CUCHILLOS

Autor: Marcelo Garmendia

                                                                              a Stella Grenat

                 Esa navaja gris

                                       te cortó la voz

                                                         se hizo cuchillo

                                                                             al fin.

                                                                                           Charly García

 

Nuestra madre tenía unas piernas larguísimas que la hacían deliciosamente cómica. Siempre estuvo loca, incluso mucho antes de sufrir el definitivo encierro psiquiátrico. La recuerdo bailoteando, ridícula, lejana, feliz, en el jardín de la vieja casona de Quekén. Allí nacimos y sobrevivimos a nuestra infancia, mi hermana melliza Valeria y yo. Decía que bailaba para nosotros, para divertirnos, pero siempre sospeché que lo hacía por ella, que era su íntima manera de recordar, que bailando recordaba quién sabe que alegría remota. Esa es tal vez la única imagen que conservo de ella. Poco y nada estuvo con nosotros; cuando no estaba encerrada en el psiquiátrico, se escapaba con algún camionero y, durante meses, no sabíamos nada de ella. Digo nuestra madre, pero ella, pobre, fue tan solo la mujer que nos engendró. Jamás pudo ocuparse de nosotros. La que nos crió fue su madre, la vieja. Lo hizo a disconformidad, a desgano, sintiéndose víctima del castigo de quién sabe que dios inescrupuloso. Era una pobre aristócrata en ruina, eternamente malhumorada y, quizás, tan loca como su hija. Sentía vergüenza de nosotros, de nuestra condición bastarda. Negaba que fuéramos sus nietos. Decía que éramos hijos de una sobrina que había muerto junto a su marido en un accidente. Una mentira ridícula, que los vecinos, piadosos, fingían creerle.

Pero no quiero extenderme demasiado en el relato de nuestra infancia con estas singulares señoras. Bastará con decir que Valeria y yo crecimos solos, inseparables, estrechando un vínculo que parecía indestructible. Más allá de nosotros  mismos, no teníamos nada; tan sólo nuestros nombres, sin siquiera un apellido. Mi nombre, en esos mis primeros años, era Martín.

No recuerdo bien cuando fue que Valeria comenzó a ejercer conmigo una velada maternidad. Tendríamos doce o trece años, aproximadamente. Durante toda la infancia, me había protegido, mostrándose siempre más fuerte, más emprendedora, más vital. Se vio obligada a ser inquebrantable, para proteger a su hermano un poco tonto, inoportunamente frágil y con una leve propensión a la melancolía. Pero fue al comienzo de la adolescencia cuando  comenzó a ser inequívocamente mi madre.

A los pocos meses de entrar a trabajar de cocinera en La posada de la bahía, decidió que teníamos que irnos de esa vieja casona, separarnos definitivamente de las locas.

-Nos vamos, Martín -me dijo-. Acá, no aguanto más. Total... vivimos de lo que yo saco en el trabajo. Ya hablé con doña Dube. Nos alquila una piecita con cocina por cien pesos. Está linda, ya vas a ver.

-Bueno, pero yo también voy a laburar -dije, intentando colaborar.

-No -dijo, terminante-, vos estudiá. Si conseguís algún trabajo a la tarde, bueno; pero no vas a dejar de estudiar.

No me estaba consultando para tomar una decisión, simplemente me estaba informando nuestros próximos pasos. Era mi madre y sus decisiones eran inapelables. Tenía la delicadeza de fingir darme cierta participación en la determinación de los hechos, tan solo para no herir demasiado mi juvenil orgullo.

