3 de julio de 1999

“Final Alterno”  

Autor: Viviana Talavera

Las sirenas despertaron de su sueño indiferente, a los vecinos del edificio donde vivía Gabriel. Despeinados y amodorrados aún, la gente se agolpaba en la acera, mirando hacia arriba. En lo alto una figura se destacaba contra el gris de la madrugada. Sus ropas se azotaban con la brisa fría que precede al ascenso del astro rey.

La policía había hecho un cordón y cercado la calle en un vano intento de no atraer más curiosos. Alguien comenzó a hablarle a la figura solitaria en la azotea, intentando convencerlo de no arrojarse.

Gabriel los escuchaba con una sonrisa extraña, más bien era una mueca de desprecio. A ellos no les importaba si saltaba o no. Su trabajo era evitarlo. A nadie le importaría que se convirtiese en una mancha roja en el paisaje.

Tenía un poco de miedo, era verdad. Ese cosquilleo que sube por las piernas cuando se contemplan los alrededores desde una considerable altura. Era una sensación que le producía poder.

Al fin de cuentas el mundo seguiría girando aunque ya no participara. Sólo somos incidentales viajeros transitando su superficie, intentando vivir la vida lo mejor posible. Deseando jugar las cartas correctamente; pero a veces, como le pasó a Gabriel, nos damos cuenta que nuestra mano es tan mala que de nada servirá mentir y es mejor irse al mazo.

Respirando profundo pasó sus largas y delgadas piernas sobre el barandal y asiéndose firmemente se sentó, con los pies colgando.

Abajo cada vez había más gente. Los primeros rayos de sol asomaban a lo lejos tiñendo de rosa el ambiente. El aire, aún a esa hora olía a humo. Extrañaba la época en que despierto a esa hora, en su barrio natal, oía los pájaros y percibía el fresco aroma de la madrugada. Ahora sólo sentía el hedor de la contaminación y escuchaba el monótono y devastador sonido de la civilización que corría alocadamente, sin saber muy bien a dónde iba.

De pronto un ruido detrás de él lo sacó de su letargo de ensoñación. Un policía, que parecía cansado, tal vez por haber pasado una mala noche; se le acercaba desde la salida de la terraza.

Le hablaba pero él no lo escuchaba. No podría mentirle. Los hombres no le harían más daño.

Saboreando esa sensación de omnipotencia, cerró los ojos, extendió los brazos y se inclinó hacia delante. El policía intentó atraparlo; sintió el roce de sus dedos en la ropa. De todas formas era libre.

Abrió los ojos, disfrutando la salvaje brisa que arremolinaba su cabello. La aceleración era cada vez más grande. El suelo se acercaba con vertiginosa velocidad.

Ya nada importaba. Este sería su último salto; sólo que en su espalda no llevaba el peso del paracaídas, sino el de sus frustraciones y sueños truncados.

Al llegar al décimo piso ejecutó algunos giros sobre sí mismo, en beneficio de sus ocasionales espectadores, y luego volvió a la posición básica.

Un instante después su cuerpo se estrellaba contra la vereda salpicando con su sangre, las sucias baldosas que algún día conocieran tiempos mejores.

Después de que se llevaron el cadáver, los curiosos se dispersaron como una murmurante marejada humana; ávida de hechos monstruosos.

En unos pocos meses todos olvidaron a Gabriel. Sólo algunas almas sensibles lo recuerdan y se preguntan que encrucijada equivocó para tener esa única opción. ¿Qué extraña e intrincada conjunción de acontecimientos lo llevaron a ese melodramático final?

Tal vez nunca lo sabremos, pero mientras su ataúd baja a la sepultura, rememoro sus actos pretendiendo encontrar un final alterno.

 

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