Mano de acero o la encrucijada

Autor: Santiago Mármol 

Cuando se supo que el “María Luisa” ya estaba en altamar y que en pocos días arribaría al puerto, absolutamente nada cambió en el movimiento habitual del pequeño pueblo costero. Pero al saberse que en dicho barco venía, nada menos que Pedro “rompebrazos” Ponce, todas las miradas de los pobladores de Quequén se dirigieron al Zubi.

 A partir de ese momento no se habló de otra cosa que del futuro enfrentamiento que iban a tener el famoso campeón que pronto visitaría la ciudad, con el orgullo local, el que una vez tuvo la oportunidad de convertirse en el campeón de todos los pesos, la gloria del sur, el lobo del puerto, Juan “mano de acero” Zubillaga.

-¿Te enteraste quién viene, Zubi? Es tu oportunidad de salir en la tapa de los diarios.

-Te referirás a la porquería del periódico local, que no hace otra cosa que hacer malos resúmenes de las noticias de Buenos Aires y dedicarle una página entera al horóscopo. Porque no creo que el Clarín o La Nación se interesen por dos brutos rompiéndose las muñecas, en una bodega de un puerto que ni siquiera figura en los mapas.

-Como sea, lo importante es que tenés una segunda oportunidad.

-Mirá pibe, lo único importante ahora, es que hoy no comí, así que cruzate a Dedorapa y traeme dos choripanes con mucho chimichurri, que yo voy a lo del gallego por una botella de vino.

Hacía mucho que había abandonado el pugilato, casi 10 años habían pasado desde la paliza que le propinó “martillo” Roldán en solo tres rounds y que le obligó a colgar los guantes por el resto de su existencia. De aquella vida sólo le quedaban una nariz rota, unos cuantos recortes de revistas viejos colgados en la pared, (siempre en guardia, la izquierda adelantada, con sus pantaloncitos azules-regalo del “profe”- y sus zapatos negros) y un vulgar apodo para el fácil reconocimiento  de los amantes del boxeo.

 Ahora se dedicaba a trabajar en la carga y descarga de bolsas de cereales en el puerto, y a pulsear los sábados por la noche con cualquiera que se sintiera lo suficientemente fuerte como para doblegarlo, a riesgo de perder y pagar la bebida de su oponente. En el “bar del Lanchón”, a la hora de las vencidas, solo tres reglas valían: el que se suelta... pierde, el que levanta el codo... pierde, el que pierde... paga.

                                                                     *   *   *

Definitivamente, era un tipo que siempre se había hecho querer. Un bonachón, como lo definían, en comidilla, las esposas de los demás empleados portuarios. Uno de esos fulanos que te conviene tener siempre de tu lado, decían, previsores, sus compañeros de trabajo. La verdad que elogios no le faltaban, y mucho menos hazañas. Además de todos los récords obtenidos en el puerto, entre los que figuraban: el que más bolsas hombreó; el que cargó sin ayuda el tronco más pesado en un camión; y el que arrastró mas lejos a un lobo de mar, tirando de la cola; se le sumaba el de haber levantado por detrás el ford 68’ del viejo Lucas, una vez que se encajó en el camino a los médanos, y el de detener y levantar con una sola mano la calesita de la plaza cuando un niño se había caído, con tanta desgracia, que su pequeño pie se le había atorado  entre el piso del juego y la tierra.

                                                                     *   *   *

El día trascurrió entre felicitaciones, palmaditas en el hombro, y esperanzas de un futuro cercano promisorio. Por la tarde se despidió de sus compañeros y se fue, como todos los días, a matear a lo de su madre. La puerta estaba abierta y un papel, pegado con cinta adhesiva, colgaba de ella:  “Juancito, el mate está preparado en la cocina, el termo tiene el agua como a vos te gusta, cuando llegues gritame, yo estoy en el fondo cosechando los tomates. Mami ”.

-Viejita linda, pensó, me seguís tratando como si fuera un adolescente. No querés ver que ya piso los 50.

