La Superstición.

Autor: Santiago Mármol


En el pueblo costero de General Galbiati no pasa nada. Cualquiera que se tome la sutil molestia de encaminarse con su auto hacia el sur, por la ruta tres, luego de hacer una detención de carácter casi obligatorio en el restaurante "La cocina de Nicasio" y regocijar el paladar con las excelentes mollejas asadas adobadas con chimichurri que allí sirven, podrá continuar cómodo viaje hasta pasar Caleta Olivia. Una vez atravesada esta ciudad, deberá buscar un pequeño camino de tierra que nace de la mano opuesta de la carretera y que tiene un cartel verde y blanco que anuncia "a 12 Km. General Galbiati"  y casi con arrogancia agrega debajo "239 habitantes".

En esta particular localidad Santacruceña la gente vive bien. La mitad de la población trabaja directamente en la pesca o está relacionada a ella. El resto, exceptuando los niños y algunos ancianos, son pequeños comerciantes u ocupan los cargos estatales de intendente, maestros y director de escuela, comisario y ayudante, sepulturero, recolector de basura, etc. Completan la población un cura sordo, el hijo tonto del comisario y la bruja del pueblo.

Cada día transcurre exactamente igual al día anterior y la única posibilidad de alterar esa aburrida monotonía es cuando una nueva superstición se apodera del pueblo, ya que el cien por cien de la población es absolutamente supersticiosa. Tal es así que no hace mucho tiempo, el gobierno local encabezado por el intendente con el apoyo unánime de los vecinos, decretó la primera ordenanza municipal con carátula "Mala suerte y otro pesares", en cuyos n apartados reza, resumidamente, lo siguiente:

"...en el día de la fecha y en acuerdo absoluto con la población de General Galbiati, se establece esta ordenanza donde... bajo los siguientes puntos:

 

1-Queda terminantemente prohibido la manipulación indiscriminada e innecesaria de todo tipo de espejos por parte de irresponsables o incompetentes, debiendo manipularse un espejo, en caso de ser sumamente necesario, de la siguiente manera:...

2-En el transcurso de cualquier comida que involucre a más de un comensal y suponiendo que los comensales no encuentren satisfactoria la cantidad de sal administrada en la preparación de su plato, queda establecido que el único modo de pasar la sal a quien la requiera, será apoyando el salero sobre la mesa, en la mitad del trayecto que tiene origen en la persona que da la sal y tiene fin en la que la recibe. Si por alguna confusión desafortunada, dicho pase de salero se produciese de mano a mano directamente, la persona que quede en contacto con la sal deberá verter un puñado en su mano y arrojarlo hacia atrás, por sobre su cabeza.

3-Se prohíbe también la colocación de escaleras de modo tal que cualquier persona distraída pueda, sin percatarse, pasar por debajo. Se contempla, para los casos en que resulte sumamente indispensable la colocación de escaleras de manera tal que uno de sus extremos se apoye sobre el suelo y el otro sobre una superficie vertical, la presencia obligatoria de un vallado alertador a cada lado de la escalera, que impida el paso de cualquier transeúnte por debajo de esta.

4-Se ordena, bajo la responsabilidad del mismo intendente, la captura y ejecución inmediata de todos los gatos negros de la localidad de General Galbiati y se prohíbe, así mismo, la importación local de cualquier felino prieto por cuanto las consecuencias pueden...

5-Analizando posibilidades y considerando que el riesgo de aperturas involuntarias en lugares cerrados es muy grande, se prohíbe terminantemente la fabricación, transporte, venta y uso de cualquier tipo de paraguas, pudiendo utilizarse, en días de lluvia, impermeables con capucha, botas de goma,...

6-Con la esperanza de no tener que utilizar este apartado pero debiendo contemplar todos los riesgos, queda establecida la vasectomía obligatoria y sin excepciones, para todos los hombres que hayan resultado ser padres naturales de seis hijos varones. Se prevé, de esta manera, la gestación y el consiguiente nacimiento de un séptimo hijo varón con todas sus terribles y holocausticas consecuencias, y/o el aborto no deseado de la que resultara infortunada madre del mencionado séptimo hijo.

