EL BAR DE LA HOLANDESA

Autor: Alejandro Mármol

Ruido de explicaciones

En el bar de la holandesa el amo y señor indiscutido era el ruido. En ciertas oportunidades, cuando alguno se refugiaba en la falsa intimidad que obsequia la soledad, como si se tratara de un ser racional el ruido se erguía aturdiendo, sacudiendo, arremolinando ideas siempre entorno y esclavo a las palabras. Me atrevería a afirmar que nada existe además del ruido, o fuera del ruido, que todo domina y determina. El tiempo es ruido de palabras que rebotan, ruido de sonidos que no armonizan, ruidos que se filtran y escabullen, ruido de la calle, ruido de los órganos que en nuestro interior trabajan para mantenernos vivos; y en el bar de la holandesa estos signos parecían sobredimensionarse hasta lo imposible. ¿Cómo recordar una historia, como hilvanarla, sin perderse en los entreverados senderos de las discusiones inconducentes, o sin refugiarse en la música que en aquel momento se dejaba oir?

Es el ruido quien recuerda, cuando nos vemos tentados y obligados a mentirnos, que todo es inútil tanto adentro como afuera. El ruido nos salvaguarda y envilece, y hasta afirmaría que nos adoctrina y sitúa en tiempo y geografía. Hay sonidos y gritos que son el bar de holandesa mas sus mesas y sus sillas, que orientan como una brújula, que es uno mismo, que no se pueden evitar.

Ruidos en el bar

El tema es mucho, pero mucho mas sencillo, argumenta casi en un grito desde la mesa junto a la ventana Berto, sorprendiendo a los presentes por la efusividad que despliega, las minas no quieren coger. Ustedes pueden hablar de Julia Roberts o de Sharon Stone, pero me las juego sin miedo a perderlas, agrega acompañando las palabras con un gesto rayano en lo obsceno, que ellas tampoco quieren coger, luego de lo cual se vuelve a sentar y empina el vaso de cerveza que tiene sobre la mesa hasta darle fin. El sol del atardecer satura el bar con perfiles de sombras; por la ventana asoma el tranvía amarillo, algo oxidado, y alguien trepa mientras el guarda anuncia su presencia con el sonido de un silbato. El eco del ruido de las vías crujiendo sirve de pausa para rearmar las ideas. Candelario desdibuja las sombras con su bandeja de plata que atraviesa de punta a punta el local, y el tema renace de inmediato, en ambos bandos, diferenciados incluso geográficamente, donde hurgan en los aturdidos cerebros las palabras exactas para atacar sin dejar margen de revancha. La cuestión rondaba entorno a la eficacia de seducción que tiene, por una lado la famosa y recordada cruzada de piernas de Sharon Stone en Atracción Fatal, y por el otro los hoyuelos que se forman junto a los labios de Julia Roberts cada vez que sonríe. Candelario destapa la cerveza que con un gesto le pidió Berto y cruza nuevamente el salón ajeno a los murmullos. A mí me parece, dice el culo de Ana, provocando el silencio inmediato de todos los presentes, que el tema que se debería tratar, sin dudas, es porque en Mujer Bonita Julia Roberts usa una peluca rubia tan horrible cuando sale a trabajar la calle ocultando su alucinante melena colorada. ¿Será porque tiene que verse más fea cuando hace de puta que cuando hace de niña ingenua enamorada? No sé.. me parece... concluye vagamente convencida de haber intercalado un comentario inteligente. Acá estamos hablando de que método es más efectivo calentando, no de otra cosa, aclara el gendarme que desde hace mas de un año tiene como objetivo el colegio judío de la esquina, y que teme que como siempre la conversación se derive a cualquier lado, no vaya a ser cosa que terminemos como siempre filosofando o politizando hasta las tapas de las gaseosas, dice, dibujando una sonrisa cómplice y girando su cabeza para que el ángulo de visión le permita espiar el frente de su objetivo. El doctor Tomas Bernardo Cohen levanta la mano y le señala a la holandesa su vaso vacío de whisky, dibuja esa especie de sonrisa que suele utilizar cuando le entretienen las discusiones del bar y pierde su mirada en el culo de Ana, incrédulo y admirado. La peluca le da un aire artificial interesante, agrega no muy convencido pero deseoso de provocarla. Por favor doctor, no me jodas, es la respuesta inmediata. La peluca le queda horrible e intencionalmente la usa para que todos queden con la boca abierta cuando en la piscina del baño se le descubre el pelo natural. El doctor me mira socarronamente y murmura, ¿no es hermosa cuando se enoja? Por mi lado no puedo mas que afirmar con un subir y bajar de cabeza. Es hermosa, irreal, y de forma mágica, como una música encantadora, posee el imposible don de anular las líneas del tiempo y arrastrar todo a su paso hacia el ensueño.

Ruido del mar

Súbitamente, la remota idea de la inmortalidad comenzó a resultarle tentadora. Una gaviota, o un ave similar a una gaviota, se mantenía flotando sobre la costa desierta, inmóvil en el aire, eterna. Ese violento desafío a las leyes de la naturaleza era el concepto más cercano a la inmortalidad que había presenciado en su vida. El ave desgarraba el tiempo, lo anulaba e ignoraba, con imperceptibles oscilaciones de sus alas que sin dudas echaban por tierra toda preocupación terrena, todo temor terrenal. Sin embargo no era cierto que la tentación por la inmortalidad hubiera surgido en ese instante; ese segundo sólo era el intersticio por donde se filtraban las palabras que tres noches atrás habían aturdido su cabeza en el bar de la holandesa, cuando entre gritos y ruidos, llegó a sus manos el libro incunable que nadie se explicaba como había aparecido en la biblioteca del bar.

