LAS RANAS NO CROAN CUANDO LLEGA LA TORMENTA.

Autor: Pedro M. Martínez Corada

  

El Dorado era un champú

la virtud unos brazos en cruz

el pecado una página Web

(Joaquín Sabina)

 

A Gabriela le entraron ganas de reír, cuando vio a su tío Pablo contemplar azorado la ceniza de su cigarrillo a punto de caer sobre la madera brillante, impecable, del piso, pero no lo hizo por respeto y porque estaba colgada boca abajo, sujetada por sus piernas firmemente apretadas alrededor de la barra del trapecio que pendía sujeto del techo de uno de los laterales del  pequeño gimnasio. El tío Pablo puso la mano debajo del cigarrillo y miró desesperadamente a derecha e izquierda, buscando una maceta salvadora en el despejado salón.

- Tírala al suelo, tío... que no pasa nada. – Gabriela levantó el torso y después de asir la barra con las dos manos se descolgó hasta el suelo en una pirueta elástica y casi perfecta – El tabaco te va matar, tío...

- Y tú un día te vas a partir el cuello, Gabi.

Era poco probable que Gabriela Leyva, campeona universitaria de gimnasia, se partiera algo en un ejercicio tan sencillo, y el tío Pablo lo sabía, pero no se le había ocurrido decir otra cosa mientras miraba como se estrellaba la ceniza gris contra el brillante parquet. Esparció la ceniza con el pie y, más relajado al ver como ésta parecía desaparecer, contempló a su sobrina erguida como una estatua sobre la colchoneta, los brazos extendidos formando dos perfectos ángulos rectos con el cuerpo, las piernas largas y musculosas completamente juntas y el torso erguido hacia delante, desafiante bajo la apretada malla de color azul marino que hacía resplandecer, aún más, la rubia melena de ella y pensó que estaba guapísima, más guapa todavía que cuando ganó su primera medalla de oro, más mujer. Gabriela se dio la vuelta y corrió a abrazar a su tío.

- Tío, tío, hacía tiempo que no venías por casa... – dijo, mientras le abrazaba y besaba en las dos mejillas – espera... te traeré un cenicero... pero ¿cómo no te lo dio Wilma, cuando entraste...?

- Esa cubana del demonio odia el tabaco más que tú, lo cual tiene bemoles... – gritó el tío Pablo al pasillo por donde había salido su sobrina. Gabriela regresó al poco tiempo con el cenicero y lo puso encima del potro, esperando a que él terminara de apurar la colilla y lo apagara.

- Estás hecho un desastre tío... mira que corbata, es horrible. – Ahora sí rió alegremente la joven, mientras se acercaba a colocarle bien el nudo – y el pelo, tienes que cortarte el pelo ya... – Pasó las manos por la despeinada y gris melena de su tío, para volver a abrazarle después.

Pablo se perdió unos instantes entre los brazos de su sobrina, y sonrió viendo a la pareja que formaban reflejada en la pared cubierta de espejos que se encontraba a espaldas de ella. ¿Cortarse el pelo?..., ¡de eso, nada!, pensó, el pelo estaría ya un poco gris pero era de lo poco que le quedaba entero después de cincuenta y dos años de vida y se complació mirando su melena en el espejo: lisa y de un color negro profundo todavía en muchos sitios, peinada con una raya en medio que producía dos amplias guedejas que a veces llegaban a taparle los ojos.

 - Mucho trabajo, Gabi... – Pabló se separó lentamente del abrazo - ...mucho trabajo. ¿Vamos a tomar un café al Puerto? – Prendió un nuevo cigarrillo.

- ¿No has desayunado todavía, tío? ¿Quieres ir tomando algo, mientras me ducho?

- No, te espero; me apetece subir a Navacerrada como en los viejos tiempos...

- Anda, ve con Wilma a tomar un algo, que no te va a comer. En veinte minutos estoy lista.

 Wilma, a pesar de las quejas de Pablo, se llevaba bien con él. Se llevaban bien los dos. La cubana era bajita y escueta, mulatona, pelo árido ya casi blanco recogido en un moño y varios lunares negros que le salpicaban la frente y las sienes. Wilma tenía la voz viva y chillona del Caribe y cuando hablaba sin parar, es decir casi siempre, atacaba los nervios de Pablo que imaginaba entonces a diez o doce de aquellas mujeres quejándose en una cola de cualquier tienda de racionamiento de La Habana. Pablo le había dicho muchas veces a la cubanona: no teníais que haberos ido, seguro que habíais acojonado hasta al propio Castro; palabras que por otra parte no la incomodaban ya, eran muchos años en España y en la isla le quedaban nada más que recuerdos: hasta su marido estaba enterrado en el cementerio de La Almudena, fallecido a consecuencia de un infarto; el tabaco, dijeron los médicos.

 Pablo saboreó el delicioso café que hacía Wilma, mientras contemplaba desde el amplio ventanal de la cocina la silueta de los Siete Picos nevados, recortándose contra un cielo azul transparente que ya anunciaba la primavera. A nadie que le gustara el café, se le habría ocurrido negarse a tomar un buchito de los de Wilma; eran sólo tres o cuatro sorbos de infusión, en un vaso muy pequeño, pero arrasadores: el café, muy caliente, parecía tapizar toda la boca, espeso y sabroso, y el aroma se elevaba hasta el cielo del paladar inundándolo todo hasta llegar hasta las fosas nasales.