7-Bajo ningún concepto se podrá contraer matrimonio o embarcarse un martes 13. Así mismo, se convida a la población a la NO utilización del número trece en el transcurso de la vida cotidiana, evitando con esta sencilla precaución la...

...cualquier insensato que ose desafiar la autoridad, no respetando uno o más de los n apartados antes descriptos, se hará acreedor de una multa de mil pesos por insolidaridad y exposición al riesgo innecesario y se deberá abstener a las consecuencias de sus actos. Archívese."

 

Así mismo y a petición de Martín Díaz, el único pelirrojo del pueblo, se desestimó la opción de teñir a todos los colorados y se redactó una pequeña enmienda dentro de la misma ordenanza, donde se estableció que bajo ningún punto de vista se considerará grosero o una falta de respeto, el acto de tocarse el testículo izquierdo (los hombres), o el seno izquierdo (las damas), ante la presencia inesperada de cualquier persona cuyos cabellos sean de color rojo, rojizo, anaranjado o con tendencia al colorado.

Párrafos más adelante se aclaró que el acto de realizar semejante manoseo en la zona genital o mamaria, careciendo de la presencia de algún pelirrojo, será considerado escandaloso y al que lo hiciera se lo tildará como persona de escaso pudor y zafia calaña.

 

 

                                                                   ***

 

 

Ante la ausencia de acontecimientos extraños que obligaran a los aburridos ciudadanos a variar sus quehaceres diarios, la única persona con la capacidad de generar un cambio en la población era doña Emilia, la bruja, con sus visiones. En cada nuevo vaticinio de la hechicera, todo General Galbiati se veía alterado y hasta el mismo héroe se revolvía en su tumba.

Su palabra era casi tan poderosa como la palabra de dios y no había quien hiciera caso omiso a alguna de sus predicciones. De hecho, fue una de sus supersticiones la que mató al pobre Hernán Furno, el quiosquero del pueblo. Sucedió que un día de mucha inspiración y tras una tarde completa de porros, doña Emilia le comentó a su comadre la visión que había tenido recientemente en una ceremonia mística donde no habían faltado los inciensos, algún que otro animal muerto y una docena de velas bendecidas por el mismísimo Papa.

Como cabe de esperar, la noticia circuló con extrema velocidad y al final del mismo día la totalidad de los habitantes de General Galbiati se dirigieron a la casa de la bruja para escuchar, de su propia boca, lo que todo el pueblo ya sabía.

Doña Emilia no quiso hacer esperar a semejante comitiva y sin más miramientos hizo acto de presencia en la puerta de su casa e, improvisando un palco mínimo con una silla de madera, subióse a ella con la ayuda del intendente y el comisario y dirigióse a sus vecinos:

-Pueblo de General Galbiati, entre nosotros hay un condenado.

-Hay qué?- inquirió el cura.

-Un condenado- le gritó en la mejor oreja uno de los vecinos.

-No sé quien será, pero alguien en este pueblo no verá el amanecer de pasado mañana- prosiguió doña Emilia dándole a la conversación un matiz tenebroso pero acorde a la situación.

-¿No verá qué? Preguntó el cura.

-El amanecer de pasado mañana- le volvió a gritar otro gentil vecino.

-Silencio- aclamaban los de más lejos.

-Puede ser cualquiera de nosotros, incluso yo misma- continuó la hechicera.

¿-Qué dijo?- volvió a preguntar el cura. Pero nadie le gritó esta vez ya que doña Emilia, un poco alegre por los efectos de la marihuana y un poco exultante por la increíble importancia que tomaba su papel en ese juego de delirio, continuó hablando sin interrupción hasta terminar la nueva profecía y dejar a todos en estado de shock y con la boca abierta.

-He visto que la muerte ha llegado a nuestra localidad en busca de alguien que no me fue develado. Pero esta noche, los perros que preceden a la muerte lanzaran aullidos tristes y funestos anunciando la desgracia y aquel que mañana vea primero que todos al gran perro blanco que encabeza la jauría, ése es el desdichado que fallecerá antes de la última campanada de la medianoche y abandonará el mundo terrenal.

