TÍO JULIO

Autora: Julieta Villaroel

  Hubo un tiempo en que, para mí, los axolotes no existían más que en la literatura; era imposible imaginarlos fuera del acuario, del cuento, de Cortázar. Hasta que el día de  mi cumpleaños, Adolfito me obsequió uno. No pude negar su ontología pero, desde que se fue, me siento más feliz creyéndolo inexistente.

  Ese veinte de octubre llegué a casa y presentí que había una gran sorpresa esperándome.  Mi cocina es similar a las que presentan las revistas de decoraciones. Imaginen.  Bajo mesadas y alacenas de algarrobo laqueado, un anafe con seis  hornallas de acero inoxidable, cortinados que asemejan un maizal bañado por el sol de la dieciséis cuarenta y cinco. Girasoles y calabazas barnizadas, dos espantapájaros, como guardianes en el centeno, lucen sonrisas de trapo. Y en el centro de toda esa armonía, sobre la mesada de mármol de Carrara,  una pecera y un cartel en turbia imprenta: MARIA ESTHER TE AMO FELIZ CUMPLEAÑOS.  No quise acercarme demasiado. Entre las piedras que cubrían el piso de la pecera descansaba  un   monstruo gelatinoso, gris oscuro; una especie de renacuajo gordo, estático. Un verdadero desperdicio.

- ¡Sorpresa!- grito Adolfito. Me asustó. Solía tener  esas reacciones incongruentes con un hombre de su edad. Esbocé una sonrisa como si mi cara también fuese de trapo.

  Mientras desatábamos los paquetitos de la confitería “París”, tuve que escuchar la descripción morfológica, histórica  y literaria del animalito. ( Otro gran defecto de Adolfito: es un  lector ingenuo) “ Los axolotes de Cortázar eran albinos, este nada que ver, pero conserva el resto de las características. No sabía que era el alimento preferido de los aztecas ¿ y vos? ”. Yo recordaba el cuento, pero me había imaginado otra clase de anfibio: una exótica salamandra color rosa, casi transparente, “ estatuillas chinas de cristal lechoso”  y no esta  miserable forma en negativo.  Comimos y me obligó a soplar un par de velitas. Sin ganas lo escuché recitar una serie de nombre para la mascota pero di mi consentimiento cuando, con infantilismo nominador  y una obvia confusión entre narrador y autor, llamó al axolote Tío Julio.

  Adolfo se encargó durante el primer mes de todo lo concerniente a la limpieza y la alimentación del Tío Julio. En el acuario le habían indicado una dieta rigurosa de carne picada cruda y mojarritas vivas( para conservar el tono muscular y para esparcimiento). Luego de arrojarle la comida, apoyaba la nariz en el vidrio y le hablaba:

- ye sui Adolfó. ¿Comprendre vu?.

   No quise preguntarle porque se empeñaba en usar un idioma ,por él desconocido, para dirigirse a un animal que, indudablemente, compartía su misma carencia.    

  En cierto sentido, me alegró la idea de que tuviera que regresar a su trabajo full time, porque hablarle a un perro, a un loro o silbar con un pajarito eran situaciones tolerables, “vaya y pase” como dice la gente, pero sentirse hipnotizado por un axolote me parecía un riesgo para su salud mental.  No obstante, ahora debía ser yo la responsable del cuidado de Tío Julio. Tuve que aproximarme, que incorporar  su acuática ¿humanidad? a mi vida. Y el hecho de que fuese manco no me impresionó tanto como ver crecer su mutilada mano  desde un punto blanco en el muñón izquierdo. Reconozco que esa virtud me dio miedo ¿ Y si genéticamente pudiera duplicar o triplicar su tamaño, salir de la pecera y atacarme?. Era un animal de naturaleza violenta: si por casualidad o por maldad le golpeaba la pecera se encrespaba ( se embranquiaba) y mantenía los ojos fijos; si había mojarritas nadando, Tío Julio las esperaba sobre el lecho de la pecera y en un solo movimiento, frenético, como un látigo, las capturaba  con su boca de iguana.    Las bolitas de carne cruda, no comidas, se ponían blancuzcas y se iban pudriendo. Varios ramilletes naturales de romero  y  albahaca  no lograban reducir el olor de la carne en descomposición. La proximidad de la pecera a la pileta de la cocina empeoraba las cosas: hasta el vaso de agua nocturno sabía a axolote. Entonces llegaba el momento de que cambiar el agua, tarea que demandaba más de media hora y varios pasos a seguir: olla con agua fría por un lado, colador por el otro. Volcar el contenido de la pecera en el colador, tirar sólo el axolote en la olla. Poner el colador bajo el chorro de agua, ahora hirviendo ( nunca detergente) y remover las piedras. Finalmente, desandar el procedimiento: piedras, agua, axolote.

  Como verán  me complicaba la vida, me daba asco, me daba miedo.  Adolfito no dejó de prestarle atención pero ya no era lo mismo: para identificarse con Tío Julio necesitaba mucho tiempo libre con el cual no contaba. Así fue que poco a poco dejé de alimentarlo y de cambiarle el agua. Adelgazó( sin prisa pero sin pausa)  y  en las paredes de la pecera iban quedando registradas las marcas del agua evaporada.

  La noche de navidad murió. Había perdido el tono amenazante de sus branquias; flotaba o  en un lenguaje más pueril: hacía la plancha. Con el cucharón lo saqué de la pecera y lo tiré al inodoro. Reemplacé el hueco sobre la mesada con una canastita llena de frutas, entre ellas un estupendo ananá do Brazil.

  Festejamos varias veces el fin de año: con malos amigos, con jefes, con parientes, con excelentes enemigos, con cuatro o cinco Dom Pérignon. No pisamos el suave tarugado de la cocina más que semi-dormidos o semi-alcoholizados.

  Una mañana Adolfito reparó en la ausencia:

- ¿Qué le pasó a Tío Julio?

- Se murió. Leí que no viven mucho tiempo en cautiverio.

- Pero Cortázar dijo...

   Mi marido, siempre tan inocente; traté de explicarle:

  -Adolfito, querido, eso es literatura. Aparte, Cortázar tiene cuentos mejores.   

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