En el malecón, sentado de espaldas a la avenida, de frente al mar, en unos de los tantos bancos de madera pintados de rojo que atosigan con nombres, fechas, corazones y proposiciones deshonestas, Julián recuerda la arrogante y morbosa sensación que creyó percibir del libro, como si no fuera sólo un número definido de hojas prisioneras dentro de dos tapas de cuero añejo y roído, mero reproductor de las palabras que algún anónimo hombre de otro siglo, de otro mundo, de otro futuro, lo condenó a repetir hasta el infinito, sino como si él mismo fuera el artífice de su discurso, y supiera, de antemano, que decidía, ordenaba y significaba, cada acción y pensamiento de quien se suponía en el poder de cerrarlo y abandonarlo en el olvido. Julián observó sus manos y creyó sentir la rugosidad mohosa de las hojas. Las acercó a su nariz con el afán de olerlas y se rió de si mismo al reconocer que el fresco olor a jabón nada podría impedir, y mucho menos engañar.

 

Ruido de bisagra

¿Quién fue el pinche hijo de su madre que dejó este libro acá? Exclamó Candelario cuando descubrió el incunable en la biblioteca del bar. Esto es un desmadre, y me vale verga que la holandesa diga que los libros son de todos. Que me troquen fotonovelas por pinches revistas del corazón venga... ahora que se hayan llevado la guía de Europa del este y me dejen este anticuario es demasiado. Ya dije yo que tenía que dedicarle mas tiempo... y me la juego que fue el Kung Fu ese, él oriental raro, que como aparezca o se mocha como Dios manda o le saco la madre... Y todos sonrieron, mas por el tono encolerizado de Candelario que por lo que acababa de decir.

El primero que tomó el libro fue el Doctor Tomas Bernardo Cohen. En el bar se trababa una fea discusión fruto de un nuevo estreno de una película de Julia Roberts, donde según aseguraban resplandecía y encandilaba aun más que en Informe Pelicano, cuando todos habían asegurado que los limites de seducción y belleza habían sido abolidos. El libro era extraño, perceptivo, y el Doctor, ducho en tema de nudos marineros, lo pasó de inmediato a manos de Julián argumentando que a su edad no tenía intención de descubrirse amarrado. Julián sintió la rugosidad en sus manos y creyó que el libro se burlaba, pero no atinó a nada y comenzó a hojearlo. Esa bisagra fue principio y fin.

El libro estaba escrito en un ingles atemporal, y la sencillez de su sintaxis no permitía definir el siglo en que había sido escrito. No tenía mas de cien hojas y los textos, las palabras que se sucedían, no tenían mas fin que justificar la receta del elixir de la inmortalidad. Parecía un cuento de niños, plagado de imágenes que se sucedían en oraciones cortas y obligaban a arrastrar la vista por las hojas con avidez de adolescente. Comenzaba con una breve y cruda explicación del concepto de Xian, los inmortales dentro del taoísmo y de la religión china, que ganaron la vida eterna y consiguieron poderes divinos gracias a prácticas rituales y alquímicas, y presentaba de modo vago a tratadistas del taoísmo, tales como Zuang-zi, quienes aplicaron de un modo metafórico términos quizá inspirados en la hechicería a algunas disciplinas contemplativas similares al yoga. Según dejaba entender, generación tras generación, habían ido tomando esas referencias míticas al pie de la letra, dedicándose a la búsqueda de elixires de la vida y a practicar ritos que, según se cree, garantizaban la inmortalidad. La conclusión, explícita y despojada de eufemismos, era que la búsqueda había tenido éxito, y que la formula del elixir era quizás el secreto mejor guardado de la humanidad.

 

Ruido de coincidencias

Desde el balcón del departamento podía observar unos perros que jugaban sobre el techo de la casa vecina, un tendedero con ropas que se oreaban al sol, la ventana de su vecino argentino, y más allá, cruzando la calle, un taller donde lentamente iba tomando forma un destartalado camión de los años sesenta. Julián encendió un cigarrillo y fumó con placer. Le agradaba ese paisaje de las afueras de la ciudad, alejado del ruido del malecón y de los bares de gringos donde la música aturdía todo el santo día, si es que algo de santidad puede atribuírsele a la sucesión grotesca de horas. Le agradaba, pero a diferencia del resto de los días esta vez no lograba disfrutar. Su juego preferido, que sin dudas era estudiar la perezosa tarea de los vecinos del taller, no lograba distraerlo del pensamiento persistente que lo acosaba. Lo desconcertaba la coincidencia, y al mismo tiempo la certeza de que las coincidencias no existen.

