Verticales

Autor: Diego García Canto

 

¡Cuántas verticales!

Hacia donde mire veo verticales. Verticales que se mueven, que caminan, que conversan y se envidian, que ríen y lloran. Algunas no lo son tanto, el correr del tiempo las ha ido encorvando, y de ahí a la horizontal hay un paso. ¡Todos somos verticales! Y durante todo el tiempo que nos mantenemos enhiestos cambiamos, a cada instante somos distintos, no hay minuto no hay segundo que nos encuentre parecido a nosotros mismos. Es que no hay nosotros mismos, no hay yo posible. Esta invariable transformación no nos deja Ser, nos impide (o nos evita) lograrnos  una identidad, mostrarnos auténticos, ser coherentes y leales a una idea. Imaginen una fiesta de disfraces y un extraño invitado que cambia invariablemente de disfraz cada diez minutos. Si la fiesta dura cinco horas, a seis períodos de diez minutos cada una, advertimos que nuestro amigo lució en el transcurso de la misma treinta disfraces diferentes…me pregunto ahora: ¿De qué se disfrazó este señor? De nada. No llegó a ser ninguno de sus disfraces. No fue nadie.

Lo mismo nos sucede en la vida, ésta contínua desfiguración nos priva de personalidad. Es como el roce o la fricción constante, que gastan segundo a segundo las caras involucradas más allá del material en cuestión. Recuerdo a Fernando como se exhasperaba cuando hablábamos sobre esto. "Vos hablás - me decía- como si nadie pudiera mantenerse en la misma tecitura ni siquiera diez minutos, es más, como si una persona pudiera pasar de ser una temible fiera a un sumiso cordero en sólo segundos". ¡Pobre tonto! No sabía con quién hablaba.

Si la vida implica entonces un cambio constante, quizás la quietud absoluta de la muerte nos provea de identidad, quizás recién muertos podamos Ser. Una vez fenecidos culmina la transfiguración, y es claro que no hablo del alma, ella seguirá su camino, me refiero al cuerpo, ese cuerpo absolutamente rígido, basta observarlo con atención para advertirlo. Ese cuerpo allí sin vida, o sea, sin ese estúpido que lo mueva a su antojo, ese cuerpo sin aliento, inmóvil, frío y pálido. Ese cuerpo por vez primera es libre. La quietud misma denuncia libertad. La quietud misma denuncia vida. ¿O no? ¿Desde cuándo ha querido moverse cuerpo alguno, o alguien ha visto una mesa o un sofá moverse por motus propio?

Y entre tantas verticales la horizontal inevitable. Socarrona horizontal que festeja su triunfo entre tantas perpendiculares que le temen pavorosamente.

Carlos está a mi lado y también lo mira fijo.

"Viste la boca - me dice en voz baja atento a no ser escuchado, había mucha gente, incluso familiares de Roberto- les faltó algo más de pegamento".

Es verdad, la comisura del lado izquierdo quedó sensiblemente abierta, sin que los labios se toquen.

"Justo del lado donde usaba su pipa, como si quisiera seguir fumando". Esta ingenua observación me hizo volver a mi antigua idea: ¿ Y si Roberto estuviera vivo?, no digo como nosotros, otra vida quizás, y no hablo del alma, esa será juzgada. Hablo del cuerpo, de éste cuerpo, ¿ por qué no puede ver u oír?, ¿ por qué no puede pensar?. Acaso el pensamiento es exclusivo del alma, se me ocurre más cercano al encéfalo, y en todo caso lo que queda de él está ahí metido. ¿No puede ser entonces que algún rudimentario poder de raciocinio quede en éste cerebro? Y si así fuera, que una vez muerto (como dicen vulgarmente), por un lado el alma fuera a ser juzgada por el mismísimo Dios Padre Todopoderoso, y por el otro quede el cuerpo todavía con algunas capacidades a la espera de su lenta putrefacción. Me pregunto si así fuera ¿Cuál de ambos mantiene más cabalmente la esencia de Roberto? ¿Su alma o su cuerpo?

