Ataque de sed en Panamá 2

Autor: Santiago Mármol

Estuvimos recorriendo esa magnífica capital de punta a punta. Desde las ruinas que dejaron los propios pobladores cuando el ataque del pirata Morgan era inminente ( acosados por el pirata y sus corsarios, el pueblo panameño se vio en la obligación de huir para preservar sus vidas, pero antes incendiaron toda la ciudad para que Morgan no pudiese llevarse nada), hasta el casco viejo, pasando por la parte nueva, el puente de las américas y el increíble sistema de esclusas del Canal de Panamá.

Al cabo de cinco días y un poco sofocados por las derritientes temperaturas, nos trasladamos hacia la costa caribeña, muy cerca de la frontera con Costa Rica. El lugar es sencillamente paradisíaco, aunque suene medio cursi. Es un archipiélago formado por cinco pequeñas islas que no distan a mucha distancia entre sí. Su nombre es Bocas del Toro y la isla donde nosotros hicimos base lleva el mismo nombre. Las otras cuatro llevan el nombre de Colón, Bastimentos, Cristóbal y Carenero.

No existe un trasporte oficial entre las islas, de modo que si alguien tiene interés en navegar hacia cualquier punto del archipiélago, debe tratar personalmente con los dueños de canoas o lanchas a motor.

Por un par de Balboas, ( la moneda local que curiosamente no existe físicamente, sino que circula el dólar estadounidense, con la paridad 1= 1), conseguimos que nos llevaran hasta Bastimentos.

Esta es una isla prácticamente desierta y de una belleza incomparable. Caminamos por ella como tres horas y nos pusimos a descansar en una pequeña playa habitada por unos extraños cangrejos anaranjados que poseen sólo una pinza, la derecha. Al cabo de unos minutos al sol, caímos en la cuenta que no portábamos nuestra botella de agua mineral que siempre nos acompaña. Inmediatamente, como es de suponer, una incontenible sed nos invadió, por lo que me vi en la difícil tarea de procurar, imperiosamente, algún líquido bebible que la naturaleza nos pudiera  facilitar. Casi como respuesta de dios, alcé la cabeza y vi, sobre nosotros, infinidad de suculentos cocos listos para ser bebidos y comidos.

Me gané unas cuantas raspaduras trepándome, como un mico, a las palmeras, pero el esfuerzo valió la pena. Cuando me bajé ( o me caí… no recuerdo), tres cocos rollizos me esperaban. Un corte profundo con algo filoso y el dulce manjar brotaría. Claro que encontrar algo que se parezca a un cuchillo en una isla desierta, no es tarea fácil. De modo que tomé el primer coco con mis manos y empecé a propinarle golpes contra un inmenso tronco caído. Cedió rápidamente pero con tanta desgracia que al tajearse, descubrimos que no estaba en muy buen estado.

Con el mismo procedimiento rompí el segundo, pero la violencia que empleé  fue tal, que prácticamente se abrió en dos mitades, derramándose todo el líquido. Con el tercero usé la cautela y poco a poco lo fui desvistiendo hasta encontrar el centro. Luego, un golpe seco con una piedra y listo, agua de coco fría y natural para beber.

Descansé un poco, pues esos tres rounds con la naturaleza me habían agotado, y como el sol se empezaba a esconder y no sabíamos bien dónde nos encontrábamos, decidimos emprender la marcha de regreso hacia el mismo lugar donde nos habían dejado.

No hice ni cuatro pasos cuando el destino, que es un flor de maricón, me puso tirado en el piso, un enorme y filoso machete. Miré para todos lados pensando que tal vez alguien, viendo las peripecias por las que yo había pasado, me estaba jugando una broma. Pero no, estábamos solos en esa parte de la isla. Tomé el machete con mis manos, lo miré, volví a observar a mi alrededor, y decidí depositarlo en el mismo lugar y en la misma posición en que lo había encontrado. Mi novia, sabiamente, hizo como que no lo vio, y el silencio nos acompañó en la caminata de regreso.

 

Ginebra, Suiza, marzo del 2001

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