Tomó los dos libros que intercalaba en la lectura y caminó hasta el bar. Saludando apenas con la mano se sentó en la mesa del Doctor Tomas Bernardo Cohen y le mostró los dos párrafos subrayados. El Doctor lo estudió con detenimiento y leyó, primero en Palmeras Salvajes de William Faulkner: "...la haraganería engendra nuestras virtudes, nuestras más tolerables cualidades; contemplación, ecuanimidad, pereza, dejar en paz al prójimo; buena digestión física y mental; la sabiduría de limitarse a placeres carnales: comer y defecar y fornicar y sentarse al sol... ahorro, aplicación, independencia, engendran todos los vicios: fanatismo, entrometimiento, suficiencia, miedo y lo peor de todo, decencia...". Miró a Julián con sorna y leyó del incunable: "Mientras el confusionismo exhorta a los individuos a someterse a las normas de un sistema social ideal, el taoísmo mantiene que el individuo debe ignorar los dictados de la sociedad y solo ha de someterse a la pauta subyacente del Universo, el Tao (Camino), que no puede ni describirse con palabras ni concebirse con el pensamiento. Para estar de acuerdo con el Tao, uno tiene que "hacer nada" (wu-wei), es decir, nada forzado, artificial o no natural. A través de la obediencia espontánea a los impulsos de la esencia natural propia de cada uno y al despojarse a sí mismo de doctrinas y conocimientos, se alcanza la unidad con el Tao y de ello deriva un poder místico (Tô). Este poder permite trascender todas las distinciones mundanas, incluso la distinción entre la vida y la muerte." ¿Qué esperas que te comente? Preguntó el Doctor ante la obviedad de la pregunta no formulada.

Pero Julián no esperaba nada, ni siquiera podía explicarse con sinceridad porque había llevado los libros al bar, y mucho menos aun, porque había elegido al Doctor a modo de confidente. En si, la coincidencia era irrelevante si no se alcanzaba a comprender el efecto hipnótico que el libro y la inmortalidad habían ejercido sobre Julián, pero este era un punto sobre el cual ni siquiera él mismo había alcanzado una definición. El libro lo había atrapado, había sentido que lo dominaba, y que lentamente se apoderaba de cada segundo de sus días, sometiéndolo a infinidad de trampas que le recordaran su eterna presencia. Si de algún modo hubiera pretendido explicar la sensación, sin duda tendría que haber recurrido a la comparación con un enamoramiento adolescente, de los absolutos e idílicos, de los que separan y transforman, de los que obligan a contar y compartir sin fundamentos.

Yo tiendo a creer mas en el azar que en el destino, agregó después de unos segundos el Doctor Tomas Bernardo Cohen, y por eso no lo subestimo... de todos modos los años me sugieren que tampoco es bueno sobrestimarlo. Las coincidencias muchas veces no son mas que sólo eso, coincidencias.

 

Ruidos de marineros

Cuando un barco amarra en el puerto el bar se transforma. La presencia de los marineros proclives a las bebidas y los gritos impide que las conversaciones fluyan naturalmente. El bar se llena de muchachas deseosas de ganar dinero fácil, y tanto la holandesa como Candelario corren entre las mesas con las bandejas llenas de arroz frito y botellas. Nosotros, los habitúes, no nos esforzamos en disimular nuestro fastidio y nuestro celo, pero de todos modos colaboramos en lo que podemos.

El barco era malayo, lo cual predisponía mal a la gente. No porque los marineros orientales sean más ordinarios que otros, o bebieran mas, o armaran mas desmanes, no. Por el contrario, tanto malayos como tailandeses resultaban ser sumamente cordiales, incluso con las muchachas. El problema radica en el dinero. El culo de Ana lo explicaba sabiamente citando frases tales como "el único Dios verdadero", o "religión universal monoteísta y atemporal". Lo cierto es que con amarillos las cuentas deben ser claras. Ya se armó el desmadre, comentó Candelario a la pasada y todos prestamos atención al regateo de precios de la mesa vecina. Chino miserable, veinte por una mamada y encima me tuvo casi media hora el hijo de puta, gritaba una rubia regordeta de no más de veinte años, fuera de si, mientras agitaba el sucio billete en el aire. Los malayos reían sin comprender y la invitaban a compartir la mesa; eran seis, de no más de treinta años, baja estatura, vestidos con una ropa de fajina verde que en nada se asemejaba a un uniforme militar, y con mas de quince botellas de cerveza sobre la mesa. No le hagan el servicio a ninguno seguía gritando la rubia, o mejor cobren adelantado... La holandesa se acercó a la mesa y convenció a la muchacha de aceptar el dinero y alejarse; con el paso del tiempo había aprendido tan bien el oficio de mediadora que ya casi no necesitaba hablar para controlar la situación. Muchas veces su sola presencia, o un gesto, bastaba para dar por terminada una disputa, e incluso para separar a las muchachas cuando se trenzaban de las mechas. Los marineros pidieron otra ronda de cerveza y en sus gestos se advertía que el trabajo de la regordeta había resultado francamente bueno. Justo en ese momento irrumpió al bar el culo de Ana con un paquete bajo el brazo provocando el silencio y la admiración general. Uno de los malayos, levantó la mano con un billete de cien y se lo mostró mientras sugería en un idioma incompresible lo que todos sin esfuerzo lográbamos comprender. No me jodas que no estoy en mis mejores días, fue la única respuesta que se alcanzó a escuchar porque de inmediato comenzaron los gritos de la que se había contentado de mala gana con veinte.

