El gran puzzle de palabras

Autora: Lourdes Pinel

 

 -Hola, vengo por lo del anuncio.

-Sí, sí, pase, pase.

El hombre del gran bigote escruta los rincones.

-Hay muchos espacios muertos, sin aprovechar.

Los dos caminan. Despacio. De la tienda, que da a la calle, hasta el vestíbulo, donde la muchacha de los cuentos espera. El laberinto oscuro se ha borrado. La luz, casi apagada, sobre el escritorio, el escritorio frente a la muchacha. “Masterpieces of Impresionism”. El póster de colores vivos –predomina el verde- en la pared, apuntalado. Los ojos de la muchacha se llenan del verde, que miran el escritorio, la luz, casi apagada, y el flexo.

 Arriba, un murmullo. Una conversación en inglés. “Tiene acento australiano”, piensa Julia.  El hombre del gran bigote mira de reojo a Julia. Llegan hasta el final del vestíbulo. Hasta la puerta que da también a la calle. Suben las escaleras. Se acercan al murmullo en inglés. Vuelven. Desandan sus pasos por el laberinto que vuelve a borrarse, hasta llegar, de nuevo, a la tienda. Que da a la calle.

 -La zona es muy céntrica –dice el muchacho de la tienda.

-Bueno, ya le llamaré con lo que sea.

El gran bigote desaparece.

 Dentro, en el despacho del vestíbulo, frente al escritorio y un biombo, una mujer lee. La habitación es un gran puzzle, compuesto de palabras y letras. Letras de tinta verde, como los ojos llenos de Julia, de tinta negra, azul, de manos trémulas, de dedos partidos.

 -Hola.

Un niño. Moreno, pequeño, muy pequeño. Un cuerpecito de ocho años. Demasiado pequeño.

Se sube en la mesa.

-¡Hombres y mujeres del castillo! Escuchad la llamada de mi voz. Mi execración se torna gris. La vorágine de mis sentimientos, compartidos ya por vosotros, ya por las almas rutilantes del Paraíso. Que me escuchan.

 Julia estalla sus ojos. No da crédito a lo que presencia.

-¿Cómo te llamas?

-Soy Arturo. El rey de reyes. El rey poeta. El rey que suplica a su corte.

-¿Qué suplicáis, Majestad?

-Suplico vuestra atención. Vuestros oídos y vuestros sentidos. Os suplico que me escuchéis.

-Os escucho, Majestad. ¿Qué queréis decirme?

-Que mi voz se torna gris. Que la vorágine de mis sentimientos son almas rutilantes del Paraíso.

Julia observa al pequeño rey Arturo divertida.

 La puerta del puzzle de palabras se abre. Marina se asoma.

-Hola, Jose.

-Princesa, bella princesa, vos...

-¿Quieres caramelos? Toma.

El niño, aún encaramado a la mesa, hace una reverencia. Baja y coge los caramelos.

 Julia entra en el despacho. La habitación puede reventar de un momento a otro. Se ha llenado de los cuentos de Julia, pero Marina aún no lo sabe.

 -Te voy a proponer algo –Julia hace una pausa-. Quiero regalarte mis cuentos. Cada vez que venga te regalaré un cuento.

La habitación ahora estalla.

 Fuera en la tienda que da a la calle:

-Vengo por lo del anuncio.

-Sí, sí, pase.

La mujer del abrigo de piel escruta los rincones.

-Hay muchos espacios muertos, sin aprovechar.

El muchacho de la tienda y la mujer del abrigo de piel llegan hasta el murmullo en inglés. Que continúa. Hasta las ocho. Cuando finaliza la clase.

 Marina, en el gran puzzle de palabras, observa a Julia.

-Bueno, Julia, yo debo asegurarme de que el tratamiento se sigue con rigor...

-Sí, sí –la interrumpe Julia-, no te preocupes. De hecho, de eso se trata. Te voy a contar una historia inefable, jamás contada. Una historia recogida en un manuscrito milenario. Pero, cuidado, la tribu maldita...

-¿Qué tribu maldita?

-Los yak, Marina.

Julia desata sus palabras con fruición. Saborea cada una de ellas, que salen despedidas de su boca. Una pequeña boca, húmeda y ávida de expresar, como el pequeño rey Arturo. La habitación estalla.

-Hace años, muchos años, los viejos huesos de Yarka, el maestro sabio de la tribu, dieron con el manuscrito milenario. Que desvelaba el secreto...

-¿Qué secreto?

-El secreto de la Humanidad.

Marina se distrae un momento. Oye pasos fuera. “La eterna venta del local”, piensa.

-Los yak son de color marrón. Sus pieles, sus ropajes, sus mentes son del color de la tierra.

-Son terrosos.

-¡Exacto! Como la tierra.

-Bueno, Julia, ¿y eso qué tiene que ver contigo?

-Marina, ¿no lo ves? Soy yo. Mis historias son yo misma.

Marina la observa, piensa, la inquiere, la inquiere por dentro. La gran narradora, entonces medra, se siente escuchada, expresada, por la mirada de la otra, la otra parte que la escucha. “Es como Jose”, piensa Marina.

 -Vuelves a distraerte –Julia se ríe.

-Pensaba en Jose.

-¿Qué Jose?

-El niño de la tienda.

-¿Quién?, ¿el pequeño rey Arturo?