 Mientras daba el último trago a aquella delicia, Pablo se olvidó de la charleta atronadora de Wilma. La sangre comenzó a palpitarle en la cara y el pecho, suavemente, al compás de la droga que le inundaba el sistema circulatorio haciendo caso omiso a la píldora contra la hipertensión que se había tomado aquella mañana, y, a pesar de los pálpitos, suspiró por un cigarrillo. En el amplio jardín del chalet de su hermano, ahora habitado sólo por Gabi y la cubana, los primeros rayos de sol comenzaron a filtrarse a través de las espesas agujas de las ramas de los pinos melis, despertando a la oscura agua de la piscina; graznidos de grajo, arrullos de paloma y algún gorjeo difuso, quizás de golondrina, saludaban la espléndida mañana.

 - ... Y entonces le dije que yo no era colombiana, que hablaba cubano pero que era española y si quería decir papas, pues lo decía, pues España es un país muy libre, no tanto de libre como los Estados Unidos, tal vez, pero muy muy libre y además en mi isla cubana todos somos casi gallegos, españoles... – Pablo tuvo la sensación de haber conectado una emisora de radio,  Radio Habana Libre como mínimo, cuando le regresó la voz de Wilma – ...para más señas y mi abuelo, sin ir más lejos, era de Asturias y se casó con mi mami Margot sin problema de que fuera negra... no como ella que seguro anda llamando sudacas a las buenas personas... ¿No le parece, señor Pablo?... ¿Otro buchito?...

- No, muchas gracias Wilma, está fenómeno, muchas gracias, pero este ya me ha puesto cardíaco...

- El café no sube la tensión, señor Pablo, lo decía mi madre que en paz descanse, la tensión la sube el tabaco y dormir poco. Unos buchitos de café y un par de roncitos  al día son de lo mejor para la salud... - Gabi entró derramando olores de espliego en la cocina y se despidió con dos besos de Wilma, interrumpiendo su nuevo discurso.

- ¿Nos vamos, tío? Navacerrada debe estar preciosa...

 

Soy un desgraciado, je, je – La risita mordaz de Pablo atemperó la crudeza de la frase – y tendría que haber nacido muerto.

- No seas burro – dijo Gabi, con cara de no creer en absoluto lo que acaba de oír.

- ¿Cómo que no? El caso de Abilio, tú no te acuerdas ya de él eras muy pequeña, es de lo más grande que me ha pasado en la vida y ya no tengo ni idea de penal; eso suponiendo que alguna vez haya tenido idea de penal, y encima está en como murió el deán ese...

- Lo leí en los periódicos, pero ¿qué tiene que ver Abilio en el tema?

- Abilio... Buen chaval – prosiguió Pablo, instalándose en los recuerdos – era un cachondo mental y el mejor escalador que he conocido; anda que no hemos estado veces aquí en Arias, desayunando o resguardándonos de la ventisca, porque entonces si que hacía frío de verdad y nevaba en serio..., pero de los libros, nasti, se quedó en tercero para siempre, eso sí, como su viejo era joyero los suspensos se la traían al pairo; la última vez que le vi en el cuarenta y uno de Princesa, me contó un rollo de una productora de cine, arte independiente me dijo, la revolución estética, una historia infumable que olía a pornografía por todos los lados, estaba cantado, y mírale ahora le quieren colgar un marrón por lo del canónigo.

 

La venta Arias se llenaba de domingueros que se paraban curiosos ante las vitrinas que exponían los piolets, viejos y resecos por la falta de aceite de linaza, las medias de gruesa lana sin desgrasar y las insignias con edelweiss y picos nevados, testimonios de historias y agradecimientos de viejos montañeros; si el alpinismo fuese una religión – pensó, Pablo – aquel bar sería su basílica.

- ¿Me quieres decir entonces que al deán de Burgo de Osma, lo mataron? – preguntó Gabi, prendada ya de la historia - ¿Y que Abilio está metido en ese asunto? Nada dijeron los periódicos de asesinato.

- No, no, las circunstancias de la muerte del cura son un misterio, pero el tío estaba metido en una cosa muy fea de pedofília en internet y ahí aparece Abilio, el productor de cine independiente, – Pablo subrayó con sorna la última palabra – piensan que era el socio del palmarile y el que le atiborró el ordenador de fotos y vídeos pornos con niños. ¡Joder! Una cosa muy ful que no creo que sea capaz de hacer Abilio, no, no le creo capaz...

- Pero ¿qué dice la policía de la muerte? – insistió Gabi, sonriente, agradecida como siempre a la forma de hablar de su tío, salpicada de términos marginales que poco tenían que ver con su carrera de abogado, pero mucho con la agitada época de su juventud – Eso de la combustión espontánea no se lo creen ni ellos.

- Tampoco yo me lo creo, tampoco yo. O sea, que el guarro del cura se sienta ante el ordenador, le mete caña al ratón para ponerse a tono y en uno de los clic se le abrasan las entretelas, quedándose más chupado que un saci. No, no, no me creo la explicación, pero la autopsia dice eso, que se abrasó por dentro mientras miraba la pantalla – Pablo prendió un pitillo y contempló durante unos instantes la brasa, como si le fuera a consumir el cuerpo – y, fíjate, que se abrasó ¡sólo él!, el ordenador funcionaba cuando lo encontraron y nada estaba dañado alrededor del fiambre, me cago en diez, si me dicen que le fulminó por chungo la estatua del Cristo que tenía detrás, me valdría como explicación más o menos lo mismo, pero...

- ¿Y en el ordenador que había? – Gabi le interrumpió, vehemente. - Lo que hizo el deán ha tenido que quedar ahí grabado, ¿lo sabes?