Se cebó un amargo para bajar los bizcochitos de grasa, y se dirigió hacia la huerta. Reconoció a su madre y se quedó un instante observándola, el cuerpo doblado por la cintura, su amplia y noble frente cortada por las arrugas, el pañuelo blanco en la cabeza, la bufanda dormida sobre sus hombros, sus delgados brazos y finas manos pendientes a lo largo de su cuerpo, las envejecidas caderas cubiertas por la falda roja, los tobillos desnudos, los mismos zapatos que veía hacía más de 5 años. Un escalofrío extraño le recorrió todo el cuerpo y por un momento la sintió mucho mas cerca.

-Venga adentro, viejita... está refrescando.

-Viejos son los trapos- le respondió Doña Rosa irguiendo el cuerpo y esbozándole una  sonrisa.

Nunca había sido de  dialogar profundo con ella, sólo hablaban de su trabajo en el puerto, de la huerta y las verduras, de los escándalos políticos y del chusmerío del barrio. Pero ese día, una idea le daba vueltas en la cabeza y pensó que, tal vez su madre, con la sabiduría de anciana ( el diablo sabe por diablo pero más sabe por viejo), le podría ayudar a quitar la molestia mental que lo acosaba.

-¿Sabe quién viene en tres días? preguntó casi con indiferencia

-Si te referís al  rompebrazos  ese, claro que lo sé. No te olvides que acá las noticias dejan   de serlo en menos de dos horas.

-Pueblo chico, infierno grande, ¿no viejita? atinó a decir, sorprendido de no tener que dar  tantas explicaciones.

-Exacto. ¿Y porqué la gente anda tan alborotada con esto?

 Dudó un momento pero respondió quitándole importancia al asunto.

-Vio como son. Quieren que me le enfrente en una pulseada.

Los segundos de silencio que sucedieron a la última frase se le hicieron horas. Le negó la mirada a su madre y se puso a observar nada por la ventana mientras se sonaba las falanges de los dedos. Las manos le empezaron a sudar y su pie derecho, apoyado en el talón, subía y bajaba a un ritmo descomunal.

- ¿Y vos, que querés? dijo al fin su madre, rescatándolo de ese interminable silencio que lo ahogaba y consumía.

- Yo... yo quiero seguir siendo el “mano de acero”, viejita. Y acompañó su respuesta con un tierno beso en la frente.

                                                                      *   *   *

 En el trabajo le dieron asueto hasta el día de la pulseada. Su jefe, amante de las apuestas, siempre había hecho dinero de ésta manera; y la oportunidad que ahora se presentaba era única y no la podía dejar pasar. Pensaba jugarse el todo por el todo a favor de Juan, mil pesos a que “mano de acero” era el ganador, casi cinco sueldos de sus empleados. Semejante cifra validaba todo tipo de sacrificios, fue por eso que decidió prescindir de un trabajador pero evitar, de esta manera, el riesgo de una posible lesión, a último momento, en el preciado brazo derecho de Juan.

Agobiado de tanto pensar y con un dolor de cabeza perpetuo y cada vez más fuerte desde los últimos días, decidió aprovechar esas mini vacaciones obligadas que le tocaban, para huir de la mirada acaparadora de los habitantes de Quequén y dedicarse a lo que más le gustaba y que hacía mucho había abandonado, la pesca.

En el desorden de la piecita del fondo de su casa, encontró, cubierto de polvo, sus viejas cañas de fibra de vidrio, dos reels, y un sinfín de anzuelos, cebos y plomadas. El invierno había pasado y con él se habían marchado todos los pejerreyes, pero estaba entrando la borriqueta y la pescadilla, eso lo llevó a prescindir de los elementos de pesca chica.

Primero le paso un trapo a la caña, después engrasó bien el reel rotativo  Pescador, regalo de su padre, y por último comprobó que los anzuelos  no estuvieran oxidados y que los plomos tuvieran el suficiente peso. Metió todo en una caja y a ésta dentro de un balde, si las cosas iban bien, tendría que volver con ese balde atestado de peces. Sacrificó media merluza que tenía en el congelador para usarla de carnada y se encaminó al río.

En la calle le pasaron el dato que en la punta de la escollera estaba picando fuerte la corvina y que la borriqueta se estaba dejando ver en el mar, desde la playa de los patos. No lo pensó dos veces y decidió ir a probar suerte río arriba, mas allá del puente. Si bien las posibilidades de éxito eran mucho mas reducidas, estaba seguro que en ese lugar encontraría la soledad que estaba buscando.

