El encuentro

Autor: Juan Diego Incardona

Uno, era estudiante y perseguido político; otro, era, podría decirse, aunque fuera el año 1976 y viviera en la misma Capital Federal, un gaucho, un alejado, taciturno y anónimo, absolutamente anónimo, gaucho. Horas antes de su primer encuentro, el estudiante, Marcelo Vercelli, hijo de un inmigrante que llegó del Piamonte cuando el general Perón y la posguerra, entraba al bar que mediaba entre la esquina y la facultad; nada podía sospechar acerca de lo que estaba por suceder. El gaucho, mientras tanto, a pocos kilómetros guardados bajo calles y casas, en las márgenes del Riachuelo que llaman “Fin” y que otros incluyen en el barrio de Villa Lugano, arrancaba nísperos y los juntaba en un balde. Juntaba la cena, mientras el fétido olor del río le inundaba su última llanura, un espacio de aproximadamente dos manzanas deshabitadas, potrero sólo interrumpido por una pequeña cancha de fútbol que unos chicos pintaron con cal, pero que aún no tenía arcos, solamente palos marcados con viejos neumáticos.

Marcelo Vercelli se sentó junto a unos compañeros que lo aguardaban; todos eran militantes del PRT. Uno de ellos, un joven de piel muy pálida que a veces enrojecía, estaba nervioso. Vercelli notó su agitación y se le contagió. Ya sentado frente al inquieto muchacho, Guzmán se llamaba, lo observó: Usaba anteojos con lentes muy gruesos que transformaban el color de sus ojos. En ese momento, vaya a saber por qué luz y por qué ángulo, eran ocres; las mejillas y las orejas estaban tan rojas que parecían altares después de una hecatombe. Al mismo tiempo, en el otro lugar, en el extremo sudoeste de aquella jaula enrejada por la general Paz y el río contaminado, el gaucho mordía el primer níspero: Estaba maduro y el jugo lo salpicó hasta la oreja. Pensó —aunque ignorara aquella corriente de la moral, era, frente a su fruta amputada, un hedonista— que semejante placer era el bien del mundo.

En el bar, Guzmán quiso articular unas palabras, pero el principio de aquella oración se entrecortaba en sílabas trémulas: “No, nos, noste...”. Luego, tragando aire y bombeando algo dentro de él, medio desesperado y por eso vehemente, representó un grito moviendo exageradamente los labios, aunque el sonido era casi imperceptible. Su terrible grito, en voz baja, decía: “¡Nos tenemos que rajar todos de acá, ahora!”. Después agregó: “Pero salgamos de a uno”.

—¿Por qué? ¿Qué pasa? —Le preguntó Vercelli.

—Este lugar ya no es seguro; estamos todos fichados. Además, se pudrió todo: Tengo muy malas noticias; nos vamos a tener que separar, todos. No podemos vernos más. Todo se acabó.

—¿Qué mierda te pasa? ¿Por qué no te calmás un poquito y nos explicás qué carajo te pasa?

Guzmán nuevamente bebía ríos de aire; todos, nerviosos también, esperaban la respuesta. En el otro lado, cerca del Riachuelo, el gaucho, siempre ajeno, desataba al petiso para llevarlo hasta un pastizal. No tenía estufa, pero se había gastado sus ahorros en el caballo. “Es raro ese hombre —comentaban unos vecinos que lo miraban, mientras recorrían el caminito que llegaba hasta el almacén de la avenida Roca—. En el bar, Guzmán les decía a sus compañeros: “Aa, a, ayer mataron a Santucho”. Todos se quedaron helados. “Es un ciruja raro —le decía en el caminito una mujer a su nuera, mientras unas bolsas cargadas con botellas de aceite le laceraban los dedos de las manos—: Nunca está borracho, nunca pide nada, y ojo que es muy amable cuando saluda, pero siempre anda solo. ¿Raro, no? No se junta con nadie más que con ese caballo. Ah, y nadie sabe su nombre. Y eso que hace más de diez años que vive acá, en la casita aquella de chapa que está cerca de la canchita de los chicos”.

En la mesa del bar, un vaso de agua se volcó sobre las manos de Marcelo Vercelli. Mientras miraba el agua que humedecía sus dedos, Guzmán le contaba:

—Ayer fue un día trágico: A la mañana fui a una cita con un enlace de los Montoneros para organizar la llegada de Santucho a una reunión entre ellos y nosotros. Parecía que íbamos a luchar juntos, pero el hombre de Montoneros no fue; no sé si se arrepintieron o si lo detuvieron antes de llegar. Después, pasado el mediodía, nos sucedió la peor desgracia: Todo el Buró Político estaba reunido en el departamento que Domingo Menna tiene en Villa Martelli, cerca del Acceso Norte, cuando, no sé cómo pudo pasar, llegaron los milicos. Hubo tiros. Y lo que pasó fue terrible: Secuestraron a Menna y a las dos Lilianas, y a Benito Urteaga y a Santucho los mataron en el acto. Estamos acabados, compañeros, somos sólo una tropa sin jefes...

Marcelo Vercelli, como viajando en un abismo, lo interrumpió con una sentencia:

—Ayer, 19 de julio de 1976, murió Mario Roberto Santucho.

Todos, en silencio, abandonaron sus miradas al agua derramada sobre la mesa. Hasta que Guzmán, volviendo en sí, repitió:

—Rajémonos de acá que esto se puso muy peligroso. ¡Vamos! Salgamos de a uno.