- Estoy en ello, estoy en ello, de momento tengo unos mensajes del cura a Abilio, te dejaré las copias, pero ahí entras tú, sobrina, que sabes un güevo de eso y lo mismo encuentras algo en los archivos, bueno, si me los pasan de una vez y si puedes ayudarme..., – Pablo la miró fijamente, aunque sabía que lo haría, y vio como a Gabi le brillaban los ojos de color miel – como cuando la quiebra de Pentel, que sin ti no habría descifrado aquellos ficheros... ¿Quieres otro caldito montañero? – Gabi negó con la cabeza un par de veces, al tiempo que ponía las palmas de las manos encima del tazón que tenía delante de si, todavía medio lleno – Bueno, pues al loro, pasado mañana el juez me ha dado permiso para ver la habitación donde la diñó el pervertido, joder, Luis de Aguirresteraga y López de Ansúa, se llamaba, que bárbaro, podía haber sido piloto de Iberia, también... - Gabi rió la comparación que acababa de hacer su tío, con carcajadas transparentes - ... no, no te rías, que todos los pilotos tienen nombres así, me acuerdo una vez que..., pero, nada, como decía, al tajo, el martes nos vamos a Burgo de Osma, miramos el ordenador y la habitación y te enseño las fotos de cómo lo encontraron... ¿De verdad que no te causo extorno, sobrina?

- ¡Que va, tío! El lunes lo arreglo en el despacho con la secretaria.

 

Pablo observó a su sobrina, con riesgo de que se le licuara la mirada. Expectante ante sus palabras, radiante con una sencilla cola de caballo que le recogía apretadamente el pelo rubio tras las sienes, dejando al descubierto las preciosas orejas adornadas con pendientes de oro pequeños, dos puntos que destacaban la perfección de sus lóbulos. Su hermano, Ernesto, lo había hecho muy bien, pensó. Gabi tenía veinticinco años como veinticinco copas de Europa seguidas; deportista, excelente estudiante y ahora directora de una de las empresas de informática de Ernesto; era más que un regalo del cielo. Teniendo una sobrina así, ¿para qué necesitaba él tener hijos?, siguió rumiando, y menos cuando a él las historias de familia le aterraban; estaba bien como estaba, aún cuando a veces le apretara el cinturón el bufete y alguna noche con qüisqui de más le laminara el alma en su solitario apartamento.

- Óyeme, tío, - Gabi apretó sus manos alrededor del brazo que Pablo tenía apoyado sobre la mesa - ¿cuál fue la última página que vio el cura, antes de morir?

- Dato importante, en efecto – Sintió que le costaba trabajo despejar la mente del tropel de recientes sentimientos. – Era una página güeb que ya no existe y que tenía una frase: la puerta se abrirá, cuando las especies callen. El silencio de la vida, anunciará al nuevo señor de la tierra. – leyó Pablo en una servilleta de papel arrugada – Lo que suena a profecía de secta norteamericana, que son los que más saben de estos rollos.

- Habrá que buscar esa frase... ¿Sabes si la policía la ha buscado?

- Dicen que la página desapareció sin dejar rastro y que el usuario o el güebmaster, o como se diga, dio unos datos falsos. De lo más normal. Suponiendo que lo que tenía la página fuera ilegal no iba a poner el número de teléfono de la oficina; para llegar a esa conclusión no hace falta saber del internet.

- Está claro, tío. Pero esa página quizás siga conteniendo la frase, y ahora esté instalada en otra parte, quizás... Pero, bueno, antes de ponerse al tajo, como tú dices, tendremos que comer ¿no? ¿Te quieres quedar a comer, tío?

- ¿Otra vez comida china?

- No, no – sonrió la muchacha – hay comida cubana.

- ¿Plátanos a puñetazos?

- Seguro.

- Entonces sí. – Sonrió de nuevo Gabi: su tío se habría quedado aunque tuviera que comer arroz tres delicias.

 

La carretera de Las Dehesas estaba preciosa, a pesar de la circulación propia de un domingo con tan buen tiempo y a través de las ventanillas se colaba el oloroso frescor del pinar. Gabi miraba de vez en cuando a Pablo, atento a los detalles del pinar, a las umbrías salpicadas de tenues reflejos del sol sobre la nieve dura que se mantenía entre ellas y al río que de vez en cuando aparecía en el fondo de la quebrada, contemplación que sólo interrumpía para volver a poner su canción. Siempre tenía una canción que escuchar, y lo hacía de manera desmesurada: cuando una música le gustaba la repetía sin cesar; los discos digitales, decía, habían sido el mejor invento de los últimos años.

 

Gabi no recordaba casi a su madre y su padre viajaba mucho. Wilma la había criado y Pablo era quién había estado siempre al lado de ella, en sus estudios, en sus sueños, en sus problemas. Redujo la velocidad para darle tiempo a escuchar de nuevo la canción, su canción, antes de llegar a casa y volvió a mirarle, embelesada, mientras le hacía el coro a la cantante

 

...sobre un cascarón de nuez
mi corazón de viaje

luciendo los tatuajes

de un pasado bucanero...

 

como si estuviera detrás de ella, cantando en un escenario. Si alguien era capaz de irradiar algo bueno, de empapar con el aura más suave y cálida, ese era su tío cuando cantaba.

 

El cristo miraba directamente hacia la mesa del ordenador, tal y como había dicho Pablo. El despacho del deán era sencillo, con muebles baratos y sólo la efigie del crucificado y un par de cuadros antiguos, que desentonaban claramente en el conjunto, daban un toque de calidad eclesiástica a la pieza. El oficial del juzgado no perdió comba de los movimientos de Pablo y su sobrina, oficialmente asesora de la defensa, alrededor de la mesa y del ordenador, mientras un enviado de la diócesis miraba la escena en actitud circunspecta. En poco más de treinta minutos, Gabi había visto ya todo: el ordenador estaba sin disco duro y su aspecto exterior no mostraba signos de violencia; el ratón no estaba y los cables de conexión no mostraban signos de haber sufrido sobrecarga. Pablo se despidió de los funcionarios y empujó a Gabi hasta el Palacio del Virrey, en donde se sentaron cerca de la entrada, frente a la catedral.

- ¿Decepcionada? – preguntó Pablo a su sobrina, después del primer sorbo de cerveza.