El culo de Ana, con la ayuda del gendarme que tenía como objetivo un colegio judío, desenvolvió el paquete y apareció un espejo formado por un conjunto de espejos rotos unidos entre si con masilla pintada de distintos colores. Eso va a traer problemas murmuró el Doctor Tomas Bernardo Cohen, la imagen deforme y fraccionada, que no deja de ser uno, es intolerable para cualquier persona que desea vivir en paz. Uno viene a beber y a emborracharse tranquilo, no a que le escupan la verdad en la cara. Ya tenían que saltar, dijo el gendarme que odiaba las discusiones filosóficas que se armaban por cualquier cosa. Me miro y un ojo me observa y el otro me esquiva la mirada, dije admirado, este que está ahí se asemeja mas a mí que el que asoma del espejo de mi baño. Para mí es un mamarracho fue lo que atinó a afirmar Berto, molesto por algún problema que lo atormentaba desde la mañana pero que nadie se esforzaba ni intentaba entender. Nadie les pidió opinión contestó el culo de Ana, y por si les interesa, la idea es que el espejo te obligue a mirarte por partes, agregó parándose enfrente y reflejando decenas de culos de Ana que observaban en todas las direcciones. Fue difícil que alguien se atreviera a romper el silencio fruto de la admiración que había adormecido a todo el bar, incluso a los malayos que sin tiempo habían apoyado al unísono los codos en la mesa y sostenían con esfuerzo la cabeza. Recién cuando la holandesa hizo andar el casete de Tracy Chapman que solía poner cuando estaba por entristecerse, un murmullo renació con vergüenza entre los que sentados en las mesas parecíamos despertar de un largo sueño.

 

Ruidos de la adolescencia

Mientras caminaba por la ciudad, recorría las calles y distraía su mirada en los barcos que aguardaban su hora de entrar al puerto, Julián procuraba definir el momento de la inmortalidad. Imaginaba la inmortalidad como la perpetuación de un instante, y entonces no era irrelevante la selección. El segundo elegido debía ser el que mereciera la pena ser vivido eternamente. Se sentó en un banco de plaza y observó una pareja que se besaba. La dificultad radicaba en que cualquier punto a futuro que uno pretendiera inmortalizar irremediablemente estaría teñido de falsedad y premeditación. Resultaba imposible sortear ese obstáculo, evitarlo. Cerró los ojos y buscó un refugio para sus pensamientos, quizás en el pasado lograra descansar.

Tenía trece años y la chica que le gustaba también. No recordaba las circunstancias pero seguramente se trataba de un cumpleaños, ya que todos sus compañeros se encontraban reunidos en aquel garaje. Estaban sentados en el piso y a sus espaldas, a modo de mesa colmada de alfajores y gaseosas, había un tablón largo cubierto con papel blanco sobre dos caballetes de madera. La ciudad no era donde ahora se encontraba, el país tampoco, con seguridad él tampoco era el mismo. No podía ni siquiera engañarse sobre los pensamientos que en aquel momento le importaban. Pero estaban todos sentados en ronda y jugaban a "la botella". Sí tenía la certeza de que su ubicación en la ronda no era azarosa, sino fríamente planeada para quedar justo enfrente de la chica que le interesaba, y que cuando la botella los eligió, a él le tembló todo el cuerpo e ignoró las sonrisas del resto de los amigos. La chica quizás se llamaba Mariela y aceptó besarlo, pero en el patio y en secreto. Después no recuerda mucho, sólo que estaban solos y que la timidez lo anuló. No se besaron como todos supusieron, cerraron la puerta y se esforzaron por trabarla y espiar por la mirilla a los compañeros que gritaban, reían, silbaban, e intentaban, por supuesto, interrumpirlos y pescarlos "in fraganti". No besó a Mariela y seguramente podría haberlo hecho, sin embargo recordaba claramente que en el afán de proteger la puerta ella había tomado la manija sujetando al mismo tiempo su mano y que había apoyado todo su cuerpo sobre él, mientras reían casi histéricos en esa especie de falso forcejeo. Luego Julián se había envalentonado y deteniéndose bajo el marco en forma de cruz le había impedido la salida obligando a una nueva supuesta batalla de dos. Veinte años después todavía cree sentir la piel estremecerse hasta el dolor por ese contacto y sonríe, en el banco de la plaza, por la inocencia perdida y por la piel endurecida.

Sin lugar a dudas ese hubiera sido un buen momento para eternizar, para perpetuar en el tiempo, aunque de algún modo, más pagano e intangible, también había logrado la inmortalidad.