Una mezcla de asombro y horror se estampó en las caras de todos los pobladores. Tan sólo el comisario atinó a decir:

-Matemos ahora mismo a todos los perros!!

La idea fue rechazada rotundamente argumentando que si la muerte había arribado a General Galbiati, solo restaba resignarse y esperar. Sería una locura desafiarla liquidando a uno de sus perros. Las consecuencias, calculaban, serían devastadoras.

-Abandonemos el pueblo ahora mismo así nadie verá ni oirá a la jauría- sugirió alguien por detrás.

-La mala fortuna llegó y no existe hueco en el mundo donde puedas esconder tu cara asustadiza si la dama de negro te está buscando- sentenció doña Emilia poniendo voz y ojos de hechicera y señalando con su delgado y arrugado dedo índice al defenestrado vecino.

-¿Hay algo que podamos hacer?- inquirió entonces uno de los pescadores.

-Cada uno debe volver a su casa y esperar, es todo lo que podemos hacer.

Al primer lapso de silencio y abatimiento le siguió un murmullo creciente y generalizado, que sólo se apaciguó cuando el intendente ordenó la inmediata dispersión de los habitantes y el comisario, con su ayudante, procedieron a ejecutar, a gritos, la orden recibida.

 

                                                                   ***

 

La confusión y el pánico reinaron esa noche en General Galbiati. Cada vecino permaneció en su vivienda y, obviamente, el tema preponderante durante la cena fue sobre los posibles candidatos al deceso, considerando edades avanzadas, enfermedades serias o malos actos realizados a despecho. Así, se fueron elaborando listas minuciosas que involucraban a la totalidad de los pobladores ubicándolos, de primera a última posición, dependiendo del grado de probabilidad de fallecimiento que, cada vecino, consideraba que tenían sus pares.

Prácticamente en cada casa se escribieron listas funerarias y prácticamente en cada lista, el autor y su grupo familiar figuraban por debajo del resto de los vecinos.

También el quiosquero Furno escribió, en la soledad de su cocina, su propia lista de mortales con posible pasaje al más allá, agregando a un costado, la justificación correspondiente a tal decisión. De esta manera, luego de cuatro arduas horas de trabajo y deducción, quedó conformada su lista negra del 16 de abril encabezada por don Luis, el más anciano del pueblo y seguida, por debajo, con la totalidad de los habitantes de General Galbiati.

 

                                               Lista negra del 16-04

 

1 Don Luis, porque tiene más de noventa años.

2 Don Jorge, porque ni él sabe su edad y lo veo bastante deteriorado últimamente.

3 Julio Arriaga, el mecánico, por fumador compulsivo.

4 Doña Elena, porque puede morir aplastada en cualquier momento. Su casa se cae a pedazos.

5 El capitán Antonio, por alcohólico.

6 El Segundo hijo de doña Marta, porque siempre anda haciendo locuras.

...

Considerándose buen cristiano y muy buena persona, carente de alguna enfermedad mortal y sin ningún tipo de adicción, su nombre quedó precedido por los otros 239 vecinos.

Esa noche, como todas las noches, con el apagado de las luces de la acera, los cuatro perros callejeros de General Galbiati aullaron y no hubo persona en todo el pueblo que no los escuchara.

 

                                                                   ***

 

La mañana del 16 fue limpia y sorprendentemente calurosa. La claridad comenzó hacia las siete y veinte pero el sol no se dejó ver hasta las ocho menos cuarto.

Mientras Furno contemplaba meditabundo el otoñal amanecer espiando por las rendijas de su persiana de madera, las campanas de la escuela redoblaron anunciando la pronta iniciación del día lectivo. En escasos minutos los alumnos acudirían todavía somnolientos a clase y no se le hacía justo que en ese día tan cargado de tensiones, los pobres niños se quedaran sin golosinas porque él, quiosquero cuarentón, solterón y miedoso, tenía temor a salir a la calle y ser el primero en encontrarse con la jauría y con el gran perro blanco que la lideraba.