Acaso su alma, que lo atormentaba de contínuo con culpas infantiles, esa alma que lo hacía cambiar contínuamente de carácter, pasar de la risa al llanto, del llanto a la furia y luego vuelta a sonreír. ¿ Esa alma insegura que jamás lo dejó Ser o su cuerpo ya inmóvil ?

Les puedo asegurar que basta ver esta figura inerte para empezar a adivinarlo. Sus manos finas y delicadas características. Sus piernas que al verlas delatan aquel caminar pesado y lento tan propio de Roberto. ¡Si hasta no podía faltar el orificio para la pipa marcado en sus labios! Con ver su cuerpo lo adivinamos, en cambio quien vea su alma, no tendrá la más mínima idea de quien fue este hombre.

Tanto tiempo esperé para comprobarlo, pensar que no me equivocaba en nada. Me causa cierta gracia ver tantas verticales casi familiares.

El cuerpo de Roberto pálido, frío y silencioso "vive". Está inmóvil pero vivo. Huele, oye, vé; la adhesión de sus párpados no le impiden la visión, sólo le agrega algún grado de dificultad. Tampoco han podido con su boca. ¡Cómo fumaba Roberto! La curva pipa ya era parte de su rostro.

Pero Roberto vé, nos vé. También escucha…¡Este cuerpo piensa! ¡Roberto piensa! Y eso me pone  nervioso, muy nervioso. Tengo miedo. La culpa no es otra cosa que temor, y  me invade.

Carlos en cambio está tranquilo, como si nada hubiera pasado, como si nada supiera. ¡Qué hijo de puta que es! Ahí está saludando a la anciana madre del difunto, ¡Cómo finge el llanto el desgraciado! Ahora se vuelve hacia mí y me dice al oído: "Así como le adhieren con pegamento los párpados y la boca - me mira pícaramente- le abrán cerrado el resto de los orificios". Su broma me cae mal, me indigna y se lo hago saber. "Te das cuenta que sos un idiota miserable". El rostro de Carlos cambia bruscamente, en un instante pasó de la risa sutíl a la furia incontenible. Me clava sus ojos (su cara me asusta) y me dice lentamente en voz baja: "¡Yo no lo maté!". Me shockeó, me quebró, y no pude contener el llanto. Es cierto, fuí yo quien lo hizo. ¿Pero de qué muerte estamos hablando?, si Roberto está vivo. Percibe, siente. ¡Y odia! Su cuerpo ahí en el cajón me está mirando, me está escuchando y yo sé que me reprocha. Y ese reproche me asfixia. Me dan ganas de pedirle perdón, lloro desconsolado. Algunos de los presentes me vienen a consolar, ellos no saben que debajo de esos párpados hay dos pupilas que me apuntan y me acusan. Ni sospechan que esa pequeña hendidura en sus labios, nada tiene que ver con el tabaco. Es un intento de insulto. Si pudiera me insultaría, si estuviera vivo me mataría, y yo me dejaría matar; ¿pero qué digo? Si está vivo, y más libre que nunca…debería agradecérmelo.

Mi llanto sigue llamando la atención, Carlos me abraza, me consuela y me dice al oído:

"Jamás nadie sospechará de nosotros, quedáte tranquilo". "Ya lo sé".

Pienso en Roberto, él me veía y me escuchaba, ¿qué habrá sentido por mí? Yo por Carlos, parado aquí a mi lado no siento nada. No hay sentimiento alguno aquí, simplemente curiosidad, y esos tontos que te cierran los ojos, pero igual se vé, algo se vé y otro poco se adivina.

Mientras me abraza tranquilizándome, en un instante furtivo Carlos me la acaricia. ¡Qué bronca me dió! No es lugar para esas cosas. Adivinó mi expresión, pues mientras me volvió a acariciar me dijo: "Es para calmarte, relajáte, no te persigas, jamás sospecharán de nosotros". Luego tiernamente al oído se dejó sentir: "Te quiero mucho". ¡Qué ganas de besarlo! Logró algo más que tranquilizarme, su roce me gustó, algo se enderezó por allí, temí que alguien lo note, por suerte la sotana sabe disimular esas cosas.