 

Ruido de conjeturas

Candelario parecía tan convencido que ni Manu, que de todo se reía, se atrevía a soltar la carcajada. La holandesa lo miró entre sorprendida y risueña y terminó por asentir, sin demasiadas palabras. ¿Que otra cosa podía hacer? Necesito el pinche día libre, holandesa, cualquier pelaná te mentiría pero yo no. Anoche en el prostíbulo del turco conocí a una paraguaya distinta, linda del propio Paraguay... conversamos y se me armó el desmadre en la cabeza, te digo. Le dije no sé que cosas en la cama, y hoy tiene el día libre, y quiere salir a pasear por el malecón, y el pinche turco les da sólo un día sin mocharse, el hijo de su madre que como le haga algo se la quito. Y entonces necesito el día holandesa porque tiene que ser hoy si o si, si es que puedo claro, usted manda. Luego de lo cual, sin perder tiempo, abandonó el delantal sobre la barra y se alisó el pelo con un peine pequeño que extrajo del bolsillo del pantalón. Calentura de bragueta no hay botón que la resista, exclamó Manu apenas Candelario hubo transpuesto la puerta y miles de conjeturas comenzaron a entremezclarse entre las mesas. Como casi siempre sucede, rápidamente se diferenciaron dos bandos entre los clientes del bar. Por un lado los escépticos que no dudaban en tildar poco menos que de estúpido a Candelario por no advertir que la señorita en cuestión sólo pretendía sacarle el poco dinero que disponía, y por el otro los autodenominados románticos que defendían la remota posibilidad de que una historia de amor de telenovelas se encarnara en la realidad. Pero por favor, como podes después de veinte minutos de sexo y diez de conversación enamorarte de la atorranta, proclamaba fuera de si Berto desde su mesa de la esquina. ¿Quién dijo que se enamoro?... Quizás es sólo un flechazo... defendía con algún resentimiento una de las muchachas que con frecuencia abordaba a los marineros que atracaban en la ciudad. Vamos querida, no vas a querer enroscarnos la víbora a nosotros, masculló el culo de Ana provocando el silencio y la admiración de todos los presentes, cuando se trabaja se trabaja... vos lo sabes mejor que nadie. Ellas trabajan con su cuerpo, no con sus sentimientos... venden una ilusión, pero eso no impide que sientan como personas. ¿Acaso nunca te enamoraste de un compañero de trabajo o de un cliente de tu negocio? Intervino el Doctor Tomas Bernardo Cohen sólo por contrariar al culo de Ana que temblaba de indignación y contestaba nervioso: No me jodas Doctor, por favor te lo pido, ni sueñes con hacerme creer este cuento de hadas. A mi me ha pasado de encariñarme con alguno de los marineros... susurró la muchacha algo intimidada de participar en la discusión. Que emoción... gritó eufórico Manu acodado en la barra con un cómico bigote dibujado de espuma de cerveza, ¿y por eso dejaste de cobrarles tus servicios? La chica no respondió y un manto de piedad pareció cubrir a los presentes cuando ella bajó la cabeza. Bueno, después de todo se trata sólo de una tarde paseando por el malecón, nosotros estamos imaginando el resto... concilió la holandesa desde atrás de la barra y puso un poco de música para amenizar.

Apenas unos minutos después la voz de la paraguaya en cuestión sorprendió a la holandesa en el teléfono preguntando por Candelario. Aparentemente había surgido un problema, o quizás un desencuentro. Lo que resultaba evidente es que la intriga por conocer los pormenores del romance definitivamente se instalaba entre los clientes.

 

Ruido de confesiones

Si me gusta "Viaje a las estrellas" es asunto mío y me tiene sin cuidado sus opiniones, advirtió el que se hacía llamar Manu aunque todos conocíamos su verdadero nombre, ustedes prefieren los "Talk Show", perfecto, pero no me corran con que son series para chicos. Pero es que son para chicos, respondió Berto de espaldas mientras terminaba de colgar sobre la biblioteca un afiche de cine que publicitaba "Erin Brockovich, una mujer audaz" la última película de Julia Roberts. El punto sería definir si el hecho de que la serie sea para chicos es algo negativo, intervino el Doctor Tomas Bernardo Cohen, porque quizás eso sea lo que tiene a favor. Simplemente me entretiene, agregó Manu envalentonado al descubrir que el Doctor se ponía de su lado, la ciencia-ficción me entretiene y Star Trek me parece que juega bien con la imaginación. La realidad es aburrida, muy aburrida, y mediocre agregó Julián que se acodaba en la barra, es cierto, y en el momento de mirar algo no soporto que sean programas que mal copian la cotidiana vulgaridad. Ya tenían que saltar con algo así, respondió fastidiado Berto buscando complicidad en el gendarme que desde hacía mas de un año tenía como objetivo el colegio judío de la esquina. Es que es cierto, continuó Manu extrañamente locuaz, prefiero estar una hora pendiente de una puerta en el universo que habilita la comunicación entre tiempos paralelos, o que quiebra la continuidad del tiempo, y no prestando atención a frustrados romances entre adolescentes o a peleas entre vecinos. El Doctor asintió con la cabeza. Julián se puso de pie, tomó con una mano la jarra de té y con la otra el plato de arroz frito con banana y camino hasta su mesa. ¿Realmente comparte esa opinión? Le preguntó como si la respuesta fuera de vital importancia. El Doctor revolvió con el dedo el hielo en su vaso de whisky y se tomó un tiempo. ¿Qué pasa Julián? Preguntó imitando una tonada paternal, primero las coincidencias de los libros, ahora tu gesto severo en este tema... presiento que el incunable te tiene a mal traer... parece mentira que no hayas aprendido a desconfiar y descreer de los libros muchacho... Mojó sus labios en el vaso y luego los movió para secarlos y saborear el whisky, giro su cabeza a ambos lados como si buscara algo impreciso, extrañaba el ruido de la música que aplacara el ruido del tranvía que llegaba de la calle. Hace muchos años pretendí ser escritor, comenzó a susurrar, y fue la experiencia más traumática de mi vida. Me jactaba de ser observador y mi pretensión era plasmar eso en una historia. Escribo y describo era mi lema, por decirlo de un modo berreta. Pero el resultado siempre eran conversaciones fraccionadas como las que se pueden robar de este bar, superficiales, vanas, poco mas que ruido. Muy pocas cosas son apenas algo más que ruido... Como no me doy por vencido con facilidad procuré adentrarme en el alma de los personajes, pero un día terminé por asumir que todas mis creaciones se asemejaban a mí, o eran simples deformaciones mías. Durante un tiempo creí que se trataba simplemente de una limitación, de una incapacidad para comprender. Los años, los muchos años, me abrieron los ojos y entendí que las conversaciones eran mediocres porque el mundo es mediocre, y que los personajes eran superficiales porque la gente es superficial. La supuesta ruptura de la vulgaridad, esos controvertidos personajes que se asemejaban a mí, eran más mediocres y superficiales que los otros, porque sólo eran una mentira pretenciosa. Cuesta aceptar que uno no escapa a las normas generales. La crédula grandilocuencia de la visión de un niño es lo más precioso que el hombre tiene y se fuerza en erradicarlo. ¿Entonces nada tiene sentido? Preguntó Julián cuando entendió que el Doctor Tomas Bernardo Cohen no seguiría hablando. El Doctor levantó sus hombros y dibujó un extraño gesto en su cara. Entonces vos te sentís mas identificado con el clicon ese... se escuchó que vociferaba Berto exaltado. El teniente Worf es un Klingon, no un clicon, bestia, respondía Manu, y el Comandante Data es un androide, el único de su clase, no un robot... no sé para que hablo si es como tirarle margaritas a los chanchos.