Le sorprendió que su memoria retuviera la imagen exacta del lugar donde él había ido a pescar siempre en su juventud. El río salía de una curva y corría manso por esa zona; en la orilla, entre los eucaliptos que proporcionaban sombra, estaba un gran tronco tirado sobre el pasto y, junto a él, yacía una piedra gigantesca y plana que hacía las veces de mesa.

Armó una línea y con la ayuda de la caña la lanzó justo al medio del río, se acomodó en el césped apoyando su espalda en el árbol caído, tensó el sedal y lo sostuvo con el dedo índice derecho, con la otra mano se llevó un cigarrillo a la boca y lo encendió.

                                                                     *   *   *                                                      

Los vivos colores que acompañan a la primavera, transformaban la soledad del paisaje en una especie de arco iris fusiforme, diseminado por todo el largo y ancho de la rivera. En la escasa correntada, se mezclaban los reflejos de las violentas tonalidades de verde que proporciona la arboleda; con el pacífico celeste del cielo manchado de pequeñas nubes blancas de pureza extraordinaria; con el apagado amarillo de los pajonales; con el rojo intenso de las azaleas y con el curioso violeta de una pequeñas flores voladoras, que van como brincando por la superficie del agua, acariciándola con sus pétalos. En la orilla opuesta, el ganado pastando, se duplicaba  por instantes, cuando se acercaban al río a refrescarse y saciar su sed.

Recordó cuánto se había divertido nadando y pescando en ese lugar y se preguntó porqué había tardado tanto en volver. La pesca, definitivamente, le apasionaba. La ceremonia del armado del equipo, el estudio de las bajamares y pleamares, la leve inclinación de la caña, sentir el tirón de los peces al morder el anzuelo, el cañazo, imaginar de que especie es la víctima que lucha por escapar, el vertiginoso enrollar del reel y la satisfacción al tomar en sus manos al mojado y escapadizo animal de agitado aleteo.

Contempló por largo lapso aquellas aguas de las que se elevaba un tenue olor a humedad y lo embargó la congoja de sentirse viejo, por primera vez. Su rostro de duras facciones recién  marcaba las primeras arrugas, pero fueron sus enormes y callosas manos las que lo situaron en la triste realidad de su vejez. Esas manos, esos brazos, seguían siendo increíblemente vigorosos, es cierto, pero distaban a años luz de ser los mismos que le habían hecho ganar su apodo de“mano de acero”.

Lo peor de todo era que, al parecer, solamente él se daba cuenta de ello, y que a la gente del pueblo, no le parecía importante que su oponente tuviera casi veinte años menos y que además de ser el campeón, su apodo de rompebrazos estuviera bien ganado.

Se sentía más sólo que nunca en esa encrucijada. Si pulseaba, estaba casi seguro de no poder vencer, su reputación se iría al demonio y además, correría el riesgo de lastimarse el hombro o desgarrarse algún músculo, por el esfuerzo monstruoso que debería realizar. Un precio demasiado grande a pagar.

Pero si no se presentaba a pulsear, tendría serios problemas con su jefe, lo tildarían de cobarde y perdería todo el respeto que se había ganado a lo largo de su vida. Por otro lado, su integridad física se mantendría exacta y la incertidumbre sobre quién hubiese sido el posible ganador de la contienda, quedaría plasmada en la mente de todos los ciudadanos.

Toda la tarde se debatió sobre esos pensamientos, analizando los pro y los contra de las posibles decisiones y poniéndolos en una balanza invisible que, obstinada, insistía en no inclinarse hacia ninguno de los lados. Sólo interrumpía su angustiosa búsqueda de la solución apropiada, cuando algún esporádico pez picaba su anzuelo y lo volvía a meter, aunque sólo por unos instantes, en el mágico mundo de la pesca. Pero al anochecer, mientras limpiaba los pescados, tomo la decisión irreversible de no pulsear y enfrentar, como un hombre, las consecuencias de sus acciones.