- Un poco, tío. Esperaba algo más de la visita, no sé... – Miró con gesto de enfado hacia el templo. ¿Y el sillón? Es como si estuviera nuevo, no lo entiendo. Es imposible... ¿Te diste cuenta de la marca del cuerpo del deán en el respaldo?

- ¿Qué marca? Pero si el sillón es de tela sintética, no tenía ninguna marca... – Pablo se interrumpió. Nunca se acostumbraría a la especial capacidad de percepción de Gabi, ni aunque pasaran mil años.

-  Era como si el respaldo fuera un papel fotográfico y el cuerpo impidiera que hubiese llegado la luz hasta la tela. – La muchacha seguía mirando atentamente los dos grandes arcos de la fachada de la nave central de la iglesia. – La luz, o lo que sea, es decir... lo que sea, esa luz, mató al deán y dejó su marca en el respaldo de la butaca.

- Y te sientes decepcionada, encima. Ese sillón lo miró y lo remiró la policía, sin encontrarle nada en especial, y ¿por qué dices que es como si estuviera nuevo? – Pablo pidió otra cerveza, cuando Gabi entraba en trance, se sentía especialmente sediento.

- Perdona, tío, quizás la palabra nuevo no era la apropiada. Todos dejamos en las cosas una impronta, algo que se puede percibir. Si ponemos la atención adecuada, veremos esas marcas, o como tú quieras llamarlas, a veces en forma material, manchas, pelos, hasta pequeñísimos restos de piel o de fluidos; y, a veces, en forma de energía y cuando alguien muere se desprende mucha energía...

- Joder, sobrina, siempre me das miedo cuando hablas así, ¿recuerdas cuando murió la abuela...? – Pablo se arrepintió inmediatamente de lo que había dicho, pues Gabi pareció despertar de un sueño, regresar desde algún lugar perdido entre los muros de la catedral.  – Perdóname, cariño, no quería...

- Tío, al deán lo mató algo que no era humano, no sé si está entre nosotros todavía, pero estoy segura que no era humano... – Dijo. Y un par de lágrimas le resbalaron por las mejillas.

 

 

A Pablo le costó casi media hora reconciliarse consigo mismo y una entera que Gabi sonriera. La joven era muy niña cuando murió la abuela Rosa en la antigua casa de la calle Santa Engracia y en el mismo momento en que falleció, Wilma encontró a la chiquilla charlando tranquilamente con la mecedora en donde se sentaba la abuela cuando iba a la casa de Ernesto; se resistió a seguir recordando aquellos momentos: el entierro de su madre y Gabi en la clínica, en observación psiquiatríca.

- ¿Tienes hambre? Anda, dime que tienes hambre...

- Ya estoy bien, tío, ya estoy bien.

- ¡Vamos a comer, entonces! Te invito.

- Deja tío, te invito yo.

- De eso nasti, Gabi, que Abilio me ha pagado los primeros trámites...

- Pero, ¿no decías que andaba un apretado de dinero?

- Pues eso decía el tío, pero algo me transmite que los billetes tenían la impronta del cepillo de la misa... ¡Joder!, perdóname vuelvo a meter la pata... – Estaban bajo unos soportales en la Calle Mayor y Pablo se detuvo, mirando hacia las baldosas del suelo, con gesto apesadumbrado. La risa de Gabi, no obstante, hizo que se recuperara al instante.

 - ¡Ja, ja! Tranquilo, ya te dije que se me había pasado. Así que la iglesia tiene interés en Abilio... Bueno, bueno..., cosas veredes ¿ y qué vamos a comer?

- A que no has comido nunca cerdalí, ¿a qué no?

- ¿Cerdalí? Primera vez que lo oigo, pero suena a mucho colesterol.

- Te gustará, ya veras como te gustará. – Ambos disculparon la mentirijilla y se dirigieron al restaurante.

 

 

-Dáte prisa, Gabi, sígueme! – Pablo llegó precipitadamente hasta la mesa donde todavía quedaba una buena parte de la oscura carne de cerdalí, y tiró de mala manera un par de billetes sobre el mantel. - ¡Venga! ¡Que se nos escapan!

La joven, estupefacta al principio, reaccionó con viveza ante la última frase de su tío y le siguió a la carrera por el amplio salón del Virrey Palafox, entre las miradas atónitas de comensales y camareros. Pablo se paró justo en la puerta del hotel y extendió el brazo derecho hacia atrás para detener a Gabi, mientras miraba con precaución hacia su izquierda. Al cabo de un momento, tomó del brazo a la muchacha y echó a andar rápidamente hacia la acera de enfrente de la Calle Mayor, mezclándose con la gente que transitaba en mayor número buscando la sombra de las casas.

- ¿Qué pasa? – masculló Gabi, con la comida todavía atravesada en la garganta.

- Díme, ¿a quién ves hablando allí delante?

- Jodó, es el que estaba en representación de la diócesis en la catedral, ¿con quién está hablando?

- Ni idea, pero les vi pasar a los dos, calle arriba, cuando volvía del váter. El pájaro que está con el cura no tiene pinta de cantar en misa, ¿verdad?... – la muchacha, un paso por detrás de su tío, se mantuvo en silencio mientras miraba a la pareja, que ahora se había parado ante un escaparate intentando disimular una conversación agitada, y pensó que, desde luego, el otro tipo tenía facha de cualquier cosa menos de cura. – Tengo un presentimiento sobre esos dos.

- A lo mejor no es para tanto...

- A lo mejor; siento haber fastidiado la comida, pero si no les sigo reviento; esos están cociendo algo y no es cerdalí precisamente....- Suspiró recordando el plato recién desperdiciado, mientras se daba la vuelta para mirar también el escaparate que tenían cerca. - ¡Mira! Andan otra vez... ¡Vamos! -  El cura echó a andar primero, apresuradamente, y desapareció al cabo de un rato entre la gente, mientras el otro individuo, mas tranquilo, se detuvo ante varios comercios dando tiempo a que el religioso desapareciera.