Instantáneamente, Marcelo Vercelli se levantó y enfiló hacia la puerta del bar. Y apenas tocó la vereda, surgidos de la trama macabra de algún cuento, cuatro Ford Falcon repletos de hombres cayeron en el lugar. Mientras ellos descendían armados de los autos, Vercelli empezaba a correr. Mientras los hombres armados entraban en el bar, Vercelli seguía corriendo, y escuchando: “¡Se escapa uno! ¡Ustedes tres, síganlo!” Cuando el grueso de la tropa asaltante detenía a la tropa sin jefes del PRT, el otro grupo de perseguidores le acertó un tiro a Vercelli en el costado derecho de la espalda. Por último, casi en el cenit de la operación, mientras Guzmán y sus compañeros, desde la mesa mojada del bar, empezaban a ser desaparecidos, saliendo de a uno hacia los autos, Vercelli, herido, al doblar la esquina, antes de que sus perseguidores lo vieran, subió a un colectivo que, por algún milagro, se alejó rápidamente del lugar en dirección hacia el sudoeste de la Capital Federal. Al mismo tiempo, en el potrero cerca del Riachuelo, el gaucho volvía a atar a su caballo.

Después de un lapso intangible, el colectivo, con algunas gotas de sangre en el último asiento, dejó a Marcelo Vercelli sobre la avenida Roca, cerca del autódromo. Vercelli, de frente al sur, miró por la avenida hacia la derecha: todo parecía tranquilo; después miró hacia la izquierda: en la lejanía, una mancha inquietante aumentaba su tamaño. Aumentaba su tamaño, aumentaba movediza la mancha su tamaño y ya parecía un patrullero. La mancha, a dos cuadras de Vercelli, se transformaba efectivamente en un auto de la policía federal. Hacia el sur corrió Vercelli, hacia el sur atravesó alambrados; muchos alambrados de púas del sur le lastimaron las piernas. La llanura antigua parecía recibir alegre la sangre de su espalda y de sus piernas. Y si los pastos conversaran esa pampa le diría de qué modo la quería a ésta, su sangre de guerra, y a la otra, su sangre de exilio. Marcelo Vercelli corría —su heridas también— como un niño. Corría y se acordaba de su niñez, justamente ahora que estaba por morirse. Al fin y al cabo todo era una escondida: Alguien que cuenta, otros que se esconden; algunos que son atrapados, otros que cantan piedra libre. Por fin, Vercelli cayó a tierra.

El gaucho, ya compartiendo la misma escena, lo vio. Acababa de ver a un hombre que, corriendo, cayó cerca del árbol de nísperos, sobre uno de los neumáticos que, acostados en forma horizontal como si fueran verrugas que le salieron al piso, marcaban el arco improvisado de la canchita de fútbol, canchita de juegos de niños que interrumpía la evolución natural de los cardos y demás yuyos del potrero. El gaucho se acercó despacio al postrado Vercelli.

Cuando se acercaron lo suficiente, y lo suficiente era el gaucho apoyado sobre el tronco del árbol de nísperos y el militante Vercelli apoyado sobre la vieja goma de un auto, algún silencio preparó el encuentro. El gaucho miraba a Vercelli mientras éste cavaba con unas llaves, con el llavero y con los dedos, un pozo dentro del agujero del neumático. Todo era silencio en esa escena. Pero después, Vercelli le balbuceó unas palabras al pozo y lo rellenó nuevamente. Una vez sepultada la voz, Vercelli moría frente al gaucho.

El gaucho, ese hombre siempre solitario y taciturno, ahora era infundido por algún instinto, un instinto social. Se acercó al cuerpo de Vercelli y, sin tocarlo, acercó su cara al agujero de la goma, contemplando la pequeña loma de tierra que tapaba a las últimas palabras del muerto. Ahora su instinto, su instinto social, era una mancha inquietante que aumentaba, que aumentaba y se transformaba en deseo, en deseo social: El gaucho caminó unos pocos pasos y levantó el neumático que marcaba el otro palo del arco. Haciéndolo rodar, lo puso al lado del neumático que despidió a Vercelli de este mundo.

Repitiendo las acciones del difunto, el gaucho cavó un pozo dentro de su neumático y le balbuceó unas palabras a la tierra. Después las tapó con la misma tierra.

El gaucho se puso de pie y, con el deseo social en su cenit, aunque no sabía adónde  llevarlo, abrazó al joven muerto y levantó su cadáver del piso. Y apenas dio el primer paso, surgidos de la trama macabra de algún cuento, llegó un ejército de policías desde todos los costados de aquella llanura olvidada. En esa confusa situación hubo gritos. Hubo tiros. Una bala le dio al gaucho encima del ojo izquierdo. Murió instantáneamente. A alguien le pareció que la caída de aquel hombre, el gaucho, abrazado a otro hombre, el militante, se realizaba en cámara lenta. A ese alguien le pareció que esa caída era eterna, que nunca iba a terminar.

Tiempo después, los niños visitaron la canchita y corrieron los neumáticos para darle nuevamente forma al arco. Se jugaron muchos partidos, pero, con los años, aquella cancha quedó abandonada. Los neumáticos tampoco están; alguien los quemó un día envolviendo al cielo con el humo más negro. Sin embargo, aún hoy perdura aquel potrero. Ahora, nuevamente, los cardos y demás yuyos revisten esas porciones de tierra. Dentro de sus raíces viven voces, viven voces en un tiempo eterno. Y la Historia, deseo social, es una mancha inquietante que aumenta, que aumenta tanto su tamaño que se transforma en un encuentro. Y si los pastos conversaran esa pampa le diría de qué modo la quería a la voz de uno, voz de guerra, y a la voz de otro, voz de exilio.

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