                                                                     *   *   *

Al día siguiente volvió a pescar exactamente al mismo lugar, repitió maquinalmente los movimientos realizados el día anterior y, a la espera de su primera presa, empezó a pensar de que manera se podría excusar de la pulseada, sin que su reputación estuviera en juego.

Podría aludir un falso dolor que empezara en el hombro y se prolongara hasta el codo o incluso, hasta la muñeca. De ésta manera, quedaría exento de la contienda o, mejor, hasta podría presentarse ante su rival aclarando de entrada, que pulsearía en inferioridad de condiciones por la molestia del brazo. Lo más probable era que su oponente, al ver las claras ventajas que lo favorecían, decidiera suspender la pulseada y buscar otro contrincante que le presentara lucha de verdad.

El plan era casi perfecto, salvo por un detalle, la codiciosa ambición de su jefe. Este era capaz de mandarlo, en el mismo instante, al mejor especialista para que le haga una resonancia magnética y le diagnostique el problema y la solución de los inexistentes dolores de Juan. Todo saldría a la luz. Se descubriría que nada le impedía realizar esfuerzos con su brazo y que sólo era una gran mentira gestada por el miedo de enfrentarse al “rompebrazos”.

El fuerte pique de una corvina, lo transportó de nuevo a su realidad de pescador. Tuvo que pararse para poder debatir mejor con el animal que luchaba, bajo las aguas, por zafarse del anzuelo que, misteriosamente, lo tenía atrapado de las branquias. Le llevó casi diez minutos sacar al enorme pez del río. Era hermoso. Visto de lado, presentaba un color cobrizo que se extendía desde el final de la cabeza hasta la cola y desde la aleta dorsal hasta la mitad del vientre; toda la parte de abajo era blanca y si se lo miraba desde arriba, el lomo tomaba un color dorado oscuro pero brillante. Calculó que pesaría cuatro kilos o más y que sólo con esa corvina, ya tenía asegurada una suculenta cena para él y su madre.

Perdido en los pensamientos, deliberando la manera de cocinarla, se distrajo sólo unos segundos suficientes para que el anzuelo, que antes se encontraba en la boca del pez, se le clavara violentamente en la palma de la mano izquierda. En ese preciso instante fue cuando nació la segunda idea.

Porqué mentir sobre una falsa lesión si podía excusarse con una lesión verdadera. Tranquilamente podía hacerse un corte profundo en la mano y argumentar que se lo hizo accidentalmente, mientras limpiaba los pescados. O bien podía martillarse los dedos, lo suficiente para que se le hincharan y se les pusieran morados, y acusar un golpe involuntario mientras arreglaba un mueble de su casa.

Sólo necesitaba una lesión fácilmente visible en su mano derecha. Algo que no dejara lugar a dudas sobre la imposibilidad de hacer fuerza con esa extremidad.

Pero ese tipo de lastimaduras durarían, como mucho, una semana. Si Ponce no tenía prisa, era factible que esperara a que la herida cicatrizara o a que el moretón se deshinchara. Dedujo entonces, que si recurría a una lesión, tendría que ser un desgarro o una fractura. Aunque el sólo hecho de pensar en semejante autoflagelación, le pareció terriblemente absurdo y hasta se rió de que esa idea se le hubiese cruzado por la cabeza.

Al finalizar la tarde, mientras el calor se iba yendo para dejar paso a una brisa refrescante, el cielo se tornaba turquesa y la longitud de las sombras se extendían al infinito, la única resolución que Juan había tomado, era la de cocinar la corvina a la cacerola, acompañado por una buena botella de vino.

¿Para qué pensar más? ¿Para qué prolongar la agonía? ¿Porqué tratar de evitar lo inevitable?. En pocas horas el “María Luisa” arribaría a puerto y no había nada que él pudiera hacer para que eso no ocurra.

                                                                     *   *   *

Prácticamente no durmió. Y fue de los primeros en poner pie en el puerto. El sol ni siquiera calentaba y él ya estaba en el muelle, mirando el horizonte.

El guardián de prefectura lo vio, sentado en una roca de la escollera, con las piernas cruzadas, el cuello de la campera levantado, las manos en los bolsillos. Y se acercó a saludar.

-Buenas.

-Buenas-respondió Juan, sin mirar al joven marinero.

