COMO ANIMALES

Autor: Pedro Martinez (Madrid - España)

Dejó de llover justo cuando el féretro que contenía el cadáver del doctor Stein golpeó contra el barrizal del fondo de la fosa, y ni siquiera asistía al entierro un cura que bien podría haber interpretado aquel hecho como una señal positiva del Altísimo. Llevaba tres días lloviendo sin parar sobre Seattle, y las tres personas que esperaban a que cayera la tierra empapada sobre la tapa del ataúd, miraron agradecidas hacia las negras nubes sin percatarse de aquella combinación de hechos que, sin embargo, habría encantado al fallecido.

Los dos sepultureros resoplaron con más alegría todavía al ver que escampaba y se apresuraron a coger las palas para rellenar la tumba, después de haber conseguido la autorización del hijo del muerto, único familiar que le quedaba al doctor. Los otros dos asistentes al mísero entierro eran un representante municipal y un funcionario forense que daría fe de la inhumación en la oficina del fiscal del distrito.

Frank Edward Stein, el hijo del doctor, tiritó durante unos minutos dentro del empapado abrigo que había sido de color marrón claro, y se subió todo lo que pudo las solapas. Le importaba un pito como hubiera muerto el viejo y menos aún que hubieran tenido que hacerle dos veces la autopsia para saber por qué había palmado. Y si al final había quedado sin aclarar la causa, tampoco le preocupaba demasiado. El viejo se habría pasado en algún experimento de los suyos y la había diñado, dejando al mundo mejor de lo que estaba y a él una mierda de herencia.

- Tres mil doscientos - pensó Frank - sólo tres mil doscientos pavos -. Siempre pensó que le desheredaría, pero ahora comprendía por qué no lo había hecho. Ni siquiera podría vender la casa que creía era de su propiedad: la había vendido aquel cabrón, hacía dos semanas, a una empresa de Pórtland por treinta y cinco de los grandes que habían desaparecido sin dejar rastro, así que dio gracias al cielo por haber dejado de llover y encomendó el alma de su padre al diablo, con los mejores deseos que encontró para que se pudriera eternamente entre las tinieblas.

La última palada de tierra terminó con el sepelio y Frank y los otros dos se largaron a toda prisa de aquel barrizal. Comenzó a llover de nuevo cuando los enterradores acabaron de poner la lápida sobre la tumba del Doctor Alfred Jacob Stein nacido en 1915, en un lejano pueblo de Europa que nadie se molestaría en leer por lo impronunciable que era. El viejo cementerio, anegado de charcos y con las fosas abiertas ya medio inundadas, desapareció de la vista de Frank tras los empañados cristales del taxi que, a duras penas, conseguía avanzar entre la tromba de agua; otra persona, en su lugar, quizás habría relacionado aquel desmesurado vendaval con la bajada a los infiernos del viejo, pero Frank no: sólo pensaba en encontrar la pasta que había cobrado aquél por la venta de la casa; la desmantelarla por completo si hiciera falta, pues estaba seguro de que aquel zorro la había ocultado allí antes de que la muerte le sorprendiera.

Charlie Carlitos Santana estaba muy orgulloso de su nombre. Y también de su padre, que se lo había puesto y que ahora no estaba con él, estaba allá en Cuba, esperando a que lo trajera en el mismo momento que se jubilara. Asere, - pensó Charlie, mientras terminaba el mojito - ya quedan sólo tres meses para que nos veamos; echaba de menos a su papito, sin él no habría sido nada. Lo malo es que pasaría frío en Seattle, seguro, pero Charlie estaba contento porque en dos o tres años podría irse a Miami. Otra vida, sería otra vida, aunque la que ahora llevaba no le iba nada mal.

Sonrió y le brilló una muela de oro en la mandíbula superior. Era una horterada aquel relumbrón, lo sabía, pero la funda se la habían puesto en Camagüey y al viejo le había costado el sueldo de todo un año. Era un recuerdo. Pidió a Luciana María otro mojito y se olvidó por un momento de su papito y de lo bien que lo pasarían juntos pescando langostas en Miami, para concentrarse en el encargo que tenía para hoy; nada complicado, meditó, mientras meneaba con el palito la hierbabuena del combinado.

Se abrió la puerta del Varadero Club y entró, empapado, Angus. Traía la misma cara de mala leche que siempre, seguramente acentuada por la tromba de agua que le había caído encima antes de entrar. Era negativo, muy negativo, aquél irlandés escueto, insípido más bien; pero muy eficiente. A Carlitos Santana le pareció exagerada tanta artillería para una mujer sola, pero el boss era el boss.

