Quince marcos de plata

Autor: Pedro Martinez

 

Olegario Blanco, El Madreñero, era un tipo feliz. Si alguien le hubiese preguntado sobre esto, Olegario no habría sabido qué contestar pues de la felicidad sólo se es consciente si se pierde y la vida de Olegario siempre había sido apacible, ajena a los desasosiegos, odios, envidias y otros sentimientos oscuros que aquejan por lo común a los humanos. Ni siquiera la reciente y dolorosa muerte de su madre
 –su padre había desaparecido en la guerra civil cuando él era un niño– había cambiado el estado de gracia interior en que vivía y ahora que se había quedado solo en la vieja casona de la aldea los vecinos seguían viendo, unos con estupor, otros con envidia, algunos con incredulidad, como continuaba saliendo por las mañanas hacia su taller con el mismo gesto de bonanza en los labios, bien peinado, la ropa de trabajo arreglada y limpia y el paso firme.

 

A muchos que hubieran estado en el lugar de Olegario Blanco la muerte de la madre les habría cambiado algo la vida, aunque sólo fuera para estar una hora más en el chigre, pero El Madreñero parecía estar hecho de una pasta especial, muy parecida a la con la que están fabricados los ángeles, los delfines y algunos tontos de pueblo y su vida había cambiado muy poco después del entierro; los convecinos más envidiosos, pensaban de él precisamente lo último, que era tonto de baba, pero no, Olegario había nacido feliz, vivía feliz y, de seguir todo igual, moriría en paz y sin dolor como murieron, por ejemplo, los santos que freían en aceite los romanos.

 

La felicidad de Olegario, sin embargo, corría un solo peligro: era un futurible –como todas las felicidades– y se encontraba a expensas de cualquier casualidad inoportuna, aunque él no lo supiera y continuara haciendo madreñas todos los días que aparecían impresos en negro en el calendario, tomara un tinto en el chigre al caer la tarde, sólo uno, y después volviera a la casona ahora silenciosa pues al Madreñero nunca le había gustado la radio que tan a menudo ponía su buena madre.

 

Y la casualidad, o el destino como muchos la llaman, se le apareció a las once y once minutos de una mañana lluviosa de domingo, comprando fabes en la tienda Socoa de Posada, la que está a la entrada del pueblo, pegada a la carretera; venía montada sobre una bicicleta de gomas desgastadas, faro sin bombilla y pintura descascarillada y tenía el pelo muy oscuro, ojos brillantes, labios como pintados con lápiz al que se acaba de sacar la punta y el desparpajo de quien ha pasado por variadas cosas en la vida. Olegario creyó que su madre había resucitado, de tan parecida  que era a ella la mujer que había entrado y venciendo su natural timidez, corregida en parte por algunas experiencias en el club Paraíso, de Oviedo, habló con ella y ella consintió después a que la convidara en el café de la plaza, en el mismo bar donde solía ir con su madre cuando bajaban a Posada. Se llamaba Catarina y había llegado hacía cinco años desde Portugal, hecho que habría preocupado a más de uno pues es bien conocido el fuerte carácter que tienen las mujeres de allí, pero a Olegario no le importó: ¡era tan igual a su madre!, pensó, mientras la observaba, con la mayor discreción, eso sí, pues consideraba que era de mala educación agobiar a alguien con la mirada.

 

Catarina se marchó, con los garbanzos viudos que había comprado, tres cuartos de hora después, pero El Madreñero ya sabía donde vivía. La fue a buscar aquella misma tarde y vio que vivía en una casina de tres al cuarto, al final de La Portilla, cerca del río en donde seguramente lavaría la ropa la familia de la portuguesa, hacinada en no más de cuarenta metros cuadrados, sin agua corriente ni luz y que se mostró muy interesada con su llegada. El padre de Catarina, un hombre bajito, casi ruin, que llevaba sombrero de ala ancha y las manos llenas de baratijas, trabajaba de chatarrero y le convidó a un vaso de vino; la madre, gorda, un poco más alta que el marido llevaba un delantal de tela raída estampado con flores que fueron rojas alguna vez y una mano pringosa que Olegario estrechó, sonriendo. Catarina permanecía detrás de su padre, de pie, con las manos agarradas por delante de la falda y mirando hacia el suelo de piedra desgastada. Pocos habrían resistido aquel ambiente sin despedirse para no volver, pero Olegario aguantó, se sentía alegre y también ansioso, distinto por haber encontrado a Catarina y la miró ahora sin reparo alguno, a través del humo de los cigarrillos que fumaba furiosamente el chatarrero: más que parecerse a su madre, era su madre, pensó extasiado y confuso por el hallazgo. Una hora más tarde, estaban merendando en la Sidrería Matute, en el mejor centro de Llanes, mientras veían orbayar a través de los cristales medio empañados.

