Autor: Jorge Pouso Ponciolo (Montevideo, Uruguay) 

Jugando a muerte

 El juego estaba muy entretenido. La roja pelota de goma picaba errática entre piedras y desigualdades del potrero mientras hombres y muchachos corrían tras ella con un alboroto de risas, órdenes y reproches. La tardecita del domingo había traído aquella diversión inesperada, especialmente para el muchachito. Le habían confiado la custodia de aquel espacio entre dos grandes piedras a modo de arco, que el imaginaba como perfecto marco de madera blanca, con todo y red. Recreaba ovaciones ensordecedoras cada vez que la esquiva pelota se le aproximaba o tomaba contacto con ella. Hasta había recibido aquel

-¡Buena botija! ¡a muerte che!

 Un pelotazo, sonoro y poderoso, arrojó la pelota lejos y sobre las chircas. El peoncito corrió a buscarla, pero de pronto se quedó inmóvil y en cuclillas. Su mirada se cruzó con la pupila vertical de la crucera solamente un segundo y al siguiente dos puntos carmesí en la mano derecha y al siguiente aquella nausea y la certeza de la muerte. Gimiendo sordamente y bañado en sudor lo llevaron hasta las casas, mientras los hombres hacían arrancar la vieja camioneta. Había que llevarlo al pueblo en una carrera de cuarenta minutos. No tenía chance y todos lo sabían. Pero lo llevaron igual. Dejó de respirar bastante antes de llegar la pueblo, ya cadáver.

 

Pecaríes de collar

Como a las cinco de la tarde comencé a juntar lo necesario para ir a pescar: un morral, pan viejo para las mojarras, un buen sombrero de paja para soportar las treinta cuadras de campo al sol de enero que había entre las casas y la Laguna de la Reina y mucho ánimo y esperanza. Las cañas de pescar tenía que pedírselas a doña Felicia Urgoite que como vivía a unas cinco cuadras del monte de la laguna era la depositaria de los enseres de pesca de casi todos los vecinos. La gente iba a caballo hasta allí, juntaba sus cañas, sedales, boyas y anzuelos que doña Felicia guardaba en un galponcito de paja y terrón y hacía las restantes cuadras a pie hasta la profunda laguna mientras dejaban los animales a la generosa sombra de un montecito de eucaliptos. Al retorno, que podía ser al otro día, devolvían las artes, le dejaban a la Doña algunos bagres o tarariras, ensillaban y de vuelta para sus casas. Felicia Urgoite vivía con su hijo Vico, el menor de diez y famoso porque no siendo m! udo muy pocos conocían su voz. Era una anciana voluminosa alegre y generosa –pañuelo blanco en la cabeza- siempre vestida con ropa holgada y florida. Al verme llegar salió a recibirme mientras frotaba sus manos en el delantal –siempre estaba cocinando algo- y una nube de perros de todo pelo, color y tamaño caracoleaba ruidosa e intermitentemente en torno a ella y al caballo de la visita. La voz de la Doña era engolada y potente

-Buenas tardes mijito ¿vas pa la laguna?

¿Y a que otra cosa podía ir alguien por allí? A pesar que las inundaciones la tenían a mal traer la Doña seguía viviendo en ese lugar y yo sospechaba que era una manera de asegurarse muchas visitas de pescadores con quienes dialogar e intercambiar nuevas y regalos comestibles. Saludé, desensillé y reuní las cañas mientras doña Felicia juntó en una vieja bolsa de arpillera marrón unas bostas secas que me ofreció imperativa junto con unos pastelillos de dulce de membrillo envueltos muy prolijamente en un repasador blanco con guardas rojas

-Llevate estas bostas pa los mosquitos y unos pastelitos pa la nochecita

Salí caminando con las cañas al hombro seguido inconstantemente por la caterva de perros, eso sí todos bien gordos, hasta la entrada al monte de la laguna. Luego de una cuadra llegué a uno de los pesqueros. La Laguna de la Reina era un lugar magnífico, umbrío y pleno de pájaros, con aguas claras, playas y buenos lugares de pesca. De contornos irregulares no era muy amplia y desde varios lugares se podía apreciar la otra orilla con gran nitidez. Era mi lugar favorito de pesca y más de una vez había pasado la noche cuando el pique del bagre era tardío. Elegido el pesquero, monté mi sencillo campamento y me dediqué a la pesca de las mojarras que, vivas, ponía en una lata de aceite casi llena de agua. Al atardecer, mientras disfrutaba de los dulces pastelillos, encarnaba con aquellas la caña mayor y un aparejo de fondo; entonces había que esperar los peces grandes que, más cautelosos, requerían silencio, paciencia y bastante fortuna. Tiempo después, cuando m! e disponía encender las bostas para hacer humo –el sol se estaba por poner- fue que los ví. El primero descendió lentamente por una pequeña barranca hacía la laguna, pequeño y sigiloso, oteaba a cada paso elevando el hocico blanquecino exponiendo el pecho marrón grisáceo cruzado por un collarete completamente blanco. El escaso viento y mi posición en la otra orilla  no les permitieron apreciarme. Bebió rápidamente e hizo lugar a otro y otro hasta que la piara entera, incluyendo los jabatos, saciara la sed. Inmóvil, temiendo a cada instante espantarlos, observé aquel delicado ritual de agua de aquellos animales absolutamente salvajes.

Entrada la noche volví con mi único bagre a la casa de Doña Felicia que salió a recibirme con su gran farol a queroseno. Estaba alegre –como siempre- y de buena gana aceptó el pescado luego que le asegurara que en el morral había dos tarariras. Cuando estaba ensillando me dijo, manteniendo el farol a la altura de su cara

-¿Viste los jabalises?

Sorprendido en mi secreto, me dí vuelta la miré a los ojos y le contesté

-¿Y usted Doña, cómo sabe?

-Tenés cara de haberlos visto. Yo sé....

Sonreí. Ella, que también sonreía, tenía cara de saber casi cualquier cosa que no se le hubiera dicho.

 

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