UN POCO DEL FOLKLORE ECUATORIANO

Autor: Santiago Mármol

 

En estos últimos años me dedique a viajar por distintos países, absorbiendo información, nutriéndome de las costumbres de los locales y viviendo en carne propia historias que, a veces, lindan con la ficción.

Es el caso, por ejemplo, de los hechos acontecidos cierta noche de junio del 99’, en la carretera que une los pueblos de Manta, en la costa del pacífico, con Ambato, en la sierra ecuatoriana.

Aprovechando que un servicio nocturno cubría el mencionado recorrido y en busca de ahorrarme una noche de hotel, me aproxime a la estación de buses a la hora indicada, mochila al hombro y agotado de caminar todo el día por el bello pueblo costero.

Que el bus saliera una hora mas tarde de lo previsto era algo que ya no me sorprendía; que subiera al bus tanta gente como fuera posible, mucho menos; el hecho de que hubiera gente con animales tampoco me era extraño; pero que justo el del pato, el de las gallinas y el de los tarros de pintura abiertos se pararan al lado mío, era un presagio seguro de una noche inolvidable.

El viaje transcurría en forma normal, la gallina estaba empeñada en hipnotizarme con su párpado inferior, el pato pasaba las horas picoteándome la oreja derecha y yo no le quitaba la vista a los rebalzantes tarros de pintura verde que oscilaban a escasos centímetros de mis piernas. Pero cuando el cobrador intentó atravesar el pasillo atestado de personas, en busca del pago del boleto, se creo una marejada humana que culmino con la pintura desparramada por todo el piso y yo con el pato de sombrero.

Acto seguido, el bus se encapricho en no querer funcionar mas, justo en el punto mas elevado de la montaña, donde la temperatura, a esas horas de la madrugada, se acercan bastante al cero. Demás esta decir que carecía yo de abrigo adecuado y que algunas de las ventanas brillaban por su ausencia.

Aproveche el descanso obligatorio para estirar un poco las piernas y vaciar la vejiga, mientras que el chofer aplicaba certeros martillazos en el viejo motor de su bus, y el de las pinturas trataba, sin suerte, de limpiar con diarios viejos el verdoso enchastre.

Al volver a mi lugar, me encontré con el pato y la gallina peleándose por mi asiento. Tuve que recurrir a las amenazas para recuperarlo. Al pato le dije que si no se corría le iba a arrancar el hígado para hacer un rico paté, a la gallina le juré que me la iba a comer en puchero acompañado con un buen vino chileno.

Así la travesía llegó a su fin, en vez de arribar a las seis lo hicimos a las diez, lo de dormir en el bus lo dejé para otro viaje y todavía estoy tratando de sacar lo verde de la suela de mis zapatillas.

Ah!!, por supuesto, en el viaje llovió… y la mochila iba en el techo, al descubierto.

 

Valencia-España, enero 2001 .

 

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