Se acerca Ordóñez el sacristán y me abraza, "Padre Fernández estoy destruído. ¡Qué gran pérdida! Era un gran párroco, lástima ese maldito vicio que lo tenía de esclavo y lo llevaría a la muerte. ¡Cómo fumaba ese hombre, era una chimenea! Alguna vez le iba a dar el ataque". Ordóñez sigue diciendo algunas cosas, pero ya no lo escucho, solo quiero recordar.

Con Carlos nos conocimos en el seminario, pronto sentimos una afinidad especial y en poco tiempo nos amábamos a escondidas. Nadie imaginaba lo que sucedía entre nosotros. Era imperioso ocultarlo. El tema del pecado fue fácil, nos confesábamos mutuamente. Durante unos años estuvimos separados en distintas iglesias. Pero hace veinte meses nos destinaron a la misma parroquia, la del Padre Roberto. Allí reanudamos el romance, y pronto anhelamos ir más lejos. Carlos tiene un muy buen ojo, y la posibilidad de ser tres nos entusiasmó como a niños. Fue Carlos quien con su increíble astucia, tacto y talento lo fue trabajando, lo fue madurando. Si bien lo confesábamos nosotros, se le ocurrió que no valía, que era como hacer trampa, y sentía una culpa poderosa. Quería expiarla en otro confesor, quería directamente limpiar su alma frente al Arzobispo de la Diócesis. Debíamos contenerlo y convencerlo de contínuo, si se enteraba el Obispo sería nuestra perdición. Tanto insistía Roberto, tan mal estaba, que de un momento a otro lo divulgaría.

Hubo entonces que tomar medidas y de seguro no sería Carlos quien las tome, es demasiado marica para eso.

Entra el Arzobispo, viene a darme el responso, el Obispo es apuesto, y siempre viene con su secretario, un pálido sacerdote con cara de temeroso. ¡Cuánto nos reíamos con Carlos! Los imaginábamos pareja y comentábamos las distintas maniobras que haría el Cardenal con el curita. En el juego imaginativo envidiábamos con locura al áureo sacerdote.

Bien no sé por qué estoy horizontal, debe haber sido Carlos que está parado aquí a mi lado. Seguro fue él, esa lágrima lo delata. Nunca lo ví tan compungido.

Desde que el hombre se yergue en sus miembros posteriores la vertical es la señal de la vida. La vida es vertical, así transcurre, así se genera. Luego viene la maldita horizontal, la muerte, o mejor, la casi muerte. Ambas, vertical y horizontal forman la cruz…símbolo Universal de la Existencia…¿Pero qué es lo que estoy diciendo? ¿Estoy delirando? Me han pegado los ojos pero algo veo. Ya no tengo mi alma, por el bien de ella espero que se salve, pero ya no me preocupa. Por lo pronto voy a tratar de curiosear lo más que pueda, pues una vez que cierren este reducido cubículo sobrevendrá la oscuridad, la humedad y el festín gusanal.

No sé por qué me veo la mano derecha, me llama la atención, tan tieza y helada que la tengo, tan inocente que parece. Sus dedos se entrelazan con los de su hermana como si se estuvieran amando. Mano asesina, tu quietud reptil no puede con mi memoria. Fué ella quien colocó el veneno en el plato de Roberto. Yo no soportaba la culpa. Y por más absoluciones que me daba Carlos deseaba confesárselo al Obispo.

Hablando de Carlos está desconsolado, nunca lo ví así, está deshecho.

Comienzan a cerrar, lo hacen lentamente, aprovecho para echar un último vistazo.

La tapa sigue su descenso. Y justo en el instante anterior a la total negritud ocurre el milagro. ¡Sí señor créame! ¡Lo ví con éstos ojos! Estos mismos ojos que se esconden detrás de párpados pegoteados.

Atrás, bien atrás de todos, en el fondo, contra la pared. Allí estaba el Arzobispo, y yo lo ví, fue un instante pero lo ví. Casi me lo pierdo, pero no, lo ví. Ví como su mano derecha provocaba una agradable sensación en su famélico secretario.

 

¡Y una cosa!

¡Sólo deseo una cosa!

Que Carlos también los haya visto.

 

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