no podía dilucidar si lo sucedido esa tarde era realidad, o había sido todo un gran divague ocasionado por mi imperiosa ansiedad de escribir un cuento en Paris.

Lo miraba caminar arrastrando los pies, con sus zapatos horrendamente marrones y sin medias, como si no sintiese la inclemencia del invierno; con un jeen celeste súper gastado y con una camiseta blanca con la desorbitada cara de Dalí que, en este caso, era doblemente espectacular, puesto que la enorme barriga hacía parecer que la prenda de vestir estaba como soldada a él.

La imagen final que se veía, era de un Dalí de grandes cachetes pidiendo con su gesto que alguien lo liberara de esa espantosa remera-prisión que lo tenía atrapado y que lo paseaba entre los pintores de la plaza, para que sufriera observando los tristes cuadros que allí se comercializaban en nombre del arte.

Terminaba la descripción del caricaturista, una pequeña nariz en forma de bolita, enrojecida por el frío; dos ojos diminutos escondidos detrás de las gafas; la mencionada e inmensa barba blanca y un colorido gorro de lana que le tapaba hasta las orejas.

Cuanto más tiempo pasaba observándolo, más seguro estaba que se trataba de un chiflado, y que si yo insistía con ello y acudía a la reunión que habíamos acordado, era porque estaba tan piantado como él.

Decidí abandonar la plaza y dedicarme a caminar sin rumbo para que las ideas fluyeran en mi cerebro sin ninguna distracción.

                                                                ***

 Vagué en el atardecer parisino y la noche me encontró en el barrio latino. Gran noche de jazz se anunciaba en una casona acondicionada para tales menesteres. Entré (la excusa perfecta) Me senté. Bebí, pero a pesar de que la orquesta no cesaba de tocar, no oí absolutamente nada. Las mejillas de los trompetistas se inflaban hasta casi reventar pero ningún sonido  llegaba a mis oídos. El baterista flotaba entre nubes de sudor y luces, pero pese a sus esfuerzos por acariciar los platillos y tambores, yo no alcancé a distinguir ni siquiera una nota musical. Me concentré en el hombre del contrabajo que rozaba el instrumento con sus dedos como si estuviera mimando a una gato o acariciando a una mujer, pero también fue en vano. La música parecía no querer abarcarme, se esparcía  por la inmensidad del salón contagiando su ritmo a todos los oyentes menos a mí, que me esquivaba, me pasaba de lejos, me abandonaba en mi silencio y en mis ideas, me obligaba a pensar (no sé porque) en el caricaturista. Me fui.

Cené sumergido profundamente en mis pensamientos y tal es así, que no recuerdo ni donde comí, ni que me sirvieron, ni como llegué a esa fonda y mucho menos recuerdo como al doblar en una esquina me topé con el bar “Que pasa”. Le eché la culpa a Julio otra vez y hasta creo que se ganó algunos insultos, pero bajo las circunstancias no me quedaba mas remedio que entrar y terminar la noche en esa especie de antro para latinos, donde se habla mas español que francés y donde la fría mirada del Che Guevara vigila sin descanso los movimientos de todos los clientes, prácticamente desde todas las paredes y todos los ángulos.

Miré la hora y eran las 12:50, casi dos horas tarde. Me alegró mi irresponsabilidad y mi falta de palabra ya que supuse que con semejante demora mi cita se abría cansado y, aburrido, se abría marchado a su casa a dormir o a otro bar. Me acodé en la barra y pedí una cerveza helada. Manu Chao cantaba sobre la clandestinidad de los sudamericanos y una espesa y áspera maza de humo danzaba por el bar, se pegaba a las paredes, al techo, a las copas, a la seria mirada del Che.

Bebí la cerveza de un sorbo y le grité al barman que me trajera otra.

      -   ¡¡Que sean dos!! Dijo una voz fuerte y seca pegada a mi oído derecho.

                                                                      ***

 Sin darme oportunidad de nada, mi dibujante amigo me arrastró hasta una mesa y profundamente emocionado empezó a narrar su primera historia, la de Ñancul Iñiguez.

      -   Ñancul, un ñapango ñengo y ñato, que por engaño se había agenciado un viñedo muy bueno y que fabricaba un coñac casero y añejo digno de probar. Un mañoso. Vivía con su cuñado, Iñaqui, un poco ñoño pero con mucho ñeque, de esos que no le tienen ñañaras ni a una ñacaniná.