Como enviado del cielo, en ese momento irrumpió Candelario con su bicicleta y en silencio se dirigió atrás de la barra. No hicieron falta las preguntas, la avidez de los rostros demostraban que todos los presentes esperaban con ansiedad el relato pormenorizado del encuentro. Fue un pinche fracaso comentó Candelario que parecía no molestarle desnudar sus sentimientos. La esperé mas de seis horas sentado en el Mc Donal´s que hay frente a lo del pelaná del turco y no apareció. Se me hace que no la han dejado salir. El turco es jodido afirmó Manu mas calmo y quizás enternecido por la apesadumbrada imagen de Candelario. La holandesa dudó un segundo pero ante la mirada expectante de todos terminó por confesar. La chica te llamó mas de cinco veces en lo que va de la tarde... pero no dejó número para que te comuniques... Chinga Chumai, cuate desmadrado que se la quito les juro, que se la quito, pobrecita la Adriana... fue lo que se entendió de murmullo íntimo de Candelario que volvió a tomar su bicicleta y salió a la calle hecho una exhalación.

 

Ruido de ladridos

El espejo roto que el culo de Ana había colgado junto a la puerta del baño, de alguna manera se aliaba al desfile de comparsas que se preparaba en la ciudad. Partía y desformaba, disfrazaba, y hacía dudar y sonreír. Desde el balcón del departamento Julián había observado como el destartalado camión de los años sesenta poco a poco había ido tomando forma y lentamente su oxidada osamenta había ganado la apariencia de lo que pretendía ser un OVNI. Los perros del techo de su vecino ladraban a la nave enloquecidos y sinceramente hubiera disfrutado de los preparativos de la comparsa si la inmortalidad no lo hubiera atacado tan de sorpresa. Pero el libro se había adueñado de todos los canales de pensamiento, y aunque incoherente e irracional, aunque supiera que todo no era mas que un gran absurdo, la preparación del elixir era lo único en lo que se lograba concentrar. En la sencillez estaba su terrible poder y atracción. Después de leer la formula, de estudiarla con detenimiento e incrédula fascinación, resultaba inhumano no intentar probar la poción. Los ingredientes eran fáciles de conseguir y a simple vista se advertía que ningún efecto colateral podía provocar la ingestión del brebaje. Para Julián había resultado la consecuencia natural que al concluir el libro mentalmente pensara en como y donde adquirir los distintos ingredientes, incluso que hubiera salido a la calle y hubiera caminado hasta encontrarlos, que hubiera regresado con todo bajo el brazo y respetando una única e insobornable línea de pensamiento y obediencia se abocara a la preparación respetuosa del elixir. Todo se había sucedido en la única manera aceptable dentro de las nuevas leyes impuestas implícitamente por el libro y ahora frente a la ventana observaba el vaso con el líquido amarillento y por capricho de vaya a saber quien se planteaba la posibilidad de beberlo.

Resultaba tan sencillo acercar el vaso a su boca. Resultaba tan tentador surcar grandes distancias con un paso tan corto. Los escasos centímetros que existían entre su mano y un futuro incierto eran tan difíciles de recorrer como deben ser los que separan el veneno de la boca del suicida. Un pequeño esfuerzo para un cambio radical e irrevocable. Una verdadera bifurcación del camino.