Volvió a espiar por las pequeñas hendiduras de su persiana y distinguió, por lo menos, cinco personas en la calle. Manuel, el portero de la escuela, se encontraba barriendo la vereda, liberándola de infinitas hojas muertas, polvo y algún que otro elemento extraño.

El comisario y su ayudante tomaban mate en el umbral de la comisaría mientras intentaban, sin éxito, sintonizar las "mañanitas camperas" en su viejo radio a transistores. Doña Lupe y doña Ester, cada una acodada en su escoba, intercambiaban chimentos justo a la altura de la medianera que separaba sus propiedades.

En un primer pensamiento, guiado por el instinto natural de conservación, Furno consideró a sus vecinos como grandes insensatos o como personas carentes de todo temor a morir. Pero casi inmediatamente entró en razón y se dispuso a salir de su departamento, recorrer los quince metros que lo separaban de su negocio, y abrirlo. Cualquiera que fuera el desdichado marcado para abandonar este mundo, nada podrá hacer para eludir ese mísero destino. El condenado deberá seguir inexorablemente a la muerte y con suerte su fallecimiento será rápido e indoloro.

Terminó su café y salió, completamente decidido, a la calle. Saludó a viva voz a don Manuel quien le respondió el saludo de la misma manera. Con un ademán cortés de su cabeza, Furno saludó a doña Lupe y a doña Ester a la vez que las nombraba. Estas, casi con un gesto ensayado, le respondieron con el mismo movimiento de cabeza mientras repetían, al unísono, la misma frase:

-Buenos días don Hernán!!

Con un agudo y corto silbido y manteniendo su brazo derecho en alto, saludó al comisario y su ayudante que le respondieron con una guiñada de ojo y levantando el mate, como en señal de convite.

Furno se agacho frente a su local para poder alcanzar el incómodo herraje de la reja metálica protectora de su kiosco y precisamente en ese momento, Pappo, uno de los cuatro perros callejeros de General Galbiati, se le acercó como todos los días, moviendo el rabo en busca de una caricia y una palabra afectuosa.

-Hola Pappo- le dijo H. Furno mientras le manoseaba la cabeza. Pero en lo efímero de una décima de segundo, un escalofrío le recorrió intensamente el cuerpo desde los pies hasta erizarle los pelos. Toda su actitud de amistad, ternura y piedad se transformó, en ese espacio imperceptible de tiempo, en pánico, horror y agresividad.

-Pappo, me cago en dios, sos blanco- le gritó eufórico Furno al confundido can que esquivó, como pudo, la inesperada y violenta patada de su agresor y que corrió junto a sus tres compañeros de jauría que lo esperaban, pacientes, a tan solo veinte metros de distancia.

Todavía atónito y sudando, Furno vio como el perro al que él mismo había bautizado con el nombre de Pappo, se ponía en cabecera de jauría y guiaba a los demás canes hacia el embarcadero.

Levantó la vista en dirección al destacamento policial pero el comisario y su ayudante continuaban concentrados en la antigua radio intentando sintonizar, aunque sea, el informativo de radio Caleta Olivia.

Giró sobre sus pies y en profundo estado de excitación le gritó al portero de la escuela.

-¿Manuel, vio usted ese perro?

¿-Qué perro?- fue toda la respuesta que recibió por parte del sorprendido portero.

En un estado de profunda crisis mental, con el cuerpo temblándole y sudando como un afiebrado, buscó la posible salvación en doña Lupe y doña Ester. Alguna de ellas tenía que haber visto al perro antes que él, puesto que para llegar hasta el kiosco los canes debían haber pasado justo por donde ellas barrían. Pero cuando las buscó visualmente, ninguna de las mujeres seguía en la vereda.

Apenas podía mantenerse en pie. La cara se le transfiguró completamente.Una hebra de sudor helado como el frío de una daga, le atravesó la espalda por la línea de la columna. Las rodillas dormidas, con escozores, parecían no poder aguantarle el peso del cuerpo. Sus ojos eran la viva expresión de sus horribles sensaciones.