- Te lo dije – Pablo no pudo ocultar el regodeo que le producía haber acertado – Esos dos tienen un rollo raro, vamos a adelantar al menda ese y le vigilamos desde delante, seguro que va a coger un coche al aparcamiento del final de la calle y nos toca salir de naja para coger el nuestro.

 

Aceleraron el paso y sobrepasaron al individuo, procurando que su conducta fuera trivial. Pablo se sintió exultante al comprobar que acertaba nuevamente, pues el tipo llegó hasta el final de la calle, cruzó la carretera que la cortaba perpendicularmente y se dirigió hacia una pequeña explanada que había enfrente, en donde se encontraban varios coches aparcados, echándose una mano al bolsillo.

- Va a pillar el coche, Gabi, échate una carrera hasta el nuestro, a ver si hay suerte y no le perdemos.

El coche de Pablo estaba unos doscientos metros más arriba de la explanada, es decir, una carrerilla para Gabi, así que pudieron situarse detrás del otro sin apenas problema. Cruzaron Osma y al llegar a un cruce el perseguido giró hacia la derecha, tomando una carretera secundaria.

- Va hacia el Alto de la Galiana, conozco el camino. – Dijo Pablo. – Cuidado ahora, Gabi, dale más espacio para que no sospeche.

- Tenías razón, ese está haciendo algo para el cura.

Cuando cruzaron Ucero, el paisaje comenzó a cambiar haciéndose más abrupto. Riscos escarpados de roca blanquecina cercaban al pequeño Río Lobos, anunciando el cañón horadado durante siglos por el ahora escaso caudal. Pasaron frente a una piscifactoría y poco después vieron un puente y el comienzo de la subida al Alto. El coche que perseguían había desaparecido.

- Se ha metido por esa carretera de la izquierda, tío. ¿Dónde lleva?

- Entra directamente en el cañón. Conozco la carretera, lleva hasta la Ermita de San Bartolo y ahí acaba; está cortada un kilómetro antes de la ermita. Después, el cañón hasta el nacimiento del río... Ahora corremos el riesgo de cruzarnos con él si da la vuelta y que sospeche pues entre semana casi nadie viene por aquí, pero no hay otro remedio...

Gabi giró a la izquierda y enfiló el mal asfaltado camino. Al cabo de medio kilómetro sobrepasaron una enorme roca con forma de cara y entonces el cañón comenzó a ensancharse. El Lobos desapareció bajo una vereda de juncos y vegetación, desde donde comenzaban a croar las ranas anunciando la llegada de la noche y una pareja de quebrantahuesos volaba sobre las paredes verticales del lado izquierdo del cañón. Apareció una casa grande, rodeada de chopos.

- Eso es un bar, pero está cerrado entre semana. – Explicó Pablo – Ya queda poco para que la carretera se corte... 

El asfalto se acabó bruscamente pero la barrera que impedía el paso de vehículos hacia la ermita, había sido levantada. Gabi paró el coche.

- ¿Qué hacemos?

- Está claro que no viene de excursión y que tiene prisa... Si seguimos con el coche, nos verá, esta carretera termina en una gran explanada. – La única opción que tenían estaba clara.

- Pues hay que ocultar el coche y subir andando, tío, no hay otra manera.

 

Escondida detrás de un árbol, Gabi esperó durante cinco minutos a su tío, que llegó resoplando de la última cuesta. El coche del tipo que perseguían se hallaba cerca de un pequeño puente que permitía cruzar el río, para llegar hasta la ermita que se recortaba contra el cielo cada vez más nublado del atardecer. La muchacha no había estado antes en aquel lugar y tuvo tiempo, mientras esperaba a Pablo, de contemplar el espléndido sitio. La ermita, pequeña y extremadamente sencilla, se alzaba sobre un promontorio justo enfrente de una de las paredes del cañón, horadada por la boca oscura de una cueva en cuya entrada el Lobos se remansaba en un gran estanque cubierto de nenúfares; en el lado opuesto a la entrada de la gruta, detrás de la iglesita, el otro farallón se cerraba sobre el promontorio estrechando el cañón que dibujaba en aquel lugar el semicírculo de un gran meandro extinguido hacía miles de años. Se veían allí muchos más buitres en el cielo y en las paredes, de un gris azulado, los nidos de las aves mostraban sus huellas claramente.

 

La unión de las dos paredes de roca entre las cuales discurría el Lobos, formaban una especie de puerta de entrada, eran una puerta de entrada – pensó Gabi – una puerta vigilada, o protegida, por la ermita. La joven sintió que aquel santuario la tranquilizaba, la devolvía a un mundo conocido, racional, lejos del misterio eterno de los tiempos que se escondían tras aquella portilla; un escalofrío le recorrió el cuerpo e imaginó el lugar sin la cruz del tejadillo del templo o sin la puerta románica desde donde los viejos templarios mirarían el atardecer, implorando la piedad de Dios bajo los arcos que se elevaban armoniosamente hacia Él, y percibió algo parecido al vértigo, como si fuera a caer en un pozo estrecho y oscuro, sin fin. 

- ¿Lo ves, Gabi? ¿Dónde está? -

- ¿Cómo has dicho? – La joven regresó desde la sima en que se hallaba.

- Que dónde está, te decía, que si lo ves... – Pablo bajó mucho la voz cuando reiteró la pregunta, lo que hizo aflorar una suave sonrisa al rostro de Gabi.

- Ni idea, quizás esté dentro de la cueva.