Dejó el vaso y encendió un cigarrillo. Observó por la ventana el OVNI y los disfraces que los niños seguramente usarían en la comparsa, chaquetas verdes y pantalones rojos con el tiro muy bajo. Recordó el culo de Ana refractado en el espejo roto y trató de comparar la inquietante sensación con su reciente recuerdo de la infancia junto a la chica que quizás se llamaba Mariela. Estudió su soledad y reconoció que el salto debía darlo en ese mismo instante o no lo daría nunca más. Quizás el trago ni siquiera le produciría una descompostura, pero beberlo era el único modo de terminar con el hechizo real con que el libro incunable se había apoderado de él. Se convenció de que si no bebía el elixir en ese instante terminaría por volverse loco y esa idea no lo tentaba.

Estudió el líquido amarillento y aguantando la respiración empinó el vaso hasta el fondo. Sintió el fluido descender áspero por la garganta y cerró los ojos. De modo simbólico, y respetando un juego íntimo, extendió su pierna derecha y dio un paso hacia adelante.

 

Ruido de desencuentros

El bar estaba convulsionado por la historia de Candelario pero ni siquiera este fervor lograba extraer a Julián de su ensimismamiento. Nunca imaginé que Cande pudiera reaccionar de esta manera, afirmaba el culo de Ana apoyado en la barra, provocando la delicia de todos los presentes. Creo que nadie lo imaginaba... respondió el gendarme que desde hacía más de un año tenía como objetivo el colegio judío de la esquina. Tampoco demos por el pito mas de lo que el pito vale... afirmó Berto y nadie supo a cuenta de que. Lo cierto es que los días pasados habían transcurrido en un completo desencuentro y en la última llamada del día anterior, la paraguaya había resultado conmovedora en boca de la holandesa: Júrame por lo que más quieras en el mundo que le dirás que lo esperé por horas, que hasta los huesos me ha calado el frío por esperarlo en la vereda al Cande mío. Apenas hacía minutos había sido el último llamado, luego de lo cual Candelario se quitó el delantal de cocina y avisó que se retiraba. Se va, se vuelve, pinche suerte de condenado, se vuelve para su país el Paraguay ahorita mismo en tres horas y voy a despedirla, dijo ante la mirada atónita de los presentes que no atinaron a responderle nada. La holandesa no emitió sonido; simplemente quitó del mostrador el delantal y luego hurgó en su caja de casetes hasta encontrar el de Tracy Chapman. Reinaba un desconcierto calmo, una especie de modorra y abatimiento generalizado, y cuando la música comenzó sonar, todos, excepto Julián, comprendieron que la holandesa había quedado atrapada en el deslindado "Júrame por lo que más quieras en el mundo" y que durante el resto del día no sería factible recuperarla.

Julián por su lado se sabía inmortal, ajeno a lo que lo rodeaba no podía mas que pensar en su nueva condición y cavilar acerca de la nimiedad de todo, incluso de la decisión por la cual había girado radicalmente su rumbo en el imaginario mapa del destino. Era inmortal, y la decisión se asemejaba en lo definitivo al suicidio. Resultaba incomprensible como las dos puntas de ese imaginario lazo, por un lado la muerte, por el otro la vida eterna, se asemejaban al punto de confundirse, en lo irreversible, en la ubicación a la que obligaban a situarse respecto de todo lo que todavía existía.

 

Ruido de comparsas

El día de la comparsa había llegado y un clima festivo entibiaba las calles y los ánimos. Julián desde su ventana observó como el OVNI comenzaba a moverse rumbo al centro rodeado de niños vestidos de verde con cómicas antenas de alambre que se golpeaban entre si con los bailes y las corridas. Los pies de los pequeños extraterrestres hundiéndose en el barro de la calle y los perros que desde el techo de su vecino no dejaban de ladrarles, sin un motivo que fuera clara referencia, le hizo recordar su país; pero a diferencia de otras oportunidades, este recuerdo no tenía el tinte de la melancolía sino que lo empujaba a sonreír. Sin embargo la dispersión le duró poco, apenas unos ínfimos minutos, pequeños como puede serlo cualquier lapso de tiempo en el presente indefinido de un inmortal. Entonces encendió un cigarrillo y aspiró con fuerza el humo. Lo abrumaba la certeza de no creerse inmortal y la tremenda duda de definitivamente serlo. Lo abrumaba aun más haberse dejado seducir por un juego del que sólo tenía una salida posible: desafiar la muerte para descubrirse mortal o inmortal. Además de esto, extrañaba el incunable que el día anterior había dejado indiferente en manos de Candelario, pretendiendo un desinterés que a nadie sinceramente importaba y que él sabía falso.

 

Ruido de noticias

La comparsa avanzaba lentamente por el malecón, a paso de hombre, formando una larga fila de carrozas de los mas diversos tipos, que provocaban la admiración o la indignación de los que observaban, que con velocidad atinaban a dar puntajes o distintas clasificaciones. La música se extendía hasta el puerto y de ahí a la plaza central, donde trepados a un palco y protegidos por parasoles, las autoridades locales aguardaban y aplaudían, quizás mas fastidiados que entretenidos.