 

 

 

Catarina y Olegario se casaron en la iglesia de Pendueles una soleada mañana de finales de primavera, a las doce y treinta dos minutos. Ella iba de blanco y él lucía un terno color azul marino comprado en Gijón, en la calle Corrida. La familia de Catarina ocupó cuatro bancos enteros de la fila de la derecha y llenó de rumores lusitánicos el templo, sobre todo cuando la novia contestó con un nítido la pregunta de D. Ramón, el cura que había bautizado a Olegario y que también ofició los funerales por la madre de éste; la voz de D. Ramón tembló ligeramente al declararles marido y mujer, ante el enorme parecido de la novia con su feligresa de toda la vida: el sacerdote no estaba preparado para una casualidad de aquella envergadura y se sintió como sucio en la posterior bendición; si Dios había mandado dos mujeres casi iguales al mundo, pensó aturullado, no era él el más indicado para corregir sus designios, pero nada bueno podía salir de que un hombre quisiera ser marido del sosías de su progenitora.

 

Olegario y Catarina se quedaron sin viaje de novios, pues los pocos ahorros de que disponía el madreñero se fueron en la boda y en reformar un poco la casa del chatarrero; una noche en el hotel Ribadesella, y al cabo de dos días Olegario volvió a trabajar, como si nada, la madera en su pequeño taller. La vida siguió su curso en el pueblo y las miradas maliciosas de los vecinos no descubrieron cambio alguno apreciable en el plácido gesto de Olegario, quien continuó tomando su escueto vino en el chigre antes de regresar a la casona, ahora resucitada de nuevo al ruido y al ajetreo durante el día.

 

Pasaron los días y los meses y una tarde oscura de invierno que terminaría con una fuerte nevada, Olegario estaba en la taberna, a solas con el chigrero, cuando pidió un segundo vaso de vino. Santines se lo sirvió, sin poder reprimir una pregunta:

– ¿Marchó la mujer a ver a los padres?–

– Marchó para siempre, Santines... – respondió Olegario, que por primera vez en su vida tenía el rostro descompuesto – para siempre, y ahora estará en Portugal o quizá más lejos....

Dicho esto, terminó el segundo vino, despacio, mirando los cuernos de vaca que estaban colgados de la pared del chigre en lugar destacado y con un gesto se despidió de la única persona que pudo escuchar una confidencia de la boca de El Madreñero.

 

 

Después de este incidente, Olegario estuvo cuatro días sin ver el cielo y los vecinos se hacían cábalas sobre si le habría pasado algo, hasta que Pauli, la mujer de Herminio el albañil, se acercó la segunda tarde de reclusión a la casona y consiguió un par de gruñidos del madreñero desde el corredor; la voz le sonaba rara, como si estuviera ronco o quizás llorando, pero todos quedaron más tranquilos. Catarina no volvía y la cosa quedó muy clara: desavenencias conyugales, un drama en el joven matrimonio sobre el que se habló durante los siguientes días, y en el que el protagonista esencial fue Santines, privilegiado conocedor de las penas de Olegario. Contó a todos la larga conversación que había mantenido con él aquella noche, el vino que había bebido de más en contra de su costumbre y las maldiciones que había escupido en contra de Portugal en general y del maldito carácter de las portuguesas, en particular, todo ello mientras la cara de El Madreñero cambiaba y comenzaba a caer copiosamente la nieve. La historia dio de si: los envidiosos bebían vino de Rioja, sin parar a pensar en su precio, exaltados por su triunfo; los guajes comían pipas sin parar y escuchaban, con ojos redondos como monedas de dos cincuenta, los secretos de aquella noche nevosa que tan bien contaba Santines y los incrédulos sobre la felicidad en este mundo, aprovecharon para emborracharse un par de veces y cantar canciones sobre Mieres y el Puertu Tarla.

 

También las mujeres hablaron del caso durante varios días, mientras sayaban en los praos, lavaban la ropa o abrevaban al ganado antes de ir a mecer al establo al atardecer, criticando a los hombres en general y a Olegario en particular, ya que no era la persona tan bondadosa que habían pensado, y, seguramente, habría despreciado a la portuguesa que aunque extranjera era, antes que nada, una mujer; los hombres, se decían unas a otras, nunca las entenderían y así pagaban cuando se cansaban de ellas, pues Catarina, la probe, sería de otro país pero queja, ninguna que ellas supieran.

 

Al quinto día, Olegario salió por la mañana hacia el taller, gesto adusto, la ropa arrugada y según Josefina, la madre de Falín el del molino, que pudo hablar con él un par de palabras, con unas enormes ojeras. Antes de la hora de comer, poco después de que comenzara a llover con rabia, regresó a su casa, cosa que ya a nadie extrañó y oyeron como ponía la radio de su madre a todo volumen.