Nos despedimos sin algarabías ni tristezas de la anciana que negaba ser nuestra abuela y nos instalamos en nuestro mono-ambiente de lujo, con luz a veces y a veces agua caliente. Éramos felices; endemoniadamente jóvenes y felices. Aquel primer año viviendo en el cuartito de doña Dube, lo vivimos como una temprana liberación. Subsistíamos miserablemente, pero poco y nada nos importaba esto, comparado con la tranquilidad y el deleite que sentíamos estando solos. Yo jugaba a ser adulto. Valeria también jugaba a serlo, pero, de algún modo, ya lo era. De aquella época, recuerdo especialmente algunas noches que, desvelados, salíamos a caminar y llegábamos hasta la playa. Nos recostábamos en la arena y nos contábamos historias inventadas. Jugábamos a imaginar la vida de las putas del cabaret que estaba pegado a nuestra casa. Queríamos saber que habían sido antes de ser putas. Aquellas historias fueron mis primeros intentos de escritura; cuentos de claro tinte costumbrista, seguramente influenciados por las tempranas lecturas de Larra, a las que me sometía alguna despiadada profesora de literatura. Quisiera haberlos conservado.

-¿Será lindo acostarse con muchos hombres? -me preguntó Valeria una noche. De ese modo, comprendí oscuramente que mi hermana ya no era una niña. Había percibido cambios en su cuerpo más que evidentes, pero fue esa noche, al escuchar esa pregunta, cuando entendí cabalmente el significado de ese crecimiento.

El segundo año fue algo diferente. Todo comenzó a cambiar entre nosotros, a desplazarse, a quebrarse paulatinamente hasta la ruptura total en una noche más o menos memorable. Valeria se veía con Heredia, uno de los mozos de La posada. Lo recuerdo alto, serio, los ojos vidriosos, la panza hinchada, los pelos apenas largos, que, supongo, intentaban disimular la edad. Cuando empezó a salir con Valeria tenía cuarenta y tres años; me acuerdo de este detalle, porque festejó su cumpleaños en casa. Valeria le había hecho una torta, gastando lo que no teníamos, pero Heredia apenas se dignó a probarla. Tomamos cerveza toda la tarde; ellos riéndose y diciendo chistes estúpidos, yo en silencio.

-Por que no te das una vueltita por ahí, pibe -me dijo el señor novio de mi hermana-. Esa fue la primera de las muchas veces que fui sutilmente desalojado de la que, creía, era mi casa. Alguien estaba de más en aquel trío. En un principio, pensé ilusamente que el que sobraba era el tal Heredia, pero poco a poco fui comprendiendo la cruel realidad. Cualquiera puede imaginar las caminatas solitarias, por las polvorientas calles de Quekén, del aquel muchachito sensible y apocado.

Pensé sin demasiado convicción en irme, pero la que trabajaba era Valeria y, además, no hubiese tenido el valor suficiente. Con el tiempo, fui percibiendo que la relación entre mi hermana y Heredia comenzaba en enturbiarse. Valeria ya no era la entusiasta enamorada de los primeros meses. El se había tornado cada vez más posesivo, y yo sospechaba que, incluso, le pegaba. Jamás lo había hecho delante mío, pero yo tenía la oscura certeza de que lo hacía. Lo confirmé la última vez que lo vi, la noche en la que todo terminó.

Aquella noche Heredia se presentó tarde, cuando ya estábamos durmiendo. Nos despertaron sus golpes furiosos en la puerta y sus gritos.

-Abrí negra, negra puta, o te cago a patadas la puerta -escuchamos.

Como casi todas las noches, estaba borracho. Valeria le dijo que esperara, que ella ya salía. Se vistió, fastidiada, puteando por lo bajo.

-No pasa nada - me dijo-, vos dormite, que mañana tenés que levantarte temprano. En un rato vuelvo.

 Pero, no pude dormirme. Sentía que discutían. Valeria hablaba en vos baja, apenas murmurando, pero el tono era de una disputa. Heredia gritaba, se reía con sarcasmo y la puteaba. Yo me había vestido lentamente, sin hacer ruido y había agarrado el cuchillo pequeño, con mango de madera, que me había regalado Valeria para nuestro último cumpleaños.

-Puta, re puta, no es mío. A quién le querés hacer ese cuento, puta -escuché.

-Callate, idiota -dijo Valeria, gritando.

Cuando escuché sonar la primera cachetada, salí. Empujé a Heredia al piso y lo amenacé con el cuchillo.

-¿Qué le pasa a este pendejo? -dijo, desde el suelo-, parece que él también quiere ligar.