Esperaron casi media hora, observando la ermita y los farallones. De vez en cuando, algún buitre descendía hasta la pared de uno de ellos y batía las alas poderosamente para posarse en el nido, produciendo un sonido seco que repercutía una y otra vez entre las paredes del cañón y se mezclaba con lejanos graznidos de otras aves.

- Mira, ¡ahí está! – Pablo siguió el dedo de su sobrina y vio al hombre apareciendo en una gran ventana que taladraba la parte superior del farallón situado detrás de la ermita.

- Eso es la Ventana del Diablo, al otro lado la pared cae a pico... ¡joder!... Tiene que ser hábil el pibe, no todo el mundo se descuelga por ahí, así como si nada...

Poco después, el hombre comenzó a descender por la pedrera que conducía hasta la explanada donde se encontraba el coche, con paso firme y experto. Desde luego, no se había dado cuenta de que estaba siendo observado, ya que actuaba con tranquilidad y miraba atentamente dónde ponía los pies entre las movedizas piedras que tapizaban el estrecho sendero que conducía hasta la Ventana. Cuando llegó abajo, cruzó el puente, montó en el coche y, al cabo de un momento, vieron como éste se perdía entre una nube de polvo blanco. Pablo salió de detrás del árbol y comenzó a andar hacia la ermita.

- ¿Qué leches vino a hacer este aquí? ¿Vino a buscar algo? ¿Lo encontró? ¿Vino a dejar algo? ¿Lo dejó?

- Tío, ¿y si vino a ver a alguien? – Pablo frenó en seco y se dio la vuelta.

- ¿Alguien? ¿Y dónde iba a estar alguien aquí? Al otro lado de la ventana sólo hay una pared vertical y kilómetros de cañón hasta San Leonardo, río y cañón, punto.

- Pero ¿se puede hacer ese camino andando, no? – Insistió ella.

- Claro que se puede, pero para ver a alguien al otro lado podía haber pasado por enfrente de la cueva, ahí había otro puente que permite cruzar el río... No, no,  aquí estamos nosotros solos, seguro. – Echó a andar de nuevo hacia la ermita – Sobrina, tenemos que subir hasta la Ventana, si hay algo, tiene que estar allí y eso, claro, suponiendo que no se lo haya llevado ya.

Cuando cruzaron el puente y comenzaron a subir la pedrera, la luz del día empezaba ya a declinar. Pablo maldijo el inconveniente y apresuró el paso todo lo que pudo, pero estaba claro que tendrían poco tiempo para intentar averiguar lo que aquel tipo había venido a hacer allí.

- ¡Vaya vista! – La Ventana era de piedra muy clara, extremadamente pulida y tenía una apreciable anchura que permitía incluso sentarse en ella. Al otro lado, tal y como había dicho su tío, Gabi vio una pared vertical y después una gran pradera verde, con algunos chopos y el río Lobos que se perdía en un nuevo estrechamiento del cañón.

- Busquemos por todos los lados, Gabi, tiene que haber algo, lo tiene que haber.

Un relámpago brilló en el horizonte, hacia San Leonardo, y los buitres y las ranas callaron. El cielo se ennegrecía por momentos en la lejanía y el viento trajo el olor profundo de la humedad; llovía sobre San Leonardo y el nacimiento del Lobos. Sin embargo, el aire estaba quieto sobre la Ermita y el silencio se había hecho cargo de la Ventana.

- Tío, tengo mucho frío. – Otro relámpago restalló en la lejanía y ahora oyeron ya el distante sonido de un trueno.

- Vámonos, Gabi. – Dijo Pablo, asustado, pero ella continuó sentada en uno de los bloques de piedra del borde de la Ventana – Vámonos... 

 

Gabriela percibió primero que el cielo se teñía de rojo, como si retornara el atardecer.  El río creció, después, hasta anegar las praderas y arrancó de cuajo los árboles. El agua arrastraba grandes cantidades de lodo y piedra y los remolinos negruzcos chocaban contra las paredes, embravecidos. La ermita desapareció y el promontorio se convirtió en una pequeña roca entre las oscuras masas de aguas que se perdían, atronadoras, cañón abajo. La luz de un sol presentido se filtraba entre espesas nubes cargadas de agua; el calor se hizo casi insoportable. Sobre los farallones aparecieron enormes árboles muertos y el aire, pegajoso, se infectó de olor a basura y descomposición.

 

La muchacha sintió que el vello se le erizaba como si la hubieran rodeado con un gran imán. Estaba en lo que había sido la Ventana, que ahora era una pared de roca muy cerca del agua que continuaba creciendo. Oyó un chillido lejano y le pareció que un enorme pájaro sobrevolaba el cementerio de árboles y desaparecía entre las nubes casi líquidas. Entonces, la pared reventó, a su espalda, y una tromba de agua pasó muy cerca de ella. Luego llegó la noche, tinieblas cerradas y espesas en un cielo huérfano de estrellas. A la luz de los enormes relámpagos veía como el lodo y los torbellinos desfilaban incesantes ante ella, arrastrando también plantas y enormes cuerpos de animales descarnados y partidos.

 

Volvió a amanecer y el cielo se despejó. Hacía frío. El agua bajó de nivel y en las laderas hombres encorvados y sucios rebuscaban entre el légamo. Algunos aparecían a través de la pared horadada por el agua y corrían chapoteando entre el barro y los detritos hacia la entrada de una pequeña caverna; uno de ellos se paró y olfateó alrededor de Gabriela. Llevaba una gran piedra en una mano y en la otra arrastraba parte de un cuerpo descuartizado. Dejó caer la piedra y extendió la mano hacia ella: la muchacha no podía moverse y se estremeció cuando le agarró del pelo y tiró de ella hacia la cueva profiriendo sonidos guturales. Cuando llegaron a la entrada, salieron más de aquellos seres y comenzaron a golpearla con piedras que, sin embargo, no le hacían daño alguno, hasta que un grito mucho más poderoso les hizo parar. Gabriela se desmayó cuando vio acercarse hacia ella a alguien o algo que se parecía al deán muerto en la catedral.