 

 

Dicen que cuando una persona feliz deja de serlo, algunos delfines enloquecen, pierden su rumbo y chocan contra los castrus o embarrancan en las playas, muriendo sin remisión. Olegario no había visto en su vida un delfín encallado en la arena, pero la casona se había convertido en un infierno para él, desde que los objetos comenzaron a cambiar de lugar o romperse inexplicablemente, unos meses después de la boda.

 

Un día fueron las zapatillas, otro su vaso preferido, al siguiente las herramientas de trabajo. Sufrió al principio, en silencio, el incomprensible desbarajuste hasta que no pudo aguantar más y comenzó a recriminar a Catarina su labor en la casa. Ella, sin embargo, negaba que hubiera tocado aquellas cosas y llegó a decirle un día, incluso, que parecía querer volverla loca con estas manías y que parecía mentira que la hablara así, que estaban recién casados. ¡Recién casados!... ¡Claro que estaban recién casados!, pensó Olegario indignado, y por eso mismo no podía consentir que su mujer mantuviera aquel extraño hábito de cambiar las cosas de sitio.

 

El Madreñero la quería desde el día que la vio en el Socoa. Tanto la amaba que había consentido en guardar en el aparador de la sala grande diez de los quince retratos que tenía de su madre, pues ella le dijo que la ponían nerviosa tantas fotos. Y aquellas cinco fotografías fueron, precisamente, la espoleta que detonó la tragedia, el terremoto que hundió los pilares de su vida, pues aparecieron todas en el payar, de cualquier manera, entre la madera que guardaba para el trabajo y una de ellas tenía roto el cristal cuyas aristas habían arañado el rostro de su madre. La ira le abrasó aquel domingo por la mañana, cuando contempló la imagen de su madre por los suelos y la discusión que tuvo después con Catarina fue amarga, hasta el punto que ella comenzó a llorar a pesar de ser una mujer fuerte que había vivido muchas penas. Olegario, furioso, se marchó dando un portazo y se fue al taller donde decidió vigilar a su mujer para descubrir qué es lo que estaba pasando.

 

Al día siguiente, Olegario comenzó a desarrollar su plan, dejó el trabajo a media mañana y se dirigió hacia el caserón, en donde entró sigilosamente. Todo estaba tranquilo, pero oyó unas voces en el trastero y el corazón le dio un respingo al reconocer la voz de su mujer que hablaba con un desconocido, en la despensa.

–Sujétalo más fuerte, más, así, así Catarina... – Olegario oyó los jadeos de los dos dentro de la bodega.

Se quedó petrificado y las manos le comenzaron a temblar, pero consiguió reaccionar unos segundos después. Cuando abrió la puerta de la despensa, allí estaban muy juntos los dos, Catarina y el desconocido que era Genín el carnicero, su mejor amigo, ambos al lado del cerdo que le había encargado hacía un par de meses y que aparecía colgado en el techo, balanceándose todavía.

 

 

Olegario no lo dudó, después de que Genín se fuera, jurando todavía que se confundía, que no habían hecho nada más que colgar el cerdo, echó de casa a Catarina que ahora, sin embargo, no lloró y se mantuvo en silencio con un gesto orgulloso que le desesperó todavía más. Al quedarse sólo, se le saltaron las lágrimas, boqueó con desesperación buscando aire y aclaró el nudo que tenía en la garganta, después sacó todos los retratos de su madre y los colocó uno a uno, con cuidado, en el sitio que habían tenido en su cuarto desde siempre y, al fin, se sentó en la cama con una sensación de extremo agotamiento. Aquellos traidores eran los responsables de todo lo que había estado pasando y Olegario se dio cuenta que aquel duro golpe, el primero que le partía algo muy dentro, cambiaba para siempre su vida y su peso en el alma se volvía insoportable.

 

Pasaron las horas y se encerró una noche clara, presentida de luna llena y constelaciones luminosas en el septentrión. Olegario se había quedado dormido y la oscuridad acariciaba los retratos enmarcados en plata fina de la madre muerta, amparada en el silencio de las habitaciones vacías. Algo ocurrió, sin embargo, en la casona pues la luz de la cocina se encendió y apagó tres veces seguidas y un siseo, una respiración, casi un pitido, comenzó a oírse en la planta baja, hasta que despertó a Olegario. Los ruidos en la cocina fueron en aumento y después de unos instantes de confusión decidió bajar a ver que pasaba, que era lo que podía producir aquel ruido que escuchaba por primera vez en su vida.