Pidió un güisqui para Angus y se arrellanó en el taburete de la barra. Se miró en el espejo y volvió a sonreír para ver su muela de oro: ¡Joder, papito! Mil quinientos pavos, por una tarde. Y además la pava se lo merecería, indudable, se dijo, había mucha mierda entre aquellos gringos.

Después de cuatro horas de registro agotador, Frank comenzó a sentirse cansado. Había puesto patas arriba el laboratorio del viejo y no había encontrado nada: papeles, libros, probetas y tubos de ensayo sucios, pero de la pasta, ni rastro. ¿Dónde la habría puesto aquella comadreja?, se preguntó frenéticamente mientras dolorosos sonidos regurgitaban desde su más que apreciable barriga, sin rellenar desde la pizza frutti di mare que había engullido después del entierro; a pesar del fracaso momentáneo seguía estando seguro que se encontraba escondida celosamente en algún sitio de la casa. Había vivido poco con la momia pero le conocía bien: no era de los que cobraba por cheque, no se fiaba de aquellos papeluchos, le gustaban los billetes verdes, tangibles.

Frank se echó un largo trago de Four Roses, directamente del gollete de la botella. La cabeza le bufaba con el esfuerzo de imaginar en dónde estaría su herencia, porque era su herencia, y su futuro, se merecía un futuro algo más digno que aquella gasolinera en la 66, todas las noches del año aguantando metralla detrás del cristal blindado, viendo como pasaban los coches y las tías por delante de sus narices, sin poder catar nada de la vida, que seguro que existía en alguna parte pero que él nunca había conocido. Ni siquiera cuando el viejo canalla les había echado a él y a su madre hacía ya muchos años, y eso que le habían soportado lo indecible.

 ¿Dónde habían encontrado el cuerpo del viejo?, intentó recordar. En la cocina, le había dicho el forense. ¿Qué hacía allí? ; ¿comer? No había registrado la cocina, todavía. ¿Escondería el dinero en algún sitio de la cocina…? ; ¿…y por qué no? Dejó la botella, después de un nuevo trago, y se dirigió a la cocina de la casa; daba igual por donde continuara, no tenía la más mínima idea de por dónde proseguir su búsqueda.

La cocina era grande, pero poco amueblada. Una mesa ovalada, cuatro sillas de madera desgastada, un par de armarios en la pared del fondo y una escueta encimera con el horno y el fregadero a la izquierda de la entrada. El frigorífico era antiguo, amarillento y con una enorme manija de acero inoxidable para abrir la puerta. Todo era viejo en la asquerosa vida del Doctor Stein, pensó. Abrió la nevera y sólo vio cuatro botellas medianas que parecían contener agua mineral; los armarios estaban casi vacíos: algunos platos, un par de latas de conserva, una bolsa de tierra para gatos, los cubiertos… ¡¡¡Hey!!! ¡¡¡Alto!!! - el corazón le dio un vuelco dentro del pecho - ¿Tierra para gatos? El viejo no tenía gatos. A Frank se le volvieron las manos líquidas mientras abría la bolsa, presintiendo el triunfo.

Treinta y cinco mil pavos caben de sobra en una bolsa de tres quilos de tierra. Frank se arrodilló riendo, nervioso, histérico, ante los billetes. ¡Que hijo de perra!, los había guardado allí, tranquilamente, y luego le había sobrevenido la muerte. ¡Púdrete en el infierno! - pensó de nuevo Frank - Te gané viejo canalla, me lo debías.

Extendió el dinero sobre la mesa, en montoncitos, y lo contó. Treinta y ocho mil dólares; tres mil más de propina. Fue al recibidor y cogió el bourbon, regresando a la cocina para ver su herencia, mientras bebía de la botella. Había qué celebrarlo: tantos años de recuerdos de pesadilla, su vieja muerta y sus ilusiones de niño perdidas en el trato miserable que el doctor les había dado; pero ahora se resarciría. Cogió un vaso de uno de los armarios y lo lavó cuidadosamente y luego abrió el frigorífico. Sacó hielo y decidió abrir una de aquellas botellas. Olisqueó el líquido transparente y sintió el frío del cristal en su mano: no era agua mineral exactamente, tenía un suave olor a resina, seguramente era uno de los compuestos del viejo. Bien, brindaría a su salud. Probó con los labios el líquido y comprobó que era delicioso, era un buen químico aquel cabrón. Bebió un largo sorbo de aquella deliciosa bebida, un refresco para cualquier fábrica de gaseosas, pensó, uno de tantos mejunjes de los que preparaba su padre para subsistir, y después se sentó de nuevo ante su legado con el vaso lleno de Four Roses, muy cerca de él. Dinero llama a dinero - se dijo Frank; y allí había un buen montón.