-Pará - le dijo Valeria, interponiéndose entre los dos-, me voy, me voy con vos, pero a él dejalo tranquilo. Esperame.

-No -atiné a decir, conservando todavía la ridícula postura amenazante-.

-Entrá -me dijo mi hermana, empujándome hacia adentro-.

Cuando cerró la puerta, me dijo en voz baja:

-No va a pasar nada, te juro que no va a pasar nada. Lo llevo a la casa, para tranquilizarlo; está en pedo. Vuelvo en unas horas,  y te juro que se termina todo esto.

 Sus palabras, por primera vez, me sonaron desesperadas. Siempre me había parecido hermosa, una de las mujeres más hermosas que había visto nunca. Sin embargo, en ese momento, mientras me decía esas palabras, la vi demacrada, marchita, vieja. Mucho tiempo después, por una conversación casual, supe que en esos días se había enterado de que estaba embarazada.

Esa noche no dormí. Deambulé desvelado por la habitación, sintiendo que estaba solo, definitivamente solo. No va a volver, pensaba, se va pudrir la vida con ese imbécil hijo de puta; hasta que la mate. Sentía el amargo rencor del abandonado. Valeria había dejado de ser mi madre. No era ni siquiera mi hermana. Mientras tomaba lentamente una caja de vino, casi borracho, le escribí el siguiente cuento que, a su modo, fue un rito de iniciación, una despedida:

 

EL HIJO 

La mujer era muda. Había quedado muda una tarde de lluvia y miedo, pero esa es otra historia. Esta es la historia de los ojos y de la falsa calma del hijo de la mujer.

El hijo cortaba las tardes con un cuchillo diminuto. Lo clavaba en los ojos de las gallinas, cuando la siesta deshabitaba su mundo mínimo. La madre sabía, pero fingía no darse cuenta. Era su único hijo y no quería enterarse de ninguna verdad molesta. El hijo dejó a todas las gallinas sin ojos, día tras día, ojo tras ojo. Al día siguiente de quedarse sin ojos de gallina, intentó con el gato. Quería más ojos. Logró clavarle la primera punzada en el ojo derecho, pero el animal se zafó de sus manos y desapareció para siempre. El se quedó escarbando con el cuchillo los arañazos que le había hecho el animal en un brazo. La mujer no estaba. Escarbaba pacientemente, cada vez más profundo, mirando el rojo turbio de su sangre. Quería sangre. Fue al gallinero y le clavó el cuchillo a una gallina en el vientre. Se desnudó y se restregó el animal muerto por todo el cuerpo. Se pintó con la sangre.

La madre llegó al atardecer y encontró a la gallina muerta frente a la puerta. Siguió el reguero de sangre y encontró a su hijo desnudo, acostado en su cama, todo manchado. No hizo nada. Como todos los días, al otro día se fue al amanecer. Pero no regresó. No regresó jamás.

El se crió solo, como pudo. Cuando creció, comenzó a usar las ropas de su madre, las que había dejado. Comenzó a actuar como una mujer. Una tarde se cortó el pene con el cuchillo y apareció en el pueblo, tirado sobre un caballo, casi muerto. En el pueblo lo curaron.

Lo conocí en el prostíbulo de Margarita, donde cantaba todas las noches vestido de mujer. Se hacía llamar María. Una noche se sentó a mi mesa y me contó toda esta historia. Recién cuando terminó, me reveló que su madre era muda.

-Era muda -me dijo- muda como yo.

Y sacó el cuchillo y se cortó la lengua.

                                                                  Mauricio Alonso.

 

Cerca del mediodía, vi aparecer caminando por la ruta el cuerpo diminuto de Valeria. Había pasado toda la mañana sentado en la vereda de tierra, esperándola, aplacando la ansiedad relatándole a Nadia, nuestra simpática vecina de siete años, las historias de Alicia en el país de las maravillas, mirando la incesante fila de camiones que pasaban por la ruta, escribiendo con una piedra en la tierra un nombre y un apellido.