 

Bajó la escalera despacio, soportando sobre las piernas temblorosas el peso del cuerpo a duras penas y se dirigió a la cocina sin fuerzas para ponerse de puntillas, cada vez más asustado. La luz estaba ahora apagada y el fogón encendido iluminaba la habitación con el reflejo cambiante de las llamas. Encima del fogón había un montón de cosas y todos los cajones de los armarios estaban abiertos, algunos en el suelo y entre ellos un horrendo ser como de medio metro de altura, de piel verdosa, cara ovalada de mejillas bermejas y ojos de color azul brillante que despedían fulgores extraños, que le miró con gesto provocativo y travieso. A Olegario le castañetearon los dientes ante la aparición del monstruo, vio como jugaba con las cosas de la cocina, pensó en Catarina, en cuando la llamó puta en voz baja, justo cuando se agachaba a recoger las dos maletas y ella lo había escuchado pues cerró los ojos y tiró con rabia de las asas; sintió un hierro al rojo vivo que le atravesaba el estómago y se desmayó.

 

Un tibio rayo de sol iluminaba la cocina de la casona, cuando se despertó sobresaltado. Le dolía el hombro y la cabeza y sentía mucho frío. Miró en rededor, pero el monstruo había desaparecido y todo estaba de nuevo en su sitio, aparentemente, aunque Olegario sabía que no, que la mitad de las cosas estarían revueltas pues aquel ser se divertía cambiándolas de lugar. Pero el monstruo no se había mostrado hasta entonces... ¿Qué le había hecho aparecer?, pensó desesperado sin encontrar respuesta. Subió a su cuarto sabiendo que lo encontraría también distinto y vio como todos los retratos estaban boca abajo, esparcidos sobre la cama. Sollozó; aquello no podía ser real, era imposible que estuviera pasando y decidió buscar ayuda en D. Ramón, él sabría lo que hacer pues el engendro tenía que ser cosa del demonio. Se vistió deprisa, de cualquier manera, y salió corriendo hacia Pendueles.

 

Ocho horas después El Madreñero estaba de vuelta en el pueblo, acodado en el mostrador del chigre y pensando en la poca ayuda que había recibido del cura. D. Ramón no le había creído, estaba seguro, y aparte de obligarle a que se lavara, escuchara misa y se pusiera de inmediato a buscar a su mujer, poco más le había dicho. Rezar y confiar en Dios estaba bien, pero presentía que las oraciones no asustarían al monstruo de la cocina. Y Catarina... Se habría ido a Portugal, quizá. Tenía que sacar fuerzas de donde fuera y regresar a la casa para vencer al monstruo, para conseguir que le dejara en paz. Hacía mucho frío fuera y seguramente nevaría, el vino le comunicaba un agradable calorcillo y Santines, el chigrero, le miraba en silencio. Pidió otro vaso y decidió que esa noche intentaría acabar con el maldito ser.

 

 

 

Eran las diez y cuarenta y cinco de un martes, cuando el señor juez mandó descolgar el cuerpo de Olegario Blanco de la viga de la bodega en donde se encontraba colgado, al lado de la canal de un cerdo que pesaría unos doscientos kilos. Durante dos días después, se rumoreó en el pueblo que la autoridad había encontrado una carta del suicida pero que a lo mejor nunca sabrían lo que decía pues, cuchicheaban en el chigre, los secretos del sumario se los guardan los jueces, que hacen lo que les viene en gana.

 

El sábado, el yeso de la tumba de El Madreñero todavía estaba húmedo y la lápida brillaba por la luz de la luna que acababa de salir en el cielo. El pueblo dormía, una suave brisa agitaba los eucaliptos cuyas pequeñas y fragantes hojas chispeaban reflejándose en el río que atravesaba el bosque entre riberas pobladas de juncos y algún mugido esporádico se oía desde una cuadra lejana. Todo estaba en orden, y todos estaban en la cama menos Santines el chigrero, que venía andando, con unas copas de más en el cuerpo, desde Purón, donde había visto a una novia que tenía. Cuando Santines llegó a la altura de la casona del pobre Olegario, se paró un momento a descansar y le sorprendió ver una débil luminosidad en una de las ventanas de la planta baja de la misma, como si alguien hubiera encendido una vela. Decidió acercarse a ver qué pasaba, cuando la luz creció de pronto, tornándose de color azulado y saltaron los cristales de la ventana; el chigrero escuchó un silbido acompasado que se alejaba en el horizonte y vio como la luz flotaba en el cielo hasta desaparecer rápidamente dejando una fina estela detrás. El viento trajo después el sonido de una risa maliciosa que se desvaneció lentamente en el valle.

 

La carcajada resonó también entre los nichos del viejo cementerio y llegó hasta la tumba de Olegario cuyo yeso se secó al instante y la luna se ocultó detrás de una nube; la lápida del sepulcro de Olegario Blanco, El Madreñero, dejó de brillar poco a poco, hasta que se oscureció del todo, tan opaca, tan cercana, tan idéntica a la de su madre, cuya imagen seguiría mirando durante mucho tiempo desde los quince retratos, esmeradamente enmarcados en plata fina, que ya nadie cambiaría de lugar.

 

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