La novela

Ana Keijó

 

Con el cuerpo tembloroso, las manos transpiradas e inquietas, escuchó Francisco el anuncio de los premios, los  de poesía primeros, le siguieron los cuentos; pronto se revelaría el  género en el que había concursado: la novela. Conocía el resultado, la editorial lo habían informado por carta, por mail y como si hubiera sido insuficiente, también por teléfono. No tenía dudas que le otorgarían el primer premio. A pesar de ello, que todo estaba previsto, la ansiedad crecía, sus temores estaban lejos del teatro donde se desarrollaba el acontecimiento. Su familia sería sorprendida, así como René, recién llegada de Italia, y  sus amigos, que hoy lo acompañaban. A ellos los conformaba uno de los premios, desconocían que se trataba del primero. Francisco  no sentía enojo por las expectativas indefinidas de los suyos. Nadie aún había leído un renglón de la obra. Sincerándose, aventuró a pensar que él también la omitía.

Sus pensamientos se interrumpieron con el anuncio:

— Y en el género novela, el primer premio, lo obtuvo... el Sr. Francisco Fosisi –vociferó el locutor.

Francisco caminó hacia el escenario. Los aplausos recalaban en su cabeza, lo aturdían. Avanzó con dificultad, crecía el malestar; deseaba huir, perderse. Los amigos lo palmeaban a su paso. Su familia lo aplaudía fervorosa. René, emocionada se secaba las lágrimas. Francisco  recorría el pasillo alfombrado. Al llegar a las dos primeras filas de butacas, le pareció verlo a él, de espaldas, sin rostro, como siempre.

Después de los abrazos y de estrechar las manos del jurado, iluminadas por los flashes de los fotógrafos, los organizadores le ofrecieron el micrófono pidiéndole unas palabras. Francisco comenzó agradeciendo a la editorial, resonaba ampliada su voz en el auditorio; lo asustó escucharse y un delirioso recelo, fue irrumpiéndolo; iba a nombrar a sus seres queridos, cuando oyó desde la platea la voz lastimera, melancólica de él, que decía:

—Mamá, vení...

Francisco Fosisi cayó desvanecido.

 Abrió los ojos,  la luz fluorescente azotó sus párpados. Volvió a cerrarlos; buscó sonidos en el lugar, necesitaba orientarse. Tal vez se encontraba en una fiesta, en las que se pierde toda noción; tal vez, en  una comisaría después de zarparse, como lo hacía últimamente. Tal vez, en su casa, rodeado de tías viejas, a quienes gustaba escandalizar con sus ataques de furia.

Oyó cierto murmullo muy cerca de él. Aguzó el oído, comprobó que era un lamento, un llanto  ahogado. Más adelante, descifró una palabra: —mamá... –y siguió el apelativo: —vení...

¿Era un hospital? Recordó entonces a los enfermeros, haciendo guardia en el living de su casa, su familia, la madre llorando, el médico que justificó la inyección, y después, ya no evocó más.

 Sus ojos se habituaron a la luz agresiva. Vio el techo celeste de la habitación, las paredes tenían el mismo color, su vista no llegaba al piso, y lo imaginó también celestón. Miró hacia su costado y vio a un chico delgado, cabellos lacios, de color renegrido, incrustaba su rostro en la almohada y lloriqueaba repitiendo esa frase:

—Mamá, vení.

Francisco lo  consideró infantil; impaciente, quiso incorporarse y vio los cinturones que lo ataban desde los brazos y las piernas a la cama. Entonces gritó. Fue un alarido que atrajo a su lado a una robusta enfermera.

—Te despertaste bonito –dijo melosa.

—¿Dónde estoy? –preguntó Francisco  con brusquedad.

—En el centro de recuperación del Hospital Ferrer.

Quedó en silencio, notó que su compañero de cuarto seguía en idéntica posición. Algo indiferente el nabo, se dijo Francisco  y lo apartó de su cabeza. Ahora tenía que pensar en cómo salir de ese lugar.

Es necesario conquistar a la mujer gorda, se propuso.

—Te voy a desatar los brazos así podrás desayunar y llamarme pulsando el timbre –señaló la enfermera.

Miró hacia la ventana de la habitación. Estaba cerrada, con una cortina metalizada, tipo americana,  no se filtraba luz de día.

—¿Qué hora es? –preguntó.

—Son las seis de la mañana del lunes, a vos te internaron el sábado.

—¡Dormí dos días! Me dieron una pichicata para caballo –comentó con un tono que ahora mostraba abatimiento.

Ya  no quería escapar, resignado, sabía que René estaría en viaje hacia Italia. Su intoxicación no la retuvo, tampoco lo sacó a él del mapa como esperó el sábado. ¡Mi familia!, mi metida familia, se dijo.

—¡Mamá, vení! –repitió el vecino de cama.

Francisco  volvió a llamar a la enfermera.

—No aguanto a este tipo, sáqueme de aquí.

—Tené paciencia hasta que venga el médico, controlate así no te inyectan nuevamente  –trató de reprimirlo.

 Los párpados le pesaban cuando despertó. Francisco  volvió a ver el mismo cuarto celeste. Esta pesadilla se repite, dijo y vió a su costado la cama vecina con el colchón enrollado; ya no había nadie.

Por lo menos no tendré que bancarme al llorón, y apretó el timbre.

Acudió una enfermera. Era flaca, con rostro de neurótica insatisfecha, la sopesó.

—¿Qué día es?

—Buenos días Sr. Fosisi. Hoy es miércoles, pronto le servirán algo para comer. Ya pasaron con la cena mientras usted dormía –recitó.

Francisco  miró hacia la ventana. Habían sacado la persiana metálica; en la oscuridad exterior se veían como testigos fantasmales, las sombras de unos árboles.

—¿ Y el llorón?

La enfermera no respondió; luego, se marchó silenciosamente.

 Francisco  llevaba una semana en el hospital Ferrer. Recorría los jardines cuando se acercó otro enfermo, lo señalaba su pijama.

—Sos el nuevo, compartías el cuarto  con el pibe que se suicidó –le soltó.

Francisco, sacudido,  se sostuvo del tronco de un árbol.

 El llorón se había matado, a su lado, y él impotente, dormido. Aquél latiguillo de ‘mamá vení’ lo anunciaba, pensó.

—¿Cómo se mató? –y de inmediato, se arrepintió de su pregunta.

Y a mí qué me importa cómo se mató, rumió encaminándose hacia la puerta de entrada del edificio.

 Sentía enojo; a sus espaldas, el otro paciente, elevando la voz, dijo:

—Se ahorcó con la correa de la persiana americana. La ató a la barra del baño.

Francisco  ya estaba en el hall. En este lugar de mierda nos quieren quietos, muertos, si uno da dos gritos te jeringuean y quedás del otro lado por varios días; el infeliz no jodía y lo dejaron hacer, caviló.

 Fue a su habitación, la puerta del baño estaba abierta, entonces contempló la barra. Luego, se tiró sobre la cama, sabía que pronto algún enfermero lo vendría a buscar. Miró a su alrededor y sus ojos se detuvieron en la mesa de luz que compartió con el muerto. Y allí, en el estante inferior vio una pila de papeles.

Los dejaron, seguramente creyeron que me pertenecían, se dijo.

En los papeles, escritos con letra diminuta y apretada, se hallaba la novela.

Ana Keijó

8-6-2002

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