La cuestion es que el último año, en el otoño, Ñancul quiso cumplir un sueño y puso una fonda con vivero y zoológico incluido. ¿Eso le parece extraño? A leña cocinaba ñachi de ñames, ñoquis, buñuelos y ñuto de ñandú (al que no anduviera mal de la ñacara, claro) Entre las plantas, se podían ver el  ñandubay, el ñipe (para teñir), la ñocha y ni hablar de los aromas del ñire, del ñapindá y del ñorbo. Con algunos  caños sostenidos con cuñas y atados con cañamo, había armado las jaulas de una ñacunda, un ñacurutú, un ñanco  y de otras aves más. Además, con ñanduti y ñapo había fabricado unas jaulas para las arañas. Las aves, explicó, las capturaba con señuelos porque se lanzaban con mucha saña. Imagínese que negocio, montones de señores con sus niños y niñas de clientes.

      -   ¿Pero y que tiene de extraño esta historia?-le pregunté conmocionado por lo absurdo de la historia y lo confuso de mi situación en ese bar.

      -   La forma en que murió Ñancul- me respondió.

      -   ¿Cómo murió?

      -   Borracho se ahogo en la boñiga del ñu.

      -   Coño.

La historia no estaba mal, pero distaba de ser lo que yo andaba buscando. El recurso de armar frases con palabras que contuvieran la Ñ no me desagradaba del todo, pero en un breve repaso mental observé que no existía en la agraciada lengua castellana gran cantidad de palabras que tuvieran esa letra en alguna de sus sílabas, y además, armar un relato coherente partiendo con la base de utilizar el máximo de palabras posibles que contuvieran la Ñ, supuse exigía mucho trabajo y la utilización de una enciclopedia para la búsqueda de nuevas palabras.  Descarté, entonces, la posibilidad de escribir un cuento con esas características, pero para no herir a mi increíble acompañante, lo convidé a otra cerveza y le hice la solemne promesa de incluir a Ñancul  en alguno de mis relatos.

La segunda historia que me narró era la de Walter Arudjián, un armenio que había arribado a París en los años setenta y que por culpa de un desengaño amoroso había perdido por completo la razón. Ni bien llegado a Francia, se había enamorado perdidamente de Angelito (como le gustaba decirle), la abogada que le tramitaba los papeles legales de su residencia. Pero mientras Walter se desvivía por complacer a su enamorada, la ingrata lo adornaba con suculentos cuernos con un futbolista turco de dudosa reputación. Un paparazi había hecho pública la relación del deportista con la letrada y Walter había entrado en la mas profunda de las tinieblas. La depresión lo consumía a pasos agigantados y prácticamente en una semana había perdido la razón para entrar en un estado de locura horrible de recordar. Tan pisoteado se había sentido que una mañana se levantó pensando que era trapo de limpieza. Ahí comenzó lo peor. Para ganarse algunas monedas buscó trabajo limpiando los vidrios de los automóviles que se detenían en los semáforos. Cuando la luz roja detenía la marcha de los vehículos, el pobre Walter se rociaba con detergente y, luego de empaparse en agua, se arrojaba contra el parabrisa del auto y se refregaba sobre él sonriendo al incrédulo conductor. Velando por su salud, sus amigos lo tuvieron que encerrar en una clínica psiquiátrica, pero al segundo mes consiguió escaparse escondido en una bolsa de trapos sucios que cada semana enviaban a una lavandería.

      -   Nunca mas se supo de él.- sentenció mi cómico relator.

No sé si fue la cerveza o que, pero tras escuchar su segundo relato empecé a tomar mas en serio la conversación y todo lo ocurrido en ese extraño día.

-          Está muy bien-le dije- pero se han escrito tantos cuentos en torno a los grandes      temas… Es decir, la mayoría de los cuentos y canciones escritas giran en torno a temas como la muerte, la locura, el amor. Este relato en particular, toca dos de los tres temas centrales, primero el amor y después la locura.

      -   Mi querido amigo,-me dijo dejando su jarra de cerveza y poniendo su regordeta mano     sobre mi hombro-La clave no está en inventar una historia, de hecho, historias hay    muchísimas. Lo importante, lo que hace a un cuento bueno o malo, es la mano del autor, es el modo en que el autor ve las cosas y como las refleja en el papel. La historia en si no tiene porque ser espectacular, basta con narrar un acontecimiento trivial pero captando de ello lo esencial, de esa manera, el cuento pasa a ser significativo. Por mas que la historia a narrar sea increíble, si el autor es malo ese cuento nunca traspasará la frontera de lo meramente anecdótico.

      -  Todo eso es absolutamente cierto, pero no es suficiente. No basta con captar lo esencial. Un buen cuento necesita también un buen final, un final fuerte-platee entonces.

      -   A eso iba también, el final es imprescindible, tiene que ser consecuencia de todo lo anterior y a veces más. Es por eso que tantos cuentos, incluso los que le conté, terminan con una muerte. Porque la muerte es lo único definitivo. 

La noche continuó con más relatos insólitos, historias de vampiros, misterios policiales, anécdotas vividas por uno y por otro y, por supuesto, más cerveza.  Casi antes de que amanezca, nos echaron del bar junto con los demás borrachos con los que habíamos formado una especie de coro, y una vez en la calle me despedí de él haciéndole saber mi intención de pasar esa misma tarde por la plaza du tertre y continuar la charla.   

      -   Bueno-me respondió, pero enseguida lo vi dudar un instante y agregó, mientras se daba media vuelta y comenzaba su marcha- pero no sé, hay que buscar un final para su cuento.

Yo también me di media vuelta y me fui, contento por la alegre noche vivida e inocentemente ajeno a las palabras de su despedida.

                                                            ***

 Dormí como duerme todo borracho después de una larga e intensa sesión alcohólica, y al despertar intenté escribir los borradores de algunas de las alocadas historias que todavía podía recordar de la noche anterior. Un terrible dolor me taladraba las sienes y  me hacía sentir como si algo en mi cabeza se moviera hacia donde comienza la nariz, justo en medio de los dos ojos, rugiendo, perforando huesos y músculos, castigando mis terminaciones nerviosas, punzando mi cerebro. Me tome dos aspirinas y volví a jurar, como tantas otras veces, que esa sería la última borrachera. Me dormí.

Soñé entonces, o recordé, en realidad no importa, paso por paso el día anterior y quedé fascinado con esa serie de imágenes que para cualquiera parecerían una muestra de arte moderno, pero que para mi no era mas que una especie de recopilación de lo realmente esencial de una novela que duró solo un día, vivida en carne propia. La plaza, los pintores, las hormigas, él, el gato negro, el barrio latino, el jazz, yo, él ocupando mis pensamientos, la noche, el bar y las cervezas, el “che”, él de nuevo, los borrachos, las palabras de su despedida.

Luchando con la resaca y con fuego dentro de mi vientre, me encaminé hacia Montmartre con la esperanza de que la borrachera de mi amigo no le impidiera hoy acudir a la plaza du tertre. Cuando llegué, lo busqué en el mismo lugar que lo había visto el día anterior, pero otro pintor ocupaba ese sitio. Resignado, estaba por marcharme cuando se me ocurrió la idea de preguntar por él. Me acerqué a un grupo de dibujantes que charlaban en torno a un banco y, disculpándome, pregunté si conocían su paradero o si me había dejado algún mensaje. El silencio reinó por unos segundos y todas las atónitas miradas se fijaron en mí, nadie atinó a decir nada. Solo uno miró a todos sus compañeros y luego de un instante rompió ese horrible silencio dirigiéndose a mí.

-¿Cuál es su nombre, caballero?

Se lo dije y otra vez los dibujantes cambiaron miradas.

-    Sí, sabemos donde está y sí, dejó algo para usted- me dijo el único que me hablaba a  la  vez que me entregaba un dibujo enrollado.

Desplegué el papel y me encontré con una enorme caricatura donde estaba el autor sentado, acariciando  a un gato negro y flaco que dormitaba encima de él, y al lado, en el mismo sillón, estaba yo con una antigua máquina de escribir sobre mis rodillas. El dibujo era extraordinario. Tan extraordinario que no presté atención a la firma del autor ni a la fecha en que había realizado el dibujo, exactamente dos semanas atrás.

      -    ¿Y dónde está él ahora?- volví a preguntar ganándome otra vez todas las miradas.

-   En el cementerio. Falleció el mismo día que hizo su dibujo. Muy extraño, como si supiera que ese día iba a morir. Mencionó que en poco tiempo usted arribaría y me encargó que le entregara ese dibujo y esta carta.

Tomé el sobre y me marché completamente estupefacto. Me sentía un idiota que no podía atar cabos sueltos.  Algo estaba fuera de lugar y yo no me daba cuenta.

Una vez en mi habitación, rompí el sobre y leí

La historia ya está, solo falta narrarla. Yo le doy el final. Como le dije antes, el final es fundamental, consecuencia del nudo del cuento y a veces más. La muerte es un buen final porque es definitiva, aunque no tanto.

Entonces, recién entonces comprendí y con la más profunda de mis penas comencé a escribir.

Mientras vagaba semiperdido por las hermosas calles de Paris, dejándome sorprender…

  

París, Francia. Febrero 2001.

           

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