- Gabi, Gabi, niña mía, respóndeme. – Pablo acariciaba la cara y el pelo rubio de su sobrina intentando desesperadamente que volviera en si.

- El muerto..., ¡no!; ¡no!..., ¡dejadme!...

- Soy yo, sobrina, no pasa nada cariño, escúchame... – Gabriela manoteaba intentando apartar a Pablo, aunque lentamente comenzó a tranquilizarse – Así, tranquila cielo, tranquila, no pasa nada, tranquila.

- Tío, ¡tío!, eres tú... ¡eres tú!

- Pues claro que soy yo, yo mismo...

- ¡La cueva! ¿Has visto la cueva? ¡Viven allí! ...Y el muerto estaba con ellos...

- Tranquila, ya me lo contarás, pero ahora, no pienses en nada, abrázame y procura levantarte, ¿puedes?, tenemos que irnos de aquí, viene una tormenta.

- La tormenta,  entonces siempre había tormentas y el río era enorme y destrozaba todo a su paso...

Pablo continuaba muy asustado ante el estado de su sobrina. Hacía años que no la veía así y se maldijo por haberla metido en aquello; sin embargo, Gabriela se levantó cuando tiró de su cuerpo hacia arriba y luego se abrazó a él, temblando. Estuvieron abrazados durante un par de minutos y la muchacha empezó a tranquilizarse; el suspiro de alivio de Pablo sonó casi como unos de los truenos que comenzaban a acercarse, amenazadores.

- ¿Puedes andar niña? – Gabi asintió levemente con la cabeza – Ahora, cuidado, apóyate en mí, con cuidado..., así..., despacio... 

Cuando llegaron a la explanada era prácticamente noche cerrada, pero Pablo se sintió mucho más tranquilo. Su sobrina se recuperaba deprisa y llegarían hasta el coche en poco tiempo. El silencio alrededor suyo era impresionante, roto tan solo por los truenos que parecían salir directamente desde las entrañas del cañón iluminado por los fogonazos de los relámpagos. El viento comenzó a soplar trayendo finas gotas de agua, muy fría. Gabi se paró un momento y miró fijamente la Ventana del Diablo hasta que una nueva descarga la iluminó nítidamente.

- La caverna, tío, ahí está la caverna.

 

 -Te vi en la tele hoy, tío. Estabas muy guapo con el pelo recién cortado. – Dijo Gabi mientras se levantaba de la mesa y dejaba el ordenador para ir a abrazar a Pablo.

- Menos coña que parece me lo hayan cortado a tazón. ¡Joder!, no vuelvo a esa peluquería. – Dio un par de sonoros besos a Gabriela y después la cogió de las manos y la contempló un instante – Estás guapísima. Vaya susto que me distes cariño, creí que no despertarías nunca en aquella maldita piedra en que te sentaste. Canguelo, sentí mucho canguelo y eso que estuviste ida sólo un par de minutos... Te juro que nunca volveré al cañón.

- Tú no tuviste la culpa, tío. Cuéntame, anda, que ha pasado con Abilio.

- ¿Ese hijoputa? Perdona la expresión, pero es un verdadero hijo de su madre. Que le defienda rita la cantaora, o su madre si es que tiene reaños, claro. A pesar de todo, jura y perjura que él no tiene nada que ver con lo de los dos críos. Lo de pasarle porno al cura, eso sí, pero nunca infantil, dice. A lo mejor no participó en los asesinatos, pero me juno que algo tenía que saber, seguro, y aunque no sea así yo ya lo creo y con eso basta. Que le pongan uno de oficio o, mejor todavía, que le pague el canónigo de mierda ese otro letrado. Yo, ya se lo dije, me abro hijoputa, y si me ves por la calle, eso cuando vuelva a pisarla que espero que sea dentro de mucho, ni mires para mí, cabrón. Perdona, cielo, es que todavía me acuerdo de las trolas que quería colarme para impedir que entregara la renuncia al juez de instrucción.

- Yo creo que Abilio no estaba en lo de los críos, pero creo que has hecho bien, tío. Ven, quiero enseñarte una cosa. – Se acercaron hasta el ordenador y Pablo arrimó una silla a la mesa. – Mira este es el virus que limpió Abilio del ordenador del deán.

- Tradúceme, Gabi, que sabes que yo de informática las teclas nada más.

- Lo que ves aquí es un sencillo texto de Visual Basic, bueno, da igual eso, se llama NOPED, es decir, no pedofilía, y en teoría fue creado para acabar con las imágenes que por su nombre puedan contener material sexual o pornográfico; es decir busca en el ordenador las imágenes y luego las elimina. Pero todavía hace más cosas: cuando las encuentra el gusano...

- ¿El gusano? ¿Un virus es como un gusano?

- ¡Ja! ¡Ja! No, pero dejemos eso, es una forma técnica de hablar. ¿Dónde estábamos? ¡Ah!, bueno, el caso es que cuando ha detectado las imágenes el gusano envía un mensaje de correo electrónico a un destinatario seleccionado al azar entre una lista de agencias gubernamentales norteamericanas, adjuntando las imágenes y un listado de directorios del ordenador en donde ha entrado. Mira, esta es la lista de las direcciones de las agencias que te digo... – La muchacha pulsó el ratón y señaló unas líneas que aparecieron en la pantalla – pero la cosa no queda ahí, abre después el bloc de notas y muestra un texto que comienza diciendo In 1977 the Sexual Exploitation of Children Act (18 U.S.C. 2251-2253) was enacted. The law prohibits the use of a minor in the making of pornography, the transport of a child across y que, como es lógico, acojonó, permíteme ahora a mí la expresión, al deán, que se dio cuenta que había metido la pata, lo cual era así ya que el virus se envió a si mismo a continuación a todas las direcciones de correo del ordenador del cura entre las que estaba, aparte de la de Abilio, la del obispado y, en fin, la de unos cuantos estamentos que se quedarían boquiabiertos al ver el mensaje del deán, porque para los que lo recibieron el mensaje era del deán...