Se desplazó como pudo hasta el interior de su negocio y luego de las primeras ventas de golosinas y figuritas a los escolares, se fue auto convenciendo, utilizando no un razonamiento coherente sino mas bien especulativo y optimista, sobre la improbabilidad de haber sido la primera persona en ver a Pappo. Desde las doce de la noche del día anterior hasta ese momento, alguien más tenía que haberse cruzado con la jauría puesto que los perros vivían en la calle.

Sumido en ese tipo de pensamientos, se fue tranquilizando parcial y paulatinamente. Poco a poco fue recuperando su habitual ritmo cardíaco. Los cosquilleos cesaron. Las piernas dejaron de flaqueárseles y la rigidez de su rostro y su mirada fueron desapareciendo.

 

                                                                   ***

 

Para las diez de la noche nadie había muerto todavía en General Galbiati y prácticamente la mitad de la población se consumía en sus propios nervios, como cartuchos de pólvora con la mecha encendida que esperan, indefectiblemente, estallar.

Muchos de los pobladores negaban rotundamente haber visto a los famosos perros en todo el día, pero la gran mayoría, los que sí habían tenido la desgracia de cruzarse con la jauría, al no ponerse de acuerdo sobre quién la había visto primero y quién después, comenzaron a desear, como nunca antes, la muerte aliviadora de cualquiera de los otros 239 vecinos. El

cinismo cubrió a la población entera.

Don Luis y los más viejos no paraban de comentar, con alegría, lo bien que se sentían, y los que recientemente habían padecido alguna enfermedad, parecían curados como por obra de San Guchito. Los alcohólicos bebían agua, los fumadores masticaban chicles y los jóvenes aventureros que dedicaban el tiempo libre a buscar el riesgo en cualquier diversión, se entretenían ahora jugando a la canasta y tomando té con galletitas de agua. Entretanto, Joaquín, el sepulturero, había cavado una fosa enorme y profunda en la zona más agradable y con mejor vista del cementerio considerando, en todo momento, que tal vez estaba cavando su propia tumba. Sólo doña Emilia parecía ajena a la preocupación generalizada e inquiría a los vecinos por un papel de fumar. Ante semejante desajuste de lo habitual y pregonando que la última palabra la tenía el todopoderoso, el cura convidó, a gritos, a la población entera de General Galbiati a reunirse en la iglesia en misa extraordinaria y rezar.

Así, la iglesia se llenó por primera y única vez con las 240 almas compungidas que imploraban al señor por el pronto fallecimiento del condenado y el fin de tan insoportable incertidumbre, o bien por el perdón divino si eran ellos los que debían acompañar a la mortal y enigmática señora de la oscuridad.

Bajo el techo de la casa de Dios y con lo apacible del murmuro que se crea en la oración, un hilo de esperanza pareció brotar de las paredes y alcanzar a la muchedumbre cuyos ánimos se fueron apaciguando. Pero con la primera y brusca campanada de las doce de la noche, Hernán Furno, despertando de su letargo, estalló como un volcán desenfrenado; corrió escaleras arriba saltando los escalones de tres en tres, alcanzó la pequeña ventana del primer piso de la iglesia, se coló por ella y de un salto intentó asir la antigua aguja del minutero del reloj de la iglesia, como si deteniendo el reloj pudiera detener el tiempo.

La vieja estructura no aguantó y antes que sonara la última de las doce campanadas, Furno se encontraba muerto en la calle con el cuello partido.

Doña Emilia encendió uno de sus habituales cigarrillos de canabis, contuvo el humo en los pulmones por algunos segundos y contemplando la insistente ceniza que luchaba por no caer y el grácil humo que jugueteaba con la gravedad, sentenció:

-Y pensar que algunos nos dicen supersticiosos.

J. Berretta, el ayudante del comisario, fue el encargado de actualizar, a la mañana siguiente, el cartel de 240 habitantes por uno de 239.

 

Sera, Bylakuppe, India. Febrero 2002

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