Unos golpes frenéticos en la puerta despertaron a Frank, de manera sobresaltada. El dinero continuaba allí, delante de él, como antes de dormirse y una extraña atmósfera envolvía la cocina; algo había cambiado en la casa, quizás dentro de él, aunque Frank todavía no podía adivinar el qué. Los golpes redoblaron en la entrada y se asomó hasta el recibidor, inquieto. La tarde se había aclarado un poco y un débil rayo de sol penetraba hasta el pasillo, iluminando la raída alfombra de la entrada. ¿Quién coño era? - musitó entre los relámpagos que tenía en la cabeza - ¿Por qué aporreaba la puerta así?. Regresó a la cocina y guardó sus billetes de nuevo en la bolsa, esperando a que el intruso se marchara, pero las llamadas continuaron, así que, molesto, cabreado, se dirigió a abrir la puerta, después de haber guardado cuidadosamente la bolsa con el dinero en uno de los armarios.

Abrió de golpe y se encontró delante de él a una mujer joven, de pelo castaño ensortijado, bien vestida y con el rimel de los ojos chorreando manchas azuladas sobre las mejillas.

- Señor, déjeme entrar, señor… se lo ruego… necesito ayuda. - ¿Ayuda? ; ¿por qué? ; ¿para qué?,  se preguntó Frank, aunque no contestó nada a la joven.

- Señor, me persiguen, quieren hacerme daño, señor… ayúdeme. - Sollozó la muchacha.

Frank se quedó mudo ante la aparición y las palabras de la intrusa, pero algo le estaba ocurriendo, algo le impedía cerrar la puerta de golpe y mandar a la mierda a aquella tía y lo que fuera tenía, además, la fuerza de un ciclón, de un ciclón mucho más fuerte que el que se encontraba sobre Seattle. ¿Se aman los árboles? … ¿Y por qué coño se le había ocurrido eso?, rumió Frank, mientras miraba pasmado a la temblorosa chica y sentía como le crecía más y más aquel sentimiento desconocido, extraño, más potente, incluso, que el futuro que le aguardaba dentro de la bolsa de tierra para gatos guardada en el armario de la cocina.

Se acercó un poco a la joven y ella no le rehuyó, hecho que incrementó su confusión; las mujeres no suelen fijarse en los tipos como Frank y menos cuando pasan de los cuarenta y el cinturón no puede ya con la barriga. Desde sus labios color guinda le llegó un suave efluvio y su rizado cabello esparcía una brisa parecida a la que Frank olió cuando estuvo de niño en Oregón. Los aromas que despedía aquella mujer le atiborraron los sentidos. Ni siquiera el olor del miedo que padecía la joven - ¿por qué olía todo aquello? , pensó, atónito, Frank -, podía ocultar la fragancia que fluía del escote de su vestido, una esencia enloquecedora que Frank sintió que se sublimaba desde los pezones, arrojándole sin remedio en los brazos de una danza enervante con un fondo de música de selvas, lunas llenas y volcanes aterradores, entre las penumbras de tierras atosigadas por millones de gritos de animales misteriosos.

Durante un instante la chica pareció calmarse y olvidar su terror, al tiempo que su nariz aleteaba con esfuerzo. Los ojos de ella brillaron también; se abrazaron y, aún a pesar del tufo a pánico que volvió a desprenderse de la joven, se esparcieron por el viejo y sucio recibidor de la casa del doctor Stein nuevas esencias desconocidas, aunque, flotando entre todas ellas, Frank percibió una, resinosa, penetrante, muy parecida a la que había olisqueado hacía un momento en el mejunje fabricado por su viejo. Congestionado por la excitación incontenible que le producían aquellos efluvios casi sólidos, Frank tuvo tiempo de comprender que las botellas del frigorífico contenían algo más que un inocente refresco; la fórmula del compuesto le había despertado algún sentido especial que le permitía percibir aquellas cosas tan excitantes, pero con un cuerpo así apretado entre los brazos lo único que se le ocurrió a Frank, antes de cerrar la puerta de la calle de un manotazo, fue que, al fin, su padre había encontrado la receta de su vida.

