Tren

Autor: Veronica Spoturno 

a Marcelo Garmendia

 

            Son las nueve. Tengo que levantarme y simular que estoy de acuerdo con todo: con el colectivo, las escaleras del subte, el sol sobre la avenida Corrientes, los teléfonos, el encierro. Pero en algún momento voy a sentarme para escribir: la noche está toda volcada en las olas que golpean la arena. Diana duerme. Si yo pudiera dormir así, con esa cara impasible. Pero mis ojos son más grandes que la habitación, por eso salgo, al encuentro del sonido y del brillo de la luna sobre el mar.

            Si Diana recordara como yo, no tendría tan inmóviles los párpados, ahora. Pero yo tengo que doblar el cuerpo, sentarme en la arena, agachar la cabeza y dejar de ver y oír, para traer a la chica del tren, la de años atrás, la de hoy, que me invade los ojos que ya no ven el agua negra.

            Conozco esa cara, me digo cuando sube, tropezándose, al vagón. Tiene cara de perra o de loba, los dientes casi entreabriendo los labios apretados, la mandíbula fuerte y orgullosa.

            Se desocupa el asiento de al lado, y lo ocupa con un “¿Cuántas faltan para Moreno?”, y no sé si se dirige a mí o al espacio que llena mi cuerpo, si le está hablando al cloqueo del tren. Elijo responder “Tres. Yo me bajo ahí.” Pero no elijo esa segunda oración, la sensación inmediata del ridículo. Ahora sí, me mira. No conozco esos ojos, no pude haberlos mirado y olvidarlos. No son de perro ni de lobo, ni de ningún animal que pueda imaginar.

            De golpe me suelta las palabras en la cara: “¿Va a visitar a alguien?”, y así el resto del tiempo, poco, que tardamos en decir “Bueno, llegamos”, y estirar las piernas.

            Bajo en la estación, ayudándola a no enredarse en la pollera. Que no está apurada, dice, que sí, sí tomaría algo fresco.

            Llamo a Diana, “hoy me tengo que quedar en Capital, pensé que iba a poder ir, nos vemos mañana”.

            Dos o tres horas pasan cerca nuestro, sin rozarnos. Después veo a un amigo, prefiero no contarle nada todavía. Voy rumiando una pena dulce, mientras me acerco a la estación.

            Los jeans siguen mojándose, es mejor levantarse y caminar un poco. En el agua fría termino de disolver la boca ávida, el pelo negro, bailándole en la espalda cuando se iba, la sangre tiñendo las piedras, entre las vías (ella había dicho “la vida es una mierda” y mordió las sábanas). El cuerpo que ahora todos podían ver no tenía relación con el que me había mostrado antes. Este era más agresivo en su quietud, más obsceno.

            Diana duerme, me repito, como un conjuro. Quisiera compartir su sueño blando. O no, está tan acostumbrada a tenerme al lado que quizás una pierna inquieta esté buscándome en la cama.

            Ya voy, Diana.

            Y ella nunca me habló. Es cierto que miré la pollera, negándose a destrabar las piernas. Es cierto que pensé en un momento que iba a aullar, cuando miró hacia arriba. Porque no me miró a mí, porque le busqué los ojos y se movió más rápido, por eso no pude ver de qué eran esos ojos. Después la vi entre las vías, pero ya no era ningún animal.

            -¿Llamaste al imprentero?”, grazna mi jefa, desde su oficina.

            -No- digo, mirando una vez más la noche extendida por mí como un mantel sobre el escritorio, el mar que se sacude, la luna, a la que ahora tapan algunas nubes.

           

Volver a Página de Cuentos