Desde la ventana del bar de la holandesa no alcanzaba a distinguirse nada, pero los ruidos se infiltraban y el ambiente parecía enrarecido, extrañamente animado. Además existían motivos para el festejo ya que Noni había dado a luz una linda gorda a la que todos sabíamos llamaría Gabriela. El Doctor Tomas Bernardo Cohen bebía su habitual whisky y explicaba sin eufemismos los motivos por los que no había sido padre, y este hubiera sido el tema de conversación central de la velada si yo no hubiera arribado con la noticia de que Julián se había arrojado desde la ventana de su departamento y se encontraba internado en una sala de cuidados intensivos del hospital. Ese hijo de la chingada algo se traía entre manos, no si, cuate desmadrado, fue la opinión de Candelario que se había obstinado en realizar un minucioso inventario del material de la biblioteca, lista que pretendía pegar justo donde estaba colgado el afiche publicitario de la última película de Julia Roberts. Cierto que no era el mismo desde que cayó en sus manos el incunable, estaba como obsesionado, era la perturbada conclusión del Doctor, afligido en sobremanera o pretendiendo estarlo. Quien te dice no queda pelotudo... agregó Manu acodado en la barra. O se muere, sugirió compungido y preocupado el gendarme que desde hacía mas de un año tenía como objetivo el colegio judío de la esquina. Yerba mala... comentó alguien relativizando los comentarios. Ya me enteré que nació la nena de Noni, comentó el culo de Ana que irrumpió con dejos de papel picado salpicando por todos lados, dejando obnubilados y en silencio, admirados, a todos los presentes.

El culo de Ana traía una carta entre sus manos, la carta que Berto le había entregado declarándole su incondicional amor. "Pídeme lo que quieras y lo tendrás, o si no puedo dártelo con mi sangre te lo sabré dibujar" Leyó acodada en la barra mientras la holandesa le alcanzaba un jugo de mangos y todos los presentes reímos, seguramente avergonzados. "No te deseo, te amo, y confío en que comprenderás la sutil diferencia" continuó leyendo y pronto todos olvidamos la comparsa y la internación de Julián. Grosero error el del muchacho, comentó el Doctor Tomas Bernardo Cohen mientras elevaba su brazo y brindaba a la salud del ausente. Grosero pero sin desperdicios, acotó Manu que había manoteado le papel y leía solo, soltando forzadas carcajadas. A la salud de Berto y de Gabriela, gritó alguien desde una mesa cerca de la ventana, que comparten la misma ingenuidad ante la vida. Brindo por esa confianza en la humanidad, agregó el Doctor y me guiño un ojo para alertarme sobre el soberano espectáculo que el culo de Ana nos regalaba mientras ayuda a Candelario a colgar la lista con el inventario de la biblioteca.

Cuando caía la tarde las comparsas comenzaron a disgregarse, y resultaba alentador y agradable ver pasar por la ventana a los niños disfrazados y los destartalados carromatos que poco a poco, después de haber gozado de su cuarto de hora de fama, perdían toda dignidad dejando entrever sus oxidados cimientos, y se alejaban no del todo tristes, todavía embebido en los festejos, como un payaso a medio desvestir que con desgano se arranca el maquillaje de la cara.

Esa noche, quizás por los festejos de la calle, quizás por la carta de Berto que al final había terminado por pasar de mano en mano, quizás por el nacimiento de Gabriela, la hija de Noni, quizás por el incompresible deseo de Julián de arrojarse por la ventana, todos en el bar habían resultado bastante ebrios, y hasta la holandesa terminó por sugerir, después de levantar los platos por los restos del arroz frito, que nos retiráramos a nuestros hogares.

 

Ruido de historias sin final

Julián estuvo internado apenas ocho días, los suficientes como para reflexionar acerca de algo que ni siquiera se le ocurrió pensar. Le sorprendía en sobremanera que los psicólogos se obstinaran en tratarlo como a un suicida, pero tampoco era tan ingenuo como para explicar los verdaderos causales de su atolondrada decisión. Algo en él había cambiado definitivamente al descubrirse a si mismo capaz de sorprenderse con impulsos impensados, pero todavía la agobiaba la insoportable incertidumbre de no saberse mortal o inmortal. De todos modos, si para algo había servido la estancia en el hospital era para descubrir, detrás de los novedosos ruidos cíclicos e ininterrumpidos, que la respuesta a su abominable interrogante solo la podría otorgar el tiempo, y que no tenía mas remedio que esperar. Al menos ya no sentía la odiosa rugosidad en sus dedos, y el olor, el aroma, generalmente se asemejaba mas al jabón.

El día que regresó al bar fue un día especial. La holandesa había dado asilo a una mamita guatemalteca que agradecía la estadía como sabrosas comidas muy condimentadas y con unas especie de empanadas de papa y carne de res que hacían las delicias de todos los habitues. Chingale con el guaso guiso que hasta me olvida de la paraguaya que hace días que ni pinche carta tengo, decía Candelario. Ni sueñes con que te escriba, sentenciaba Berto con un vaso helado de cerveza en la mano, esa ya te olvido. Que no te la rajo porque me das risa, era la respuesta y todos festejaban refugiándose en alguna clase de secreto que alteraba a Berto hasta lo indecible. Se acabó la paz, esta amarrando un barco de noruegos, alertó el culo de Ana después de atravesar la puerta dejando a todos sin aliento, atontados por la maravilla de la que es capaz de obsequiarnos la naturaleza.

 

Playa de Carmen. México. Marzo de 2000.

Buenos Aires. Julio de 2000.

 

Retornar a Pagina de Cuentos