A Caroline no le iba a servir de nada haberse metido en aquel caserón, decidieron Carlitos y Angus. Había conseguido escurrírseles de las manos al otro lado del vertedero, pero si creía que no iban a entrar en la casa a buscarla estaba muy confundida, así que se aproximaron a la entrada que, para su suerte, vieron que estaba abierta. La puerta, sin embargo, se cerró de golpe justo en el momento en que Carlitos ponía uno de sus pies en el porche, y los dos se quedaron un instante parados; Charlie Santana reaccionó, no obstante, con la precisión del profesional bien entrenado: le hizo una seña a Angus quién se dirigió hasta el pomo de la cerradura y él sacó la automática de la parte trasera del pantalón.

¡Joder!, con Caroline, se dijo Carlitos cuando Angus hubo abierto, de golpe, la puerta; se estaba magreando con un tipo al que seguro que era la primera vez que veía. ¡Joder! - se repitió - lo que hay que ver con estos gringos; y además pareció que no se hubieran dado cuenta de que él estaba allí cerca, mirándoles. Santana sonrió y la muela de oro destelló un poco, aquello estaba chupado: cogió de los rizos a Caroline y pegó un fuerte tirón hacia él, pero sin dejar de mirar al tipo.

Caroline gritó de dolor y el sujeto aquel también comenzó a estirar de uno de los brazos de ella, intentando retenerla. Tenía una extraña mirada el tipo, lo mismo estaba drogado; bueno, mejor todavía, sonrió de nuevo Carlitos aunque le encañonó con la automática, por si las moscas.

- Hey, hermano, hermano, venimos a por ella, tú calladito que nos vamos ahora mismo. - Claro se lo había dejado, ¿no?, pero el flipe del tipo tenía que ser muy gordo, ya que pareció no verlos y siguió resistiéndose a soltar a Caroline. - ¿A que le meto un tiro? - sopesó Carlitos, pero ya Angus había entrado como una locomotora y le había puesto los dientes en el cogote al tipo, con la mismitica derecha que tanta fama le había dado en el Bronx.

- Señorita Caroline, esto tampoco le va a gustar al Señor Capella - dijo Carlitos Santana, mientras arrastraba a la joven a través del porche y Angus, inmutable, cerraba tras de sí la puerta de la casa.

Frank no perdió del todo el conocimiento cuando recibió el golpe de Angus y ahora, tumbado en el recibidor, sentía como brotaba la sangre desde la nariz y la boca y un enorme malestar le invadía a raudales. Los olores habían desaparecido y algo se le estaba revolviendo dentro del cuerpo, era como si le hubieran quitado algún órgano vital de cuajo y todo el organismo se hubiera vuelto loco, ansioso del goce que súbitamente había desaparecido. Abrió los ojos y el techo pareció venírsele encima pues la visión le bailaba horriblemente. Sintió que el corazón le daba saltos y un dolor enorme le atenazaba la cabeza y el pecho; se estaba muriendo, sollozó.

A pesar de los dolores, Frank comenzó a arrastrase hacia la cocina; todavía sentía dentro de él la fragancia que contenían las botellas del frigorífico y quizás si bebiera de nuevo el brebaje se salvaría: un antídoto, necesitaba un antídoto contra la fuerza que le deshacía por dentro. La esperanza, o quizás la falta de ella, le dio fuerzas para llegar hasta la puerta de la cocina y ver entre nieblas la lejana y brillante manija que le podía salvar. Adelantó un codo y luego, muy despacio, terriblemente despacio, el otro. Ya estaba más cerca. Un codo…, luego otro… y ya no pudo más. Antes de morir, Frank tuvo un último instante de odio para el maldito viejo y se juró contra él otra vez, pero en esta  ocasión, la última, para cuando llegara al infierno, pues seguro que allí estaría el doctor Stein partiéndose de risa.

Sonó un trueno brutal sobre Seattle y el viento arreció su fuerza anunciando, de nuevo, la lluvia torrencial sobre la ciudad ya medio inundada. Si Charlie Carlitos Santana hubiera sabido que los dos tiros que le había endiñado Angus a Caroline casi coincidieron con el momento de la muerte de aquel gordinflón flipado, se habría ido a fumarle al Santo pues era muy supersticioso, pero casi le olvidó cuando salieron de la vieja casa, camino del vertedero en donde ahora se empaparía el cadáver.

- Asere, que vicio tienen estos gringos - reflexionó ante el mojito - parecen como animales…

 

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