-Hoy es el día, ¿no? Dijo alegremente el guardián, a la vez que se sentaba en la piedra continua a la de Juan.

Hizo caso omiso al comentario del marino y preguntó, sin necesidad de explayarse más.

-¿A qué hora llega?

-Viene con retraso. Tenía que llegar a las diez pero se detuvo no sé porqué en Mar del Plata. Calculo que llegará al mediodía o a la una a mas tardar.

Miró el reloj y faltaban diez para las ocho. Más de cuatro horas de espera. Que tortura, pensó, no sé si lo voy a tolerar.

Los compañeros y amigos llegaban por oleadas, y para las ocho y media ya eran mas de veinte personas las que miraban, alternadamente, al horizonte y a Juan. Las palabras de aliento le llegaban desde todos los puntos cardinales y hasta hubo quien invitó a todos a una panzada de choripanes, si Juan salía victorioso.

Para las diez de la mañana, ya estaba todo perfectamente organizado. Calculando que el barco llegaría a la una, programaron la pulseada, en el bar del Lanchón obviamente, para las tres de la tarde. Suponían que en menos de una hora, el Zubi iba a destruir y humillar al arrogante campeón que los visitaría. Inmediatamente después del evento, habría una vuelta gratis de cerveza, para todos, en el mismo bar. El jefe concedió ceder esa mediatarde a todos sus empleados, con la condición de recuperarla al día siguiente. Además, donó para el reventón de la noche, diez damajuanas de vino tinto y unos cuantos litros de cerveza.

Enseguida aparecieron los voluntarios para cocinar el asado en las parrillas de atrás de los galpones del puerto. Pancracio regaló el carbón, el gallego del almacén las verduras, Lito se hizo cargo del pan y Cacho organizó la vaquita para comprar la carne necesaria. Algunas mujeres harían empanadas y otras, pastelitos dulces para el postre.

Si alguien hubiese tomado las pulsaciones de Juan, se habrían dado cuenta que en aquella soleada mañana de primavera, no todo era color de rosa. A medida que los minutos pasaban, el ritmo cardíaco le aumentaba, la temperatura del cuerpo le subía y no conseguía dejar quietas sus piernas por más de unos segundos. Para cuando la iglesia dejó sonar los once campanazos, Juan era una bola incontrolada de nervios. Todo el cuerpo le sudaba, estaba completamente hiperkinético y casi no escuchaba nada de lo que le decían. Por momentos le faltaba el oxígeno y por momentos le sobraba, se sentía ahogado y enseguida hiperventilado. Si hubiese desayunado algo, probablemente lo habría vomitado.

A las doce en punto se divisó, a lo lejos, al “María Luisa” y su cuerpo no aguantó más. Una imparable diarrea, provocada por los nervios, lo obligó a correr hasta el baño de su casa, a sólo tres cuadras del puerto. No llegó a tiempo.

Entre asqueado y avergonzado se quitó la ropa y la tiró en la pileta del patio. Sencillamente no podía creer que eso le estuviera pasando. Se dio una larga ducha tibia y desnudo, como estaba, se sentó en el sillón del comedor, con una botella de whisky en una mano, y un vaso con hielo en la otra. El primer trago le quemó la garganta y le calentó el estómago. El segundo, casi inmediato, lo disfrutó un poco más. El tercero lo saboreo y le agradó sentirse un poco más calmo.

Tranquilamente se empezó a vestir de nuevo. Sólo le faltaban los zapatos cuando su jefe le golpeó la puerta.

-Juan, ponete el overol y a laburar. En diez minutos llegan los camiones de Cargil y necesito que descarguen todo hoy.

-Pero…la pulseada. Balbuceó Juan, sin comprender lo que estaba sucediendo.

-Nada. El “María Luisa” llegó pero el rompebrazos, no. Se bajó en Mar del Plata para tomar el tren a Tucumán. Parece que le organizaron un enfrentamiento con un paraguayo que trabaja en el algodón, y que había un dineral en juego.

Ese día, Juan “mano de acero” Zubillaga, hizo con una sonrisa en la boca, el trabajo de tres hombres.

 

Ginebra, Suiza, febrero y marzo del 2001

 

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