- Y luego, acojonado a tope, el deán llamó a Abilio que era el que le proporcionaba la porno para que le arreglara el ordenador...

- Y Abilio le consiguió el antídoto, le arregló el ordenador y el cura se quedó un par de días tranquilo, claro que la calma le duró hasta que empezaron a investigarle por los correos enviados. Pero, perdóname, ¿quieres tomar algo?

- Creo que una cerveza muy fría me vendría bien. – La joven se levantó y volvió al cabo de unos momentos con una bandeja con bebidas y algo de picar,

- No te preocupes por Wilma, ya se le pasará. Tú no tuviste la culpa de lo del cañón.

- A lo mejor, pero todavía sigue cabreada conmigo y menos mal que tu padre no se ha enterado todavía, que ya veremos...

- Oye, tío, que ya soy mayorcita, ¿eh? – Guardaron unos instantes de silencio rumiando para sí sobre la controversia y el disgusto de Wilma para con Pablo, por los dos días que tuvo que estar en la cama Gabriela a cuenta de lo del cañón; oficialmente un resfriado producido por la lluvia que les cayó antes de llegar al coche. – Puedo decidir lo que más me interesa, ¿o no puedo? – Pablo guardó un prudente silencio.

- Bueno, volvamos a lo nuestro, tío, no te disgustes. – Pablo cabeceó afirmativamente, echando de menos una melena que pudiera taparle un poco la cara. – La copia del disco duro del ordenador que conseguiste no tiene nada más, la güeb que visitó el cura antes de morir desapareció, ni rastro de ella. Llevo dos días intentando encontrar algo en la red y nada... misterio.

- Sigo sin entender eso también, porque lo de la sima en donde arrojó el deán, o los cómplices si los hubo,  los cadáveres de los dos críos, está más que claro. El tipo aquel que seguimos sabía dónde estaba la sima porque Abilio, tuvo que ser él, lo sabía y se lo contó al cura del obispado...

- Y el cura para evitar un escándalo mayor le encargó a aquel hombre que dejara allí el CD que incriminaba a Abilio, por si acaso encontraban los cadáveres. Muy burdo, tío, muy burdo lo del disco, no sé como la poli se lo ha creído.

- A la poli todo le cuadra, menos lo de la muerte del deán y que tú supieras donde estaba el pozo, todo le cuadra. – Gabi fijó la vista en el ordenador y bebió un sorbo de cocacola; efectivamente, el pozo con los cuerpos de aquellos dos niños estaba donde vio la caverna de su sueño. Tapado por los matorrales, aquella sima escondía mucho más que los cadáveres, pero su otro misterio no estaba recogido en ningún código penal. – El disco es una prueba más contra Abilio, te sigo diciendo lo mismo, quizás no sabía lo que hacía el deán en la Ventana del Diablo, pero se merece que le cuelguen el marrón por todo lo que ha hecho y además no tiene salvación porque encontrar al tipo ese que seguimos o probar la entrevista que mantuvieron él y el del arzobispado en la calle Mayor del Burgo, es prácticamente imposible.

- Lo sé, tío, lo sé. Hay algo muy poderoso en ese lugar, – Gabriela pareció no haber escuchado las últimas palabras de Pablo – algo que va más allá de lo maligno, incluso. La ermita no está allí por casualidad, ya te conté lo que soñé. Es una puerta hacia algún sitio en otro tiempo o en otro lugar, una puerta que quizás quería cruzar el deán, una puerta que ya conocieron los que construyeron la capilla. Quizás el deán la cruzó con sus horribles ceremonias y ello le costó la vida...

- ¿Por qué dices eso? – Preguntó Pablo sorprendido, confuso y también un poco asustado por las palabras de ella.

- Siento que consiguió atravesarla y que quizás hizo algo mal, algo que no podía hacer, no sé, la misma luz que iluminó el cañón en mi sueño, le mató. Le achicharró mientras practicaba su vicio miserable, y nunca sabremos por qué... Y la página, estoy segura, sigue ahí – señaló la pantalla del ordenador – esperando a nuevos clientes; una página que mata o una página por la que se mata... – Pablo miró la pantalla, aterrado ya del todo, y se quedó un instante sin palabras.

- ¿Quieres quedarte a comer, tiíto? Así te reconcilias con Wilma.

- ¿Masitas de cerdo?

- No, hoy sí que tenemos comida china.

- No importa, sobrina, comeremos rollitos, que le vamos a hacer.

 

Gabriela se levantó y trajo otra cerveza a su tío. Trasteó un poco en una estantería que había en uno de los extremos de la habitación y luego apagó el ordenador. Cuando la pantalla se hubo oscurecido, dirigió un mando a distancia hacia la estantería y comenzó a sonar una canción. Pablo la miró, agradecido, tierno, y levantó hacia ella su vaso de cerveza. Al cabo de dos o tres veces de repetirla, Pablo arrellanado en un cómodo butacón le hacía el coro a la cantante

 

...mentiras que ganan juicios
tan sumarios que envilecen
el cristal de los acuarios
de los peces de ciudad...

 

mientras bebía. Retumbó un trueno sobre Collado Ventoso, pero Gabi no se asustó: más poderosa que la ermita del cañón, más dura que la piedra perforada por el agua cenagosa, la voz de su tío la envolvía, protegiéndola.

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