-Sí. Es superdotado. Tiene problemas de integración.

-¿Problemas de integración? Qué mal suenan esas palabras.

 Una manzana de colores. El cartel blanco la fagocita. “Apple Center”. Bajo el cartel, un hombre entra en la tienda.

-Buenas tardes.

-Sí. Viene por lo del anuncio.

-¿Anuncio?, ¿qué anuncio?

-El de la venta. La venta del local

-No. Yo vengo a la consulta. ¿La doctora Marina Martín?, por favor.

-Ah sí. Es por la otra puerta, pero pase por aquí. Le acompaño.

 El muchacho de la tienda y el hombre de movimientos acompasados desandan los pasos de los otros. Los de la venta del local. Julia continúa su historia.

 -En el soto, hay una caserna. Un coloso de movimientos acompasados vive allí. A la orilla del río, tiene una barca. Una barca que no utiliza nunca, pero que necesita. Le equilibra. Shakkas es grande, muy grande. Tiene unas manos enormes, un color terroso.

-Es yak.

-Claro, todos son yak. Mimetizan con la tierra, de la que han nacido, donde han parido a sus crías, donde las alimentan, donde sobreviven y perviven. Allí vive Shakkas. Shakkas se muere de amor. De amor por una mujer que no es yak, que no tiene el color de la tierra.

 Saúl, fuera, espera. El pequeño rey Arturo le mira. Marina abre la puerta del puzzle de palabras.

-Nos vemos el martes, entonces.

-Muy bien, Marina. Hasta el martes.

Marina acompaña a Julia a la puerta. Saúl las observa. Las miradas del hombre y la mujer se cruzan, se reconocen,  pero no se dicen nada.

-Buenas tardes, Saúl...

-Saúl, tal cual.

-Muy bien Saúl tal cual, ¿por qué has venido?

-Porque me muero de amor. De amor por una mujer de ojos de fuego y pelo de noche.

-¿Qué síntomas tienes?

-¿Qué síntomas puedo tener?

-...

-Supongo que se refiere a esa punta lacerante en el pecho. A ese deseo agudo y redondo de no desear. Ese querer no querer. Ese querer contundente, terco, que me rompe.

Sus labios son de música. Los labios de Saúl saben a una canción. Una triste canción de amor.

 La habitación estalla. Libros, dibujos de niño pequeño. Imposible que sean del pequeño Rey Arturo. Un escritorio, fuertemente iluminado. Al fondo, una mesa, alargada, ovalada, llena de más libros, revistas, ediciones especializadas. El techo rezuma una luz mortecina. Paredes llenas. De palabras.

 -Hola, vengo por  lo del anuncio.

El hombre del gran bigote no ha vuelto. La mujer del abrigo ostentoso tampoco. El pequeño Rey Arturo no está. Es martes.

-Hay muchos espacios muertos, sin aprovechar...

 Gesticula. Ademanes y aspavimientos. Julia, cuando habla, mueve mucho las manos. Agita sus dedos. Se oyen pasos, los pasos de la eterna venta del local.

-El hombre de la caserna se está muriendo. Muere de amor. La luz del sol irisa en las ventanas. La mesa sucia, de las virutas de la madera. Shakkas pule, esculpe con su navaja, grandes cucharas, con rizos por dentro. Relieves de letras y signos y símbolos. Su mirada es penetrante. No todo el mundo le sostiene la mirada. Esos ojos... Ovalados, descendentes, dentro de la besana del rostro de hombre.

-Hace un año, Shakkas tenía esperanzas. ¿Qué ha sucedido ahora? ¿Por qué lo matas?

-Yo no lo mato.

-Pero es tu historia.

-No, Marina, soy yo. Shakkas se muere por amor.

-Pero cuando empezaste a venir aquí, tenía esperanzas.

-Shakkas ha entendido.

-¿Qué tenía que entender?

-Que no hay esperanza donde no hay amor.

 Saúl, afuera, en el vestíbulo espera. Durante un año, nada ha cambiado. “Creo que no puedo ayudarle, Saúl”, le dijo aquel día la Doctora Martín. “Usted no necesita tratamiento, necesita amor y yo no se lo puedo dar”.

 -¿Viene por lo del anun...

-Me lo quedo. Pero con el niño dentro.

-¿Cómo? ¿Qué niño? ¿Mi hijo?

-Ah, ¿pero es su hijo?

-Sí, Jose...

-¿El pequeño rey Arturo?

-¿Qué rey Arturo?

-Pues eso, su hijo.

-Bueno, bueno, ¿me quiere volver loco?

-Cuarenta millones.

-¿Cu...

-Sí, es más de lo que usted pide.

-¿Puedo preguntarle qué va a hacer con el local?

-Mantenerlo tal y como está.

 A Saúl el local le equilibra. Es su esperanza. Pero donde no hay amor, no hay esperanza. Julia terminó el tratamiento. Nunca más volvió a aparecer. Nunca más se volvieron a cruzar sus miradas el martes a las siete. Nunca más volvieron a reconocerse sin decirse nada. Queda el puzzle de palabras, el gran puzzle de palabras con las historias de Julia, con el trasiego del pequeño rey Arturo, que sigue execrando, tornándose su voz en un canto dulce y gris, como los labios de Saúl, que son una canción. Una triste canción de amor.

 

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