La vi acercarse caminando despacio, su cuerpo delgado apenas ceñido por un vestido de tela liviana estampada con colores claros. Una pequeña nube de polvo la rodeaba, desdibujaba su delgada figura. Sus pelos, negros, sueltos, se arremolinaban alrededor de la cara. Recordando esta imagen, que conservo muy vivamente, siento una especie de tardío deslumbramiento por su belleza. Comprendo, entristecido, que en sus pasos se signaba el destino de la mujer, se borraba la inconmensurable vida de sus dieciséis años.

Cuando se paró frente a mí, vi que lloraba.

-¿Qué pasó? -pregunté parándome, sobresaltado, pensando en Heredia.

-Nada. Vení, pasá, que quiero hablarte.

Se sentó en el borde de su cama y me señaló la silla.

-Me voy -dijo, sin ningún prolegómeno-, me voy a Buenos Aires. No me preguntes por qué, pero me voy.

-¿Con ese hijo de puta?

-No, sola. Y no pienso volver nunca más. Cuando encuentre un lugar para los dos, te mando plata para el pasaje y te venís conmigo. Acá tenés pago hasta fin de mes, después vas a tener que volver a la casona, con la vieja. Perdoname. 

Cargó en un par de bolsas sus ropas y se fue esa misma noche, en tren. La acompañé a la estación. Nos despedimos sin palabras, sin llantos, con una sonrisa triste, inútil, cansada, desamparada.

Volví a la casa caminando por las oscuras calles de tierra, llorando en silencio. Sentía un gran cansancio; la noche anterior no había dormido en absoluto. Sin embargo me sentía lúcido, despierto por la punzada de un dolor del cual no lograba comprender su índole. Compré un cartón de vino, dispuesto a borrar, al menos por aquella noche, todo los pensamientos y poder conciliar el sueño cuanto antes. Al otro día saldría a buscar trabajo; no estaba dispuesto a volver a la casona. Como Valeria, quería desaparecer, no volver a ver a nadie de los que me conocían. De ser posible, volver a nacer. Lo mejor sería cruzar el puente y conseguir un trabajo y un lugar donde vivir en Necotxea.

El texto que había escrito la noche anterior estaba todavía sobre la mesa, junto a un vaso sucio. No me había animado a entregárselo. Absurdamente, estaba firmado por un tal Mauricio Alonso. Todavía hoy me pregunto por qué fue que firmé ese texto con ese nombre. ¿Quién era ese Mauricio Alonso que se adjudicaba un texto que me era tan íntimo? Leyendo ese nombre, fue que tomé la absurda decisión de cambiar de identidad. Dejé de ser Martín (sin apellido), para pasar a ser Mauricio Alonso. Antes de acostarme, decidí borrar cualquier indicio de mi primera identidad. Embolsé los cuadernos, carpetas y libros del colegio, el documento de identidad y los cuentos en los que contaba la vida de las putas, y los dejé en la calle, junto a las bolsas de basura. Conservé el cuento que transcribí, con el propósito de mandárselo a mi hermana, junto a la primera carta que le escribiera. Además, no tenía por que tirar ese cuento, ya que había sido escrito por Mauricio Alonso.

Mucho tiempo después, sentado en la mesa de siempre del bar El rey, leyendo un hermoso cuento de Olga Orozco, en el que la pequeña protagonista vaga en medio del tumulto de una mascarada, me encontré con estas palabras: “Tal vez baste una máscara, una rosa en el pelo, una vara en la mano, un nombre diferente, para cambiar a alguien y hacerlo irreconocible, no sólo por los demás sino también por sí mismo”.

En lo que respecta a mi vida siendo Mauricio Alonso, voy a limitarme a contar lo esencialmente necesario para este relato. El resto de la larga historia, quizás sea contado alguna vez por otro, tal vez por aquel Martín que se desvaneció aquella noche con los últimos tragos de vino. Bastará decir que en los primeros tiempos, deambulé por varios trabajos ocasionales, ganando sueldos previsibles, que apenas me permitían pagar la mensualidad en el pensionado Regís y comer de vez en cuando. Más tarde, entré a trabajar en la imprenta del viejo Curuchet, que, sin preguntarme quien era ni de donde venía, me ofreció lo poco que tenía: un lugar donde comer y dormir, y la seguridad de un trabajo con un sueldo respetable. Aprendí el oficio rápidamente y, poco a poco, fui encargándome solo de todo lo concerniente a la imprenta. Don Juan me ayudaba a empaquetar los pedidos o me daba una mano cuando se juntaba demasiado trabajo, pero, en general, se dedicaba casi exclusivamente a restaurar y encuadernar libros viejos. Durante el primer año, prácticamente no salí a la calle; pensaba, fantasioso, que este encierro monástico era necesario para borrar definitivamente mi vieja identidad. El viejo, que tenía una amplísima biblioteca, me recomendaba gustoso libro tras libro. Se impuso la tarea de enmendar mi secundario trunco, tomando mi educación en sus manos. Me adoptó en principio como discípulo intelectual y terminó adoptándome como hijo. Así fue como entre, Montaigne, Borges y Onetti, fui descubriendo el placer incomparable de la lectura, al que más tarde se sumó el de la escritura. En este trabajoso menester, también  fui conducido por don Juan. Tardó varios meses en confesarme que había sido periodista, e incluso había escrito algunos libros; sus remilgos de humanista pudoroso, según me dijo, le impedían revelármelo.

Mi relación con Valeria, después de su partida, fue casi exclusivamente epistolar. No nos hemos vuelto a ver. En una larguísima, interminable primera carta, le conté mi decisión de cambiar de identidad y le mandé aquel cuento que había escrito para ella. Desde luego, le pedí que me escribiera usando mi muevo nombre. Me respondió con una carta sumamente cómica, en el que se reía descaradamente de mi proyecto de nueva identidad, pero dando por sentado que estaba dispuesta a respetar las reglas del juego. En el remitente, escribió en grandes letras mayúsculas de imprenta VALERIA ALONSO. “Cambiarme el nombre me pareció demasiado, pero lo del apellido me resultó simpático; después de todo, nunca tuvimos uno que fuera verdaderamente nuestro”, me escribió.

Sé que en sus primeras cartas me mentía. La delataban la excesiva proliferación de detalles, la transcripción textual de diálogos visiblemente literarios. Recreaba escenas más o menos felices,  notablemente ficticias, seguramente con el propósito de ocultarme una realidad mucho más sórdida. Mis primeras cartas fueron igualmente mentirosas. Ambos fingíamos creernos, alegrándonos mutuamente de una felicidad que sabíamos irreal. En las cartas sucesivas, jamás mencionamos el carácter ficticio de aquellas primeras cartas; preferimos ceder a la complicidad implícita de un silencio piadoso, que nos evitara tener que contar penurias pasadas.

Con el tiempo, las cartas de Valeria comenzaron a ser cada vez más francas. Me escribía dos o tres por semana. Largas cartas deliciosas, que conservo, donde alterna confidencias casi inconfesables con comiquísimos relatos en los que ella siempre es la singular protagonista. Tiene un estilo fluido, distendido, asombrosamente parecido a su modo de hablar. Más de una vez le escribí diciendo que envidiaba muchísimo sus inconscientes dotes narrativas. Suelo leerle algunos párrafos, que considero memorables, a don Juan, quien siempre la compara con Montaigne; me dice: “escribe como si estuviera hablando, como nuestro amigo Montaigne. Es irónica, seria, banal; pero lo notables es que  ha borrado la frontera: uno nunca sabe cuando habla en serio y cuando no, igual que con Montaigne”. 

A la distancia, a través de este intercambio incesante de cartas, volvimos a recuperar aquel vínculo que ambos creímos definitivamente roto. Me he convertido, para ella, en una especie de confesor postal. Todo me lo consulta, sin importarle que mi respuesta llegue mucho más tarde que lo que la situación en cuestión requiere. Carta tras carta, fui notando que aquella primitiva distribución de roles, en la que Valeria oficiaba de madre protectora, se fue invirtiendo: ahora era yo quien cuidaba de ella. Pero, esta vez, la supuesta maternidad no era más que una especie de juego de simulaciones, de divertida representación de actores aficionados, sin demasiada trascendencia real. Le hice saber esta apreciación en una de las cartas. A partir de la carta siguiente, me llama mamá. Igualmente, me confiesa que, aunque a la distancia, ahora se sentía protegida por mí, cosa que antes jamás le había pasado.

Esta relación fraterno-epistolar, que cuenta con infinidad de vicisitudes que no viene al caso relatar, la hemos mantenido durante los últimos cinco años. Sé que durante este tiempo Valeria estuvo a veces bien y, muchas otras, no tanto; pero, pese a todo, logró deshacerse de ciertas condenas inapelables y supo resguardar una independencia sin la cual no podría vivir. Desde hace un año, vive con María, una gran amiga mía, que supo estar cerca de Juan Alcorta, y que se fue a Buenos Aires, como alguna vez se fue Valeria, y como, quizás, también tendría que haber ido yo. Hace dos días recibí su última carta. Me la mandó en un sobre de papel madera, junto al libro de Gómez Bas La gotera. En realidad, no es una carta, son unas pocas palabras en las que me anuncia que viene a Necotxea a pasar unos días conmigo, rompiendo la promesa de no volver jamás, que hizo al marcharse. Al final de la carta, agrega la siguiente postdata: “Quiero regalarte de este libro, el cuento El cuchillo, como un modo de dejar de ser, esta vez yo, tu hija”. Transcribo a continuación dicho cuento:

 

EL CUCHILLO

El día que Epaminondas cumplió cuatro años su padrino, matón a sueldo y guardaespaldas de un caudillo, le regaló un cuchillito. Epaminondas le probó el filo con la yema del pulgar y enseguida degolló la muñeca de su hermanita. La madre, aterrorizada por semejante crimen, le quitó el cuchillo y después de limpiarle la sangre minuciosamente lo guardó en un cajón bajo llave, junto a unos corpiños fuera de uso. El niño, frente al despojo, permaneció melancólico y con fiebre durante tres meses. Rechazaba la infundiosa sopa de gallina que le ofrecían y sólo admitía de tanto en tanto un vasito de vino. Pero empezó a comer cuando le dijeron que le devolverían el cuchillito si aumentaba algunos Kilos. Después olvidó el regalo y el posterior episodio.

Cumplía los veintidós años cuando repentinamente se le estampó en la memoria la imagen del cuchillito olvidado, y violentó el cajón que lo guardaba para recuperarlo. Advirtió con asombro que el cuchillo había crecido. Tenía ahora cuatro veces su primitivo tamaño y en su desarrollo había atravesado los viejos corpiños de su madre, todos exactamente por la parte  que correspondía al pecho izquierdo. Impresionado, cerró el cajón, lo clausuró hermético con clavos y tornillos y se fue a recorrer el mundo. Su madre, muy triste, lo acompañó al puerto y le pidió llorando que volviera pronto.

Retornó casi viejo. Su madre había muerto hacía varios años, no le dijeron de qué.

Un día se le ocurrió abrir el cajón del cuchillo y lo encontró completamente vacío.

Cuando le notificaron del cementerio que tenía que hacer la reducción de los restos de su madre, halló junto a los amarillentos huesos el cuchillo. Había crecido tanto que ocupaba casi todo el largo del ataúd.

                                       Joaquín Gómez Bas

 

La coincidencia no es sólo una contingencia literaria. El azar organiza su caos, a veces, con antojadiza simetría. La simetría, después de todo, no es más que una de las infinitas posibilidades del caos. Los hechos de esta narración, creo, dan cuenta clara de esto.

No iba a hacerlo, pero quizás deba agregar que decidí escribir este, nuestro relato, después de leer en el diario local la noticia acerca de la muerte de nuestra madre. La nota decía que fue encontrada muerta, tirada en el patio del psiquiátrico, con un cuchillo pequeño clavado en el pecho.

 

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