Celdas

Autora: Lourdes Pinel

 

             Yarka decidió que ya era hora de morirse. Y se murió. Es curioso. Cuando una persona se harta de vivir, se muere. Yo también estoy muerto. La semana pasada, sin ir más lejos, me di cuenta de que estaba cansado de vivir y me morí. Ahora soy un muerto que cuenta historias de muertos.

             Bueno, a lo que iba. Ahora soy compañero de celda de Yarka. De celda, sí. Porque no son habitaciones; son celdas. De colmena. De colmena de abejas, con distintos tiempos y lugares.

             Se está bien. Se puede leer sin el ruido de la vida. Es igual que un balneario, pero sin dieta.

             Yarka está dormido. Yarka siempre está dormido. Está muerto dentro de la muerte. No quiere vivir de ninguna de las maneras. A lo mejor es eso. Que necesita descansar. A veces, tontamente, ingenuamente, intento despertarle. Hago ruido con las cucharas de la sopa o tiro libros al suelo. Porque sólo tengo eso. El caldo de la sopa que tomo y los libros que leo.

             ¿Que de qué estás hecha la sopa? De mí. Coño, ¿de qué iba a estar hecha? Porque aquí, en la muerte, no hay otra cosa, sino muertos y nuestros despojos. Yo me como mis despojos, los residuos de mi vida. Lo que no he hecho, lo que no he contado o los abrazos que no me han dado.

             Ayer, Yarka hizo un amago de despertarse. Pero volvió a cerrar los ojos. Creo que no le gustó lo que vio. Es que delante de él había un espejo. Y se volvió a dormir.

 

La mugre

                Me gusta verla caminar. La sigo desde que escuché su silencio. Sé que pasa por aquí los martes a las ocho. Sé todo de ella. Lo que piensa, lo que mira, lo que quiere, a donde va y de donde viene. Ella no se da cuenta. Soy su fantasma, su espíritu, la sombra que pisan sus pies, que se mimetiza con el suelo mugroso por donde camina. Y la escucho. Y la espero.

                La primera vez que la vi, paseaba abstraída, absorta, escuchándose por dentro. Sus brazos partidos, doloridos por el no tocar, caían hacia abajo, como su figura, como sus ojos, ígneos y apagados, cerrados y abiertos. Desde entonces, no puedo dejar de seguirla, de observarla, de mirarla, de olerla, de leerla, de leer su dentro.

                La cacatúa con rulos pasea con parsimonia. Se dirige al castañero aguileño. Apoyado en la pared cochambrosa, se calienta las manos con el calor que desprende la lumbre.

                -¡Castañas, ricas!, ¡Castañas!, Oíga joven, unas castañitas, veinte duritos el cucurucho, o medio euro, oígan, como ustedes quieran –vocifera el aguileño.

                -Un cucuruchito, buen hombre –le pide la urraca.

                El borracho sale tambaleándose del antiguo casino. Su nariz roja, encendida del alcohol y de la inmundicia del bar. Vomita. El suelo absorbe el vómito entreverado con la hilaridad salida de tono de la bruja de los rulos. El aguileño le mira y le da el cambio a la urraca.

                -¡Qué asco me dan los borrachos, oíga –increpa la vieja bruja al aguileño-. Menos mal que mi Jose no bebe ná más que en las bodas. Mira que se lo tengo dicho, chico, que los cubalibres no te cain bien. Pero a ver, se junta con sus hermanos y los cuñados, y bueno, como digo yo, una vez al año...

                Ding-don. Las campanadas de la iglesia. Tocan a misa. Los decrépitos con  mirada timorata acuden al reclamo. Me dan asco los borrachos. Y las putas. Fíjate ésa, que no la dará vergüenza, bueno Juanito, tú a lo tuyo, a ver si viene Laura. Y no viene. Y es martes, y son las ocho y cuarto y no me ve, nunca me ve.

                La puta, con cara de yonqui y de estar harta de la vida, se dirige al banco que está al lado de la fuente negra. Negra de la mugre, de la cochambre; negra del vómito del borracho, de la risa de la cacatúa; negra del castañero aguileño y de la puta.

                Ding-dong.

                -Bueno, me voy a misa. A rezar por tos, que está el mundo mú mal. Fíjese esos de la Eta. A dónde nos van a llevar esos, bueno, adiós.

                La urraca corretea. Intenta ir rápido, pero l as pesadas piernas la frenan. Trastabillea sobre los zapatos baratos, imitación burda de piel.

                Laura nunca me ve; aunque me tenga delante. Dejó de verme hace años. Cuando dijo hasta aquí. Hasta aquí he soportado tu mugre. Y yo la espero y escucho su silencio. El silencio que me negué a escuchar cuando nació. Cuando la ternera sangrienta salió de la cueva de su madre.

                Una muchacha de mirada indeleble atraviesa la vetusta Plaza de Leganés. Atrás deja la fuente negra, la puta, el vómito del borracho, las ratas muertas del suelo y la mugre de las paredes. La fachada del viejo ayuntamiento rezuma humedad y frío. El frío de ese invierno, de esa noche de espera, de la espera impaciente de Juan. Juan la observa, como siempre, entorna los ojos para llegar más adentro, para oler su pelo, para tocar sus brazos, frágiles y partidos y hacia abajo, hacia el suelo, el suelo sórdido de la plaza.

                Un aullido.

                -Laura –gime su padre. Como siempre, desde hace años, la sigue, camina detrás de ella. No se atreve a hablarla. Se oye su respiración entrecortada y el run-run de su mugre